Me duele el
alma al pensar que se cierra un nuevo tiempo navideño. Guardo mi Belén con
tristeza en el alma
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Roger Mommaerts | CC BY SA 2.0 |
Guardo a José,
a María, al Niño. Guardo los pastores, los reyes, el castillo de Herodes.
Envuelvo las figuras recordando los días pasados, con algo de nostalgia.
Me duele cerrar
esta etapa del año llena de colores, de ilusión, de sueños. Llena de encuentros familiares, de abrazos y regalos. Esta navidad de oración, descanso y
silencio. Comidas y risas.
¿Cómo he aprovechado
estos días santos? ¿Ha cambiado algo dentro de mi alma?
Me gustaría
quizás haber descansado más. Haber perdonado a los que me irritan. Haber
abrazado más a los que me cuestan. Haber hecho regalos más personales y con más
sentido.
Me gustaría
haber sentido un abrazo íntimo de Dios. Haber tocado en su carne el dolor de mi
carne. Haber sentido el bálsamo de su presencia.
Puedo mirar
estos días y pensar que han sido flojos, que no he estado a la altura. ¿Qué
me dejan estos días navideños?
El otro día leía
una reflexión sobre Navidad que me dio qué pensar: “Del misterio de la
Navidad, yo al menos, no espero una repentina desaparición de las penas
presentes. Lo que sí espero es que el Niño Dios venga a estar con nosotros en
estas dificultades actuales, que la Virgen nos lo preste para tenerlo en los
brazos y en el corazón un rato. Sí espero que nos venga a consolar con su
sonrisa, y que nos endulce el pensamiento y los afectos como a los pastores. Lo
que yo sé es que la Navidad, cada año, es un milagro en el cual un indefenso
niño despierta en mí los mejores y más bellos sentimientos, derramando una ola
de consuelo y cariño que hace que los sucios pesebres se transformen en hogares
encantadores”.
Me gusta esa
mirada de luz sobre la Navidad. Sobre ese niño pequeño y frágil que apenas
sonríe entre mis manos.
Una encarnación
que transforme mi vida. Pero no eliminando todo lo que en ella hay de dolor y
sinsabores. Jesús no me baja de mi cruz. Él sube a ella.
Me gustaría, lo
reconozco, empezar de cero. Sin dolores, sin cruces, sin
pérdidas. Me gustaría encontrarme con una nueva oportunidad en la que se me
perdonaran todas las deudas.
Un nuevo inicio
en el que todos los jugadores pudieran comenzar el juego de su vida. Los
presentes y los ya ausentes. Como si nada hubiera pasado.
Pero no es así.
La encarnación no sucede de esta forma. Los pastores siguen siendo pastores
después de adorar al Niño. Y los reyes regresan a sus vidas por otro
camino. Todo vuelve a ser como antes de la estrella.
Y José y María
siguen cuidando sus vidas y la de ese niño y huyen a Egipto con temor. Todo
parece igual que antes. Nada ha cambiado en apariencia.
Pero no es
así. En realidad, todo ha cambiado de una forma sutil. Tal vez
muchos ojos no supieron comprender que era sólo el inicio de algo grande.
No vieron a
Dios en la carne de un niño, en la pobreza, en el olor a establo. No
creyeron que su salvación estaba tan cerca. No alzaron la mirada
conmovidos.
Se podría decir
que la primera Navidad fue como el efecto del aleteo de una mariposa. El
nacimiento de Jesús apenas produjo una brisa casi imperceptible.
Fue la decisión
de María en el silencio de Nazaret. Fue su sí valiente y profundo. Fue un niño
que era Dios, pero en apariencia era un niño más.
Fue un acto de
amor entre un hombre y una mujer valientes, pobres y frágiles. Convencidos de
que Dios los había mirado con misericordia.
Fue una ciudad
pequeña llena de gente por culpa del censo. Fue un establo humilde porque no
había posada para más peregrinos.
Fue la sorpresa
de unos magos de Oriente que seguían una estrella. Fue la fe de unos pastores
que cuidaban en la noche sus rebaños. Fue el paso fugaz de una estrella que lo
llenó todo de esperanza. Esa misma estrella que ha pasado por mi vida llenándola
de luz.
La Biblia
invita: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre
del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado”.
Me postro
delante del Belén por última vez. Llego al
lugar en el que Dios se hace grande y yo pequeño. Me conmueve el silencio de la
gruta en Belén. La paz de una ciudad amurallada.
Parece que nada
cambia en la apariencia de un mundo que vive con tantas prisas. No hay tiempo para detener los pasos.
Pero basta el
aleteo de una mariposa. Bastan un leve movimiento, un susurro, una
palabra. Con eso basta para que cambie el mundo. Porque las cosas
grandes en la historia tienen comienzos sutiles.
Una idea, un
sueño, una palabra, un gesto, un abrazo, un deseo, un sí. Todo comienza en lo
más hondo del corazón. Allí donde nadie tiene derecho a entrar e imponer sus
normas. Allí donde se juega la libertad de cada uno.
De mí depende.
Lo tengo claro. La Navidad depende de mí. No del gobierno que
construya belenes bonitos en la ciudad. No depende de mi entorno que me
facilite adorar a Dios. No depende de la fe de mi propia familia.
Depende de mí.
De mi sí. Del aleteo de una mariposa que sucede en mi corazón. Algo
insignificante. Nadie lo percibe. Pero mi sí, mi decisión más íntima,
acaba cambiando el mundo. Transforma los corazones. Logra que sucedan cosas
impensables. Una sola decisión lo transforma todo.
Esto me
recuerda una película, Regreso al futuro. En ella el protagonista
quería volver al pasado en una máquina del tiempo para cambiar las cosas. Al
cambiar un pequeño detalle, todo cambiaba en el futuro. Parecía algo
insignificante. No tenía que haber alterado tantas cosas. Pero sí. Todo
cambiaba de golpe por un leve movimiento. Un cambio casi intrascendente.
Al pensar en la
Navidad pienso en el valor de mis decisiones, de mis gestos, de mis
perdones, de mis abrazos. Pienso en el valor de todo lo que
hago. Parece insignificante. Pero yo sé que estoy cambiando el mundo.
No cargo con
una simple piedra al actuar, al amar, al creer. Al hacerlo estoy construyendo
catedrales.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente: Aleteia