Muchas
veces son precisamente mis heridas, mis debilidades, mi sufrimiento, los
instrumentos más adecuados para servir la vida que se me entrega
Me gusta acabar el año y mirar hacia atrás.
Agradecer por el tiempo transcurrido. A veces, al mirar mi historia, veo cosas
que querría cambiar.
Miro mi fragilidad. Sucesos
difíciles que me duelen en el alma. Decisiones equivocadas. Páginas llenas de
errores. Pasos que me han atado haciéndome esclavo.
Veo mi historia y quiero darle
las gracias a Dios. Mi vida no sería mejor si volviera al momento que menos me
gusta y cambiara algo. Simplemente sería otra historia, pero no la mía.
Jesús
cuenta con mi forma de ser, con mis talentos y defectos. Y cuenta también con
mis decisiones, con mis pasos errados, con mis caídas.
También con aquello que ocurrió
en mi vida sin responsabilidad alguna. Sucedió y yo quedé herido. No puedo
volver al instante previo, ni al día anterior.
No
puedo cambiar nada de
lo que está escrito. Cada palabra, cada gesto. Todo está grabado para siempre
en mi alma y en el corazón de Dios. Yo no sería el que soy si eso no hubiera
sucedido. Sería distinto. ¿Sería todo mejor? No lo sé.
Es verdad que no quiero sufrir.
Duele tanto el sufrimiento… Creo que, si no hubieran sucedido algunas cosas en
mi vida, tal vez hubiera sido todo distinto. Pero a lo mejor lo que sucedió me
ha capacitado para vivir de una determinada manera.
El padre José Kentenich fue hijo
no deseado, hijo de una madre soltera. Ese hecho marcó su vida para siempre.
Podía él mismo haber querido que
nunca hubiera ocurrido. Pero Dios sacó de esa carencia una fuente de
vida para muchos.
En ocasiones no son mis talentos y virtudes
los que mejor me capacitan para ayudar a otros. Muchas veces son precisamente
mis heridas, mis debilidades, mi sufrimiento, los instrumentos
más adecuados para servir la vida que se me entrega.
Es curioso. Lo no deseado, lo
que me hace sufrir, lo que puedo haber despreciado de mí, llega un momento en
el que se me abre un camino de salvación y esperanza.
Mi mayor fuente de dolor, de
frustración, se transforma en fuente de vida para mí y para otros. ¿Es eso
posible? Yo creo que sí.
Mi
mayor dolor, lo que me humilla y avergüenza, me hace más humilde y
misericordioso con
los demás.
Cuando yo mismo he tocado la
fragilidad y la debilidad miro de otra forma a los que dejan ver sus
debilidades y falencias. Mi pecado puede ser una fuente de vida. Porque la
santidad no consiste en vivir sin pecado.
Leía el otro día: “Hemos
hecho del cristianismo la religión del tender al perfeccionismo moral,
confundiéndolo con la santidad, como si fuese la única condición para obtener
el amor de Dios y sus dones. Pero el único don que Dios podrá concederme no
será otro que a sí mismo o bien Amor, perdón y misericordia. Y todo esto podrá
dármelo sólo cuando yo me reconozca necesitado de amor, pecador y necesitado”[1].
Mi historia no es perfecta. No
estoy limpio de todo pecado. Si rebuscaran en mi pasado encontrarían algún lado
oscuro, algo indigno, algo sin mérito. ¿Ya no puedo ser santo? ¿Sólo la pureza
en toda mi historia me asegura recibir el amor de Dios? No. Jesús no fue así.
Él vino para hacer plena mi vida
allí donde estoy. Contando con mis talentos. Y haciendo de mis heridas una
fuente de esperanza para muchos. Dios hace sagrada mi historia utilizándome
como su instrumento.
Así lo explica el Padre
Kentenich: “En este momento en el que nos hallamos ante un nuevo
comienzo, reiteramos lo que solíamos repetir al comienzo de la historia de
nuestra Familia: – Tú eres la que lleva a cabo las obras más grandes valiéndote
siempre de los más pequeños. Así fue siempre en la historia, así será hoy entre
nosotros”[2].
Miro mi historia, miro este año
que ha concluido. Un año más en mi historia sagrada. Me fijo
no tanto en lo que salió mal, sino en lo que Dios ha hecho con mis errores y
caídas. Lo medito todo en mi corazón como hacía María: “María
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.
Quiero aprender a leer entre
líneas, a partir de mis renglones torcidos. Dios construye conmigo. Hace cosas
grandes con instrumentos pequeños.
Mi historia sagrada merece la
pena. Por eso me detengo y agradezco. Miro con un corazón de niño todo lo
vivido.
Doy
gracias por lo bueno y por lo malo. No quiero cambiar nada. Quiero aceptarlo todo como un don, como una gracia,
aunque haya sufrido al vivirlo.
Le entrego el sufrimiento a
Dios. Es la semilla. Es lo que toma en sus manos con alegría. Toda mi vida
llena de fragilidad. Pero fecunda porque Él la hace fecunda.
Un año completo lleno de frases
perfectas y muchos renglones torcidos. Lleno de logros y de fracasos. De
momentos de plenitud y hondos valles de tristezas. Dibujos a medio acabar. Y
algunas pequeñas obras de arte.
Pérdidas que me duelen en el
alma. Ausencias que marcan un antes y un después. Todo es valioso, todo cuenta.
Lo que pensé que Dios me pedía.
Lo que hice sin preguntarle a Dios. Lo que me duele en lo profundo. Lo que
alegra mi corazón de niño. Todo importa, todo cuenta.
Le doy gracias a Dios por cada
momento. Mi pasado descansa en su misericordia. Un año más de vida, un año más
de ser hijo.
He
caminado de su mano con el corazón lleno de paz y alegría. Eso es lo que
cuenta. Eso es lo que entrego.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia