Cómo
acoger con ternura y generosidad al que me exige más por no ser independiente,
por necesitar mi tiempo, mi amor, mi vida
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Hoy se habla mucho de aceptar a todos. De
la inclusión. Pero no siempre lo hago. Excluyo al diferente. Dejo de lado al que
me causa problemas con su existencia.
Ya sea antes
de nacer. Ya sea al final de su vida. Porque no es alguien digno para seguir
viviendo. ¿Quién decide quién es digno? No lo sé. Temo
convertirme en juez, en Dios.
El otro día
escuché conmovido las palabras de Jesús Vidal. Este actor de cine recibió el
premio Goya por su actuación en la película Campeones.
Al comenzar a
hablar le dijo al jurado: “¡Ustedes han distinguido a una persona con
discapacidad, ustedes no saben lo que han hecho! Se me vienen a la mente tres
palabras: inclusión, diversidad y visibilidad”.
Una persona con discapacidad. O mejor
dicho, una persona con diferentes capacidades. El testimonio de Jesús me
conmovió. Su dignidad le viene por ser hijo de Dios. Tan digno como yo.
Pero a menudo me
fijo en ciertas capacidades. Y desprecio otras. Me fijo en el
que habla bien. En el inteligente que sabe resolver problemas imposibles. En el
que tiene don de gentes y cautiva con su carisma.
Me fijo en el
hábil, en el que sabe relacionarse, en el que tiene éxito laboral o en el
deporte. En el que tiene una familia armónica. En el que posee dinero y éxitos.
Me parecen más dignas ciertas capacidades. Y más indignas otras.
No quiero que
nadie pierda su dignidad. Todos la tienen. Por eso las palabras inclusión,
diversidad y visibilidad me parecen tan válidas.
Tengo que
incluir a los diferentes. Aceptar a los débiles. Reconocer a los que no ganan
premios Goya y tienen otras capacidades diferentes a las que yo admiro. Acoger
con ternura y generosidad al que me exige más por no ser independiente, por
necesitar mi tiempo, mi amor, mi vida.
Me conmueven
las palabras finales de Jesús Vidal. Acabó diciendo, dirigiéndose a sus padres: “Queridos
padres, a mí sí me gustaría tener un hijo como yo, porque tengo unos padres
como vosotros”.
Él ha
llegado a ser lo que hoy es porque sus padres lo amaron y lo hicieron sentirse
querido. El amor recibido lo capacitó para muchas más
cosas.
¿Yo estoy
dispuesto a tener un hijo como él? No un hijo ganador de
un Goya. Un hijo que no es como los demás. Que tiene otras capacidades. Y no
tiene algunas que el mundo valora de forma exagerada.
¿Estaría dispuesto a renunciar a muchas
cosas por amar y cuidar a un hijo así?
A veces se me
llena la boca de palabras que suenan grandilocuentes e importantes. Dignidad, inclusión,
visibilidad.
Y luego no veo
al que me incomoda, al que me quita libertad, al que me exige porque
necesita más que nadie mi amor y compañía, mi tiempo y mi cuidado.
Digo palabras
bonitas, pero luego cuando me toca a mí tener que incluir, que ver, que
aceptar, que acoger, me excuso. Yo no puedo.
Lo veo bien
en general, en la teoría. Pero cuando me muerde la vida renuncio a
mis creencias, a mis principios fundamentales.
Tal vez en mi
corazón no todos tienen la misma dignidad. Algunos no son tan dignos. Unos
menos que otros. Algunos merecen vivir. Otros quizás no
tanto.
La dignidad me la da Dios. Yo no hago digno
a nadie. Mi dignidad
la quiero conservar siempre. Pero mirando la vida desde mis discapacidades.
No sé amar
bien. No sé vivir de forma correcta. Tengo mi historia herida llena de
debilidades y pecados. Y sigo siendo digno. Porque me han amado.
Dios me ha
mirado como a su hijo querido y me ha amado. No quiero que mi amor propio me
lleve a reivindicar continuamente un lugar especial en la vida. No quiero caer
en el orgullo, en la vanidad que no acepta correcciones ni sugerencias.
Valgo mucho porque Dios me ama como soy.
Pero no valgo más que otros.
No me comparo. No soy mejor que ninguno.
Pablo se
siente un aborto. No fue elegido por Jesús en la tierra. Fue llamado cuando su
vida no era ejemplar, cuando su celo por Dios le llevaba a perseguir a los
cristianos. Pero ni en ese momento perdió la dignidad. Dios se la devolvió.
Quiero mirar
mi vida como Pablo. Con alegría, con gratitud. No tengo derecho a nada. No soy
mejor que nadie.
Miro a tantas
personas a las que la sociedad excluye con frecuencia. O condena porque no son
valiosas y no aportan tanto. En su vejez, en su enfermedad, en sus
discapacidades o capacidades diferentes.
Todos son
campeones, como viene a decir la película que ha ganado el Goya. Sí, campeones
en la vida en lo que de verdad importa.
La forma de
mirar, de amar, de aceptar a los demás. La forma de acoger al diferente. Al que
no piensa como yo. Todos tienen su dignidad. Quiero respetarla siempre, con palabras,
con silencios, con gestos.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia