No es dinero
ni salud, es algo mucho mejor...
Muchas veces me pregunto cómo será posible
la realización de la promesa que Dios me ha hecho.
A Abrahán le
prometió una descendencia, una intimidad con Él y una tierra nueva.
“Haré que tus descendientes sean muy numerosos;
de ti saldrán reyes y naciones. El pacto que hago contigo es que yo seré
siempre tu Dios y el Dios de ellos. A ti y a ellos os daré toda la tierra de
Canaán, donde ahora vives, como herencia permanente; y yo seré su Dios”
(Génesis 17,4).
Esta triple
promesa me la hace a mí también. Tengo tanta sed de plenitud… Me promete una
descendencia, me promete un hogar en el que echar mis raíces, me promete una
intimidad profunda con Él.
Y yo me empeño en querer saber cómo lo va a
hacer posible. Si es Dios tiene que poder hacerlo.
Abrahán no entiende cómo va a ser padre de una descendencia numerosa cuando su
mujer es estéril. Y luego no comprende por qué le pide que entregue a su hijo
en Moria, cuando es el hijo de la esperanza.
Moisés no
entiende cómo Dios lo envía a él a liberar a un pueblo que no le quiere. No
siente que sea de los suyos. Y además, ¿qué va a hacer él que no sabe hablar
para convencer a un faraón de dejarles escapar?
María cree en
la promesa de Dios, pero quiere saber cómo será eso si no conoce varón.
Siempre en mi camino puedo dudar del Dios
de mis promesas.
Puedo temer que no se realicen como yo espero.
Y por eso me
aferro al plan que yo creo más seguro. A la forma concreta como
creo que se realiza la promesa. Busco la solución viable, no la imposible. Tal
vez subestimo el poder de Dios.
Pienso en Pedro en los días de Pasión. Él
quería salvar a Jesús de la muerte. Porque ese era el único camino para que se
hiciera realidad la promesa. Si Jesús moría, todo estaba perdido. El reino en
la tierra.
“Simón Pedro le dijo: – Señor, ¿a dónde
vas? Jesús le respondió: – Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás
más tarde. Pedro replicó: – Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi
vida por ti. Jesús le contestó: – ¿Con que darás tu vida por mí? En verdad, en
verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces”
(Jn 13, 36).
Pedro ve una
única forma de realizar la promesa de Dios. Que Jesús viva. Quiere salvarlo.
Pero no está preparado. Confía sólo en sus fuerzas, en sus capacidades.
Me siento
como Pedro. Me adelanto hacia Jesús para decirle que estaré con Él, que no le
dejaré solo, que no tema.
Me olvido de
mis miedos y debilidades. Se me olvidan mis negaciones posibles. Soy débil. No
salvo a nadie.
No quiero aferrarme entonces a mi manera. No
quiero retener con fuerza mi deseo hecho realidad. Creo que mi
promesa de una tierra se concreta en el lugar en el que echo hoy mis raíces.
Quizás no
será así siempre. O creo que mi descendencia es la que tengo ahora, y no la que
Dios querrá darme. O esa intimidad que busco, puede que no sea como es ahora.
Necesito mirar como mira Dios. No como miran los hombres.
Me aferro a mis formas. Quiero que se haga el sueño de Dios, pero como
yo quiero, de la forma
como he pensado. Yo
quiero dar la vida por Jesús de acuerdo con mis fuerzas. Es lo importante.
Siento que se
reaviva en mí la promesa que Jesús me hizo un día. También a mí, como a
cualquiera, me dijo que Él iba a ser mi Dios en intimidad.
Me prometió
un hogar donde descansar mis días. Y me prometió una fecundidad infinita.
Yo creo en la
promesa. Pero me aferro a mis formas. No quiero perder nada de lo que poseo.
Lo defiendo con mi vida. Saco la espada. Me vuelvo violento. No quiero que la
promesa se pierda. Todo a mi manera.
Pero no es el
camino. Choco con mis límites: “Reconocer los límites no significa, pues,
penalizar el deseo, sino que constituye más bien la única manera posible de
concretarlo”[1].
Mis deseos
más hondos y verdaderos se corresponden con las promesas de Dios. Y se realizan
solamente a partir de mis límites humanos.
Desde allí
construye Dios. Cuenta con mi debilidad. Y realiza su promesa en mi interior.
Dentro de mi pobreza. Dios cuenta siempre con la realidad de mi
vida tal y como es ahora. Ahí vence siempre.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






