¡Déjate perdonar!
Jesús me pide que perdone, que tenga
misericordia: “No condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis
perdonados. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no
seréis juzgados”.
Él es siempre
misericordioso conmigo: “El Señor es compasivo y misericordioso. Él
perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de
la fosa y te colma de gracia y de ternura”.
Me perdona en mis culpas. Me levanta cuando
he caído. Me mira conmovido. Me salva. Ve en mí una belleza pulcra e inmaculada, allí donde yo sólo
veo suciedad despreciable.
¿Cómo lo hace
Dios para ver lo bueno que hay en mí? ¿Cómo consigue comprender mi debilidad y
amar mi pobreza?
Me cuesta
sentir siempre su perdón. Decía el padre José Kentenich: “Cuando
nos confesamos, ¿cuántas veces nos viene a la mente el pensamiento de si se nos
han perdonado efectivamente nuestros pecados? ¿Por qué? Quizás sea una
inseguridad pasajera; pero cuando una persona religiosa se estanca en esa
inseguridad, si confiesa una y otra vez lo mismo, ¿no será quizás porque en el
fondo está convencida de que la faceta divina de la ley fundamental del mundo es
la justicia, o bien, el temor?”[1].
La mirada de Dios es una
mirada misericordiosa que me salva. Su perdón me convierte en misericordioso.
Necesito
experimentar el amor humano para comprender el amor de Dios. El vínculo humano,
el puente de carne, el perdón de los hombres.
Es el amor humano el que me lleva a tocar
el amor de Dios. El
amor que me perdona cuando he hecho daño y ofendido.
El perdón es
mi salvación. Me perdonan y yo me hago capaz para el perdón. La misericordia
que recibo me lleva a perdonar la ofensa que me han causado.
¿Hay heridas que nunca sanan?
Hay dolores muy profundos que no dejan de
doler. A menudo me siento incapaz de perdonar al que me ha hecho daño. Guardo
un rencor muy hondo, dentro de la piel.
Busco un
remedio que me sane por dentro. Para poder perdonar. Porque perdonando me
libero, me salvo. Me vuelvo niño inocente, virgen, sano, puro. Y entonces
vuelvo a comenzar mi vida. Desde el perdón dado.
¿Cómo lo
logro cuando duele tanto la herida? No es tan sencillo. Las palabras no bastan.
El deseo no es suficiente.
Puedo
escribir mi anhelo. Sé que el papel lo aguanta todo. Pero luego el
perdón profundo que doy no siempre es sincero. Necesito que lo haga Dios en mí.
Mi sola voluntad no basta.
Quiero, eso
sí, querer perdonar. Quiero dar el perdón que se me resiste en las manos, en la
voz. Quiero mirar al otro y decirle en el silencio de mi alma que le perdono.
Él no lo
sabrá porque no es importante que lo sepa. Mi perdón me libera a mí.
El otro puede no ser consciente de la ofensa. No tengo que expresarle mi
perdón.
Soy yo el que
se encadena en el rencor y no duerme lleno de odio, de rabia, de dolor. Mi
perdón me calma por dentro.
Para poder perdonar necesito perdonar mis
propias culpas, mis
errores, mis debilidades. Decía el papa Francisco: “Para poder perdonar necesitamos pasar por
la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas
veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han
llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos
guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las
relaciones interpersonales”[2].
El perdón
recibido me ayuda a perdonarme. Y sólo desde el perdón a mí mismo puedo
perdonar a los que me han hecho daño. Es el camino sanador. El perdón que
recibo, el perdón que me doy a mí mismo, el perdón que doy a otros al
perdonarlos en sus culpas.
El perdón me
llena de paz y de luz. Me vuelvo hijo sanado en mi herida. Es menor el dolor.
Se calman mis ansias y rencores. Desaparece el odio al ser reemplazado por
el amor misericordioso.
Es lo que deseo. Se lo pido a Dios.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia