Llegas a ella y descansas porque antes que cualquier juicio
encuentras una mirada misericordiosa
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¿En quién o en qué suelo poner mi
confianza? Confío en que las cosas van a salir bien. Mi agenda y mis planes.
Confío en mis fuerzas, en mi salud, en mí mismo haciendo obras grandes.
Me cuesta
quizás más confiar en Dios:
“Dichoso el hombre que ha puesto su
confianza en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los
cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche”.
Donde tengo mi corazón es donde encuentro
la alegría, o la tristeza, depende de cómo vayan las cosas. Si mi gozo está en mis planes humanos, en
mis sueños de grandeza, estaré triste cuando no resulten.
Comenta el
padre José Kentenich: “La humildad se nutre de una sana
desconfianza en las propias fuerzas y la confianza en las fuerzas divinas”[1].
Desconfiar de
mis fuerzas, de mis capacidades. No es tan sencillo cuando al mismo tiempo me
dicen que lo sano es confiar en las fuerzas que hay en mí, en las
potencialidades de mi alma.
¿En qué
quedamos? Por un lado, tengo que confiar en mí, para no tener baja
autoestima y andar por la vida mendigando atenciones y cariño. Por otro lado,
necesito una sana desconfianza de mí mismo. ¿Dónde está el
justo equilibrio?
Sé que tengo
que ser de fiar, una persona confiable. Alguien como una roca en medio del mar
revuelto. Un oasis en el desierto para los que tienen sed. Un vergel en medio
de la sequedad de la vida. Un paraje lleno de paz allí donde abunde la guerra.
Alguien digno de confianza.
Y encuentro
que son
blandos mi querer y mi voluntad. Y lo que ayer parecía una
decisión firme hoy tiembla al tomarla entre mis manos.
Quiero que confíen en mí y no hago nada por
ser roca firme. No educo mi voluntad ni mis afectos. No sé muy bien lo que está
bien y lo que está mal.
Todo depende del rumbo que tomen los acontecimientos.
¿En quién
confío? Miro mi corazón y veo que confía en algunas personas. Sé lo que piensan
y sienten. Sé lo que dicen de mí, estando yo presente o ausente. Son de una
pieza. No se dejan seducir por palabras vanas. Me dan confianza.
Pero luego
desconfío de algunas personas que recorren mi camino. Quiero confiar. Pero me
fallan. Una y otra vez hablan mal de mí a mis espaldas. No me dicen todo lo que
piensan. Quieren ser veraces, pero ocultan su verdad.
No sé lo que
piensan porque cambian de idea cada día, cada hora. Son como las aguas de un
río que cambian continuamente en el curso de la vida. Se ocultan entre las
nubes. Y su palabra no siempre es fiable.
Miro los dos
extremos. ¿A quién me parezco yo? No sé si soy digno de confianza.
Me parece una afirmación tan llena de valor. Una persona en la que se puede
confiar pase lo que pase. Cuando cambien las circunstancias. Cuando surjan los
problemas de la vida.
Necesito
tener personas en las que confiar, porque con su
solidez me hablan de un Dios misericordioso que ha puesto su mirada en mí.
Su forma de
acoger mi fragilidad refleja el abrazo de Jesús en medio de mi camino. Me
sostienen brazos humanos que prolongan la luz de Dios. El rasgo que define a
Jesús es la misericordia.
Comenta el
papa Francisco: “Lo que movía a Jesús en todas las
circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los
interlocutores y respondía a sus necesidades más reales”.
Jesús es
misericordia. Confío y creo en quien es para mí reflejo de esa misma
misericordia. Y yo estoy llamado a ser misericordioso. Sólo
entonces seré digno de confianza.
Podrán llegar a mí y descansar porque antes
que cualquier juicio hallarán en mí una mirada misericordiosa.
Encontrarán acogida
y respeto. Sabrán que los quiero por lo que son, pasando por
alto sus caídas y errores.
Pero a
veces me pesa mi lenguaje no verbal. Hablo con gestos, con
miradas, con expresiones que no controlo.
Es como si dentro de mí habitara un juez
iracundo que no
cree en la misericordia y salta lleno de rabia al ver cualquier acto
incorrecto. Entonces mi corazón tiembla.
Al descubrir
en los demás gestos que no comparto y actitudes que no veo bien, dejo de lado
mi misericordia. ¿No pueden entonces confiar en mí?
Antepongo la
justicia a la misericordia. Condeno sin abrazar. Como si mi abrazo
significara connivencia con el pecado, aceptación de todos los
errores.
Quiero ser
digno de confianza. Quiero ser hogar para el que necesita
tierra donde echar raíces. Ser aceptado antes que escuchar el juicio.
Quiero confiar en las personas que me
muestran el rostro de Dios. Que me miran con sus ojos. Un lugar seguro en el
que dejar el alma.
Necesito confiar más en Dios en medio de mi vida. Que mis raíces
se hundan en su corazón de Padre. Sólo así podré caminar seguro.
¿En quién
tengo puesta mi confianza? Sólo en Dios descanso tranquilo. Él me mira con ojos
de misericordia. Me acoge, me abraza.
A veces puedo
ser más duro yo que Dios. Más severo. Más estricto. No
conozco su amor. Es como si sólo amara sus normas.
No reflejo su
rostro, sólo su deseo de cumplir sus normas. Esas normas que me darán la
felicidad. Quiero creer en un Dios que conoce mi debilidad y me abraza en
mis caídas.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia