Me he acostumbrado a los criterios del mundo, tengo
que pagar para obtener lo que quiero, pero...
Tiene la Cuaresma más de gratuidad y menos
de deberes. Más que el pago por lo que hago la Cuaresma es un amor que se
entrega y sólo espera recibir amor como don.
No lo
consigo. Espero que me paguen por mi vida entregada. Quiero
que me agradezcan por todo lo que hago. La palabra don se me
olvida.
A cambio me
lleno de derechos. No recuerdo quizás que en mi vida casi todo es gratis.
Tengo la vida como don, no como derecho. Recibo y vivo con alegría sin
esforzarme por ello.
Leía el otro
día: “Pobreza
espiritual es volverse hacia Dios para recibir sin medida y hacia los demás
para dar sin llevar la cuenta. Recibirlo todo gratuitamente y darlo todo
gratuitamente”[1].
Quiero ser pobre para valorar todo como don. Pobre
para poder llenarme estando vacío. Pobre para que no me sienta con derecho a
poseer, a tener, a recibir nada. Pobre al ser consciente de que todo en mi
historia sagrada es gratuidad.
Quiero ser pobre que vive agradeciendo. ¡Cuánto me cuesta agradecer y darme
cuenta de que todo lo que tengo es don!
Se me llena
la boca clamando por mis derechos. Me creo que es
justo recibir lo que recibo. Pero luego me guardo y no doy. No siento que tenga
la obligación. No debo nada a nadie. No entiendo la gratuidad.
He recibido dones que se convierten en
tarea en mi
vida. Y recibo el pago por ellos. Mi carrera profesional, mis logros en la
vida, mis talentos, son pagados.
Incluso me
llegan a pagar por publicar mi vida en las redes sociales. Se paga todo. Y yo
exijo el pago. Y no doy mi don cuando no me pagan por ello. No acabo de
entender la gratuidad.
Me creo con
derecho a recibir siempre por dar lo que es mío. Se me olvida que a la vez es
un don que un día me hicieron. Mis talentos, mis conocimientos, mis
capacidades. Todo es don al servicio del hombre que necesita mi don.
Y yo lo
vendo, lo alquilo, me sirvo de lo que he recibido gratis. No acabo de entender
la gratuidad. Ni el sentido profundo de ser pobre de espíritu.
“La pobreza espiritual es la libertad de
recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente. No estar centrado en
sí mismo, sino solo en Dios”[2].
Cuando estoy centrado en mí mismo me vuelvo
exigente. Nada está en orden ni en paz. Alguien me debe algo. Tengo derecho a más de lo que recibo.
Quiero seguir
a Jesús, pero demando recibir el ciento por uno. Que me den más de lo que he ofrecido.
Tengo derecho. Mis derechos van por delante. Exijo que me paguen. Y me vuelvo
avaricioso.
A veces el que más tiene es el que más
acumula. Es pobreza en el fondo.
Pero de esa pobreza que enferma el alma.
Yo quiero la
pobreza del que sólo tiene para dar. Del que no retiene lo que posee, temiendo
momentos malos en el futuro. Del que se desgarra amando y sirviendo. Del que no
vive con miedo a quedarse vacío.
Esas personas
me sorprenden. Es como si tuvieran agujeros en las manos. Donde ven una
necesidad actúan. No esperan recibir nada a cambio. Ni siquiera las gracias.
Seguro que es así como se cambia el mundo.
Pero me
cuesta vivir de esa manera. Con esa libertad interior. Con esa pureza en la
mirada. Con esa paz en el alma. Me gustaría vivir la Cuaresma como un camino de
desprendimiento de mis derechos y exigencias.
Leía el otro
día: “La
pobreza implica el desprendimiento y la separación de todo lo que es superfluo
y constituye un obstáculo para el crecimiento de la vida interior. Si queremos
entrar en Dios tenemos que ser pobres. No
hay mayor pobre que Dios que vive solamente en el amor. En la pobreza somos
totalmente dependiente del otro”[3].
Jesús me
enseña el camino de la gratuidad. Se da por
entero. No se guarda nada para Él. No piensa en su bienestar, ni en su salud.
No calcula su tiempo. No mide sus derechos.
Es
desprendido de todo mientras camina hacia la cruz. En el desierto anticipa lo
que luego será su vida amando hasta el extremo. No tiene donde reposar la
cabeza.
Y su entrega
gratuita no es comprendida ni aceptada. No lo siguen por lo que Él es sino por
lo que da a los que no tienen. ¡Qué pobreza tan grande!
Se vacía por amor y a veces recibe a cambio
desprecio, odio, indiferencia.
Quiere enseñarme a amar como Él ama y yo me resisto, porque quiero ser poderoso
y recibir mucho a cambio de poco.
Me he acostumbrado a los criterios del
mundo. Tengo que pagar para obtener lo que quiero. Y me tienen que pagar si quieren recibir lo
que yo poseo.
Es la paradoja del cristianismo. Me vacío
para llenarme. Me
doy para encontrarle sentido a mi vida. Así de sencillo. Así de difícil.
Me cuesta
vivir con gratuidad. Sin llevar cuentas del mal que recibo. Sin exigir recibir
por cada gota de amor que entrego.
Le pido a
Dios en esta Cuaresma aprender a ser más pobre, más libre, más de
Dios. Más como ese niño que lo recibe todo con ojos alegres y
sorprendidos.
No quiero
atesorar bienes en la tierra sino en el cielo. No quiero guardar para mí cuando
muchos a mi lado pasan miserias. No quiero vivir seguro en los bienes que me
sostienen.
Me grabo en
el alma la palabra gratuidad. Todo es don. Lo que recibo. Lo que doy. No tengo
derecho a nada en la vida. Todo es misericordia. Si lo entendiera así sería mucho más feliz,
sería más niño, sería más libre.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia






