La vida sólo tiene sentido cuando soy capaz de arrodillarme suplicando,
agradeciendo, soñando
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Photo Josse / Leemage AI |
Epifanía
significa manifestación. Jesús se hace visible a los ojos de aquellos que se
acercan a Él: “Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón se
asombrará”.
Llegan los
magos de oriente y comprenden. Su corazón se llena de luz y de esperanza. Los
paganos creen, aquellos que no eran judíos. Ellos, extranjeros, vivían
esperando la llegada de un rey desconocido.
Tienen el oído
abierto y la mente despejada: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega
tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”.
Escuchan la voz
de Dios en su corazón y se ponen en camino. Llega la luz a sus almas. No temen enfrentarse a la verdad. Son unos buscadores incansables:
“¡Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: – ¿Dónde
está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y
venimos a adorarlo”.
Me gusta la
actitud de los reyes que se ponen en camino y descubren la luz en medio de la
noche. Una sola estrella basta para guiar sus pasos por caminos llenos de
polvo. Basta la luz de una sola estrella para comprender el sentido de tanto
camino, de tantas noches de dudas, de tantos miedos.
Son fieles en
esa búsqueda y no cesan hasta encontrar al rey de reyes. No se desesperan
nunca. No se dejan engañar ni pierden la esperanza.
Son fieles a la
intuición que hay en su corazón. Buscan el lugar que señala la estrella.
Navegan mar adentro. Recorren caminos profundos. Buscan huellas escondidas en
el cielo.
Me impresiona
tanta sed. Tanto deseo. Tanta luz en sus ojos.
Muchas veces yo
me siento seco, pero sin sed. Me encuentro vacío, pero sin hambre. Me veo
ciego, pero sin deseo de ver. Es la paradoja de la insatisfacción
transformada en hábito. Del desasosiego convertido en costumbre.
Veo que soy un
incircunciso de mente y de oído, como gritaba san Esteban ante el
sanedrín: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de mente y de oído!
¡Vosotros siempre ofrecéis resistencia al Espíritu Santo!”.
Tengo el alma
incircuncisa, es decir, un alma no consagrada a Dios. No le pertenece lo que
siento y lo que vivo.
Me veo así,
duro en mi entendimiento, duro para obedecer. Quiero manipular la voluntad de
Dios para salirme con la mía. Me he tejido mi propio manto de profeta para
discernir mi voluntad en la voz de Dios.
Yo decido dónde
está Dios oculto. Digo que suelto las riendas de mi vida, pero las
retengo. Me resisto al Espíritu Santo. No sé por qué, pero lo
hago. No dejo que el Niño desordene mi comodidad.
Digo que soy
libre de ataduras, pero me siento esclavo. Me gustaría tener la libertad de los
reyes. Lo dejan todo y se ponen en camino. Buscan lo que les falta. El agua que
pueda saciar su sed. La luz que pueda iluminar su entendimiento. El calor que
pueda calentar su frío del alma.
Me gustan las
palabras que hoy escucho: “Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la
oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá
sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu
aurora”.
Quiero dar con
la luz que disipe las tinieblas de mi alma. Veo tanta
oscuridad en mí y a mi alrededor… Necesito luz.
Los reyes dejan
su comodidad para buscar la luz. Necesito comprender todo lo que Dios puede
hacer conmigo. Sólo tengo que dejar mi tierra, mis cadenas, mis miedos y
ponerme en camino.
Dios quiere que
deje la seguridad de mi orilla y me aventure mar adentro. ¿Qué me retiene? ¿Qué
me da miedo? Es el miedo a perder, a morir, a vivir inseguro.
Los reyes lo
dejaron todo. Eso me enseñan hoy. Para comprender y consagrar su
vida a ese Dios pequeño que parecía ser la esperanza definitiva.
Cuesta creer lo
que parece imposible. Los reyes lo creen, se postran. Lo han dejado todo
esperando ese momento sagrado al pie de una estrella.
Allí,
iluminados, encuentran la luz verdadera. Comprenden que todo ha comenzado.
Que algo pequeño empieza a cambiar. Los grandes cambios
empiezan con movimientos que casi pueden pasar desapercibidos.
Un bebé
escondido en un establo. Un bebé que sólo unos pastores y unos sabios descubren
en medio de la noche. Tienen el alma consagrada a Dios y por eso pueden
descifrar los signos.
Me gusta esa
mirada de esperanza en este mundo que vive en las tinieblas. Los reyes ven la
luz, se alegran y adoran: “Al ver la estrella, se llenaron de inmensa
alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de
rodillas lo adoraron”.
Comprenden y
adoran. Se postran ante Dios. ¿Qué han entendido? Que en el misterio de
lo humano, de lo pequeño, Dios hace cosas grandes.
Han comprendido
que la vida sólo tiene sentido cuando soy capaz de arrodillarme
suplicando, agradeciendo, soñando. Eso hacen los reyes. Lo tenían todo y lo
han dejado todo por adorar a un niño. Parece un sinsentido.
Como parecía
absurdo ver a miles de jóvenes en silencio en una gran sala entonando cantos de
Taizé esta Navidad.
Parece tan
incomprensible como ese gesto sencillo de reunirse para orar. En silencio.
Cantando. Dando gracias.
¿Qué valor
puede tener adorar en silencio? ¿Qué sentido tiene postrarse ante un
niño tan vulnerable y frágil? “Se postrarán ante ti, Señor,
todos los pueblos de la tierra”.
Parece no tener
sentido adorar un Dios todopoderoso en un Niño. Pero yo sé que Él salva mi vida
y la rescata de la muerte.
¿Dónde está su
poder oculto en una cuna, en unos pañales, en un niño y en unos padres tan
débiles? ¿Cómo lo protegerán de la muerte?
Adorar
significa reconocer el poder oculto del Espíritu Santo en mi vida. El poder que
no veo, que no toco. Ese poder que pasa desapercibido a mis ojos que entienden
la vida de otra manera.
Los reyes
comprenden lo incomprensible. Porque están abiertos a Dios. No han cerrado
su corazón a la gracia. Se sienten pequeños y son dóciles. Se dejan hacer por
Dios. Se ponen en camino.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia