Para poder acoger plenamente al tú debo disponerme
interiormente para un amor que soporta y sobrelleva
El amor inmaduro, primitivo y egoísta está
muy presente en mi corazón. Pienso en mí. Actúo de acuerdo con lo que deseo.
Quiero poseer, retener, decidir.
¿Es el amor
que he recibido el que me ha hecho amar así? Ya no lo sé. Puede que sí. O puede
que esté en mí desde el comienzo ese deseo egoísta de poseer lo que deseo.
Un amor herido, un amor enfermo, un amor
infantil, de niño
egoísta y malcriado. Un amor que lo espera todo de todos, pero sólo da a
cuentagotas.
Un amor que
sueña con la eternidad mientras teje días fugaces. Un amor esquivo y
superficial. Un amor que olvida y teme hacerse responsable.
Un amor que
se justifica y critica al que no ama bien. Un amor que se apasiona y huye al
mismo tiempo.
Mi amor es de extremos. De declaraciones valientes y actos cobardes.
De abrazos que hablan de un sí para siempre, y saludos torpes para cambiar de
rumbo. Un amor que lleva cuentas del mal que recibe. Y del bien que ha hecho.
Quisiera aprender a amar con un amor
distinto. Quizás
tendría que volver a nacer de nuevo. Me parece imposible.
En mi carne
ya arrugada veo las estrías del desgaste. Las canas del tiempo invertido. Y el
hueco profundo de un vacío que sueña ser colmado.
Mi amor de hombre herido clama a Dios por
un amor más grande. Y
le suplica exánime que sea Él quien en mí ame. De otra forma no lo veo posible.
Espero el don
de una gracia que ensanche mi corazón y lo haga blando, tierno, misericordioso.
Lo veo tan endurecido por los caminos empolvados…
Sueño con el
amor que no tengo mientras sigo amando a duras penas rostros
que pasan. Queriendo anclarme en las almas. Queriendo servir la vida. Y
queriendo dejar de lado mi amor propio. No lo consigo.
Me gusta el
amor del que me habla el padre José Kentenich: “Para poder acoger plenamente al tú debo
disponerme interiormente para un amor que soporta y sobrelleva. El tú también debe soportarme. Es el amor
que apoya en momentos difíciles, que es solidario, capaz de perdonar, de tomar
iniciativas de amor”[1].
Un amor así
es un don que no puedo dejar de suplicar cada mañana cuando contemplo atónito
los pasos dados en falso, habiendo herido a otros.
Vivo un amor
infantil contra el que lucho. No quiero amar así, quiero amar con un amor
sacrificado. Quiero aprender a renunciar para que el
otro sea más. Más pleno. Más libre.
Sueño con un
amor acrisolado en las pruebas a las que me somete la vida. Un amor capaz de
poner siempre al tú antes que al propio yo egoísta. Renunciando a mis deseos.
Aceptando los límites.
Dios me ha
regalado la vocación de amar para la eternidad, sin pausa, sin miedo. Aspiro a
vivir un amor que sueña con ser eterno y se desgasta en días de invierno. Un
amor que quiere crecer en la entrega diaria, en el sacrificio, en la renuncia,
sin quejas, sin condenas.
Quiero aprender a amar desde la cruz de Cristo, donde crece el amor que yo
entrego. Sólo cuando pongo al tú por delante de mis intereses particulares y
mis egoísmos logro que el amor se haga más grande.
Cuando me
preocupo por el otro y sus necesidades, abriendo mi mirada. Sólo así el amor se
convierte en un servicio desinteresado y alegre a la
vida que se me confía.
¡Qué lejos
estoy de amar como Dios ama! Leía el otro día: “Amar consiste en recibir sin defensa al
otro que viene con la certeza de ser acogido por él sin ser juzgado condenado
ni comparado. Es una victoria de la debilidad. Amor sin límites”[2].
Un amor que
acoja y comprenda. Un amor que sepa renunciar en detalles pequeños. Un amor que
admire y sostenga a la persona amada. Un amor así me parece imposible. Cuando
vivo contando lo que recibo y volviéndome remiso en la entrega de mi vida.
El amor de
Dios es ágape, caridad, un amor que desciende y se abaja para ponerse a mi
altura. Así quiero amar yo. Descendiendo de mi orgullo, de las murallas que
guardan mi alma, de mi vanidad engreída. Abajándome para darme desde el polvo a
quien me espera.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






