Un repaso rápido a lo que ocurre en los días más sagrados del año
Tiene la Semana Santa un halo de misterio.
Cada año repito los mismos ritos, las mismas lecturas, los mismos momentos
sagrados.
Es como si se detuviera de golpe
el tiempo y todo quedara sostenido en el aire mientras yo lo contemplo.
Jesús entrando en Jerusalén. Los
ramos de olivo pisados en el suelo, algunos mantos. Las palabras de Jesús en el
templo echando a los mercaderes.
El odio condensado en los ojos
de algunos fariseos. El miedo dibujado en la piel de algunos de sus discípulos.
El amor de Marta y María en
Betania. La cercanía de Lázaro. El huerto de los olivos y la oración elevada
como un himno de alabanza.
Silencios y gritos. Empujones y latigazos. Esa última cena en el Cenáculo. El
pan mojado en el plato de Jesús. ¿Seré yo, Maestro? Haz lo que tienes que
hacer. Judas es tentado. Traiciona con un beso. En la noche del huerto. Donde
no pudieron velar unas horas.
El sanedrín. La casa de Caifás.
Las calles abarrotadas. Jesús llevado con violencia. Condenado sin testigos.
Apresado en la oscuridad de la noche que todo lo esconde.
El grito callado de María al
saber la noticia. Jesús preso. No se defiende. No saca la espada. Pedro lo
sigue. Lo busca entre la gente. Lo reconocen y él niega.
Tres veces dice que no es de los
suyos, que no lo conoce. Y el gallo canta. Y esa mirada de misericordia
infinita. Y el silencio en lágrimas de Pedro que llora. Y la noche que ahoga el
último suspiro de Judas.
Y luego la cisterna, oscura y
húmeda. La última noche en la tierra. Allí donde su voz se ahoga.
¿Qué pensaría Jesús en lo más
hondo de la tierra? Lo ha entregado todo en un huerto de olivos. Allí donde iba
cada día a encontrarse con su Padre.
Ahora es aún más libre. El
hombre más libre del mundo. Anclado en el corazón de su Padre. Desprendido de todas
sus pretensiones y deseos. Libre para amar hasta el extremo.
Deja de caminar con libertad
justo cuando es más libre en su interior. Ha pronunciado su fiat entre
lágrimas, sudando sangre.
Duermen los discípulos que tanto
lo aman. Ahora en la cisterna recuerda sus caras. Escucha sus voces. Y le duele
tanto dejarlos huérfanos, solos…
Especialmente a Pedro en su
traición. Tres veces. Le duele su dolor. Esa culpa que se le clava en la sien
con la fuerza de las patas de un gallo. La amargura de no haber sido fiel. Él,
que iba a defenderlo hasta dar la vida.
Y luego la flagelación. Ecce
homo. Allí expuesto, desnudo, herido, humillado. No lo
prefieren a Él, quieren a otro. Como yo tantas veces que elijo otro camino.
Digo que no le conozco. O prefiero que liberen a otro, no a Jesús.
Ya no hay mantos en el suelo. Ni
ramos de olivo. Sólo gritos. Crucifícalo. Y el silencio inmenso de los que
tienen miedo.
¿Hay algo que duela más que el miedo?
El miedo paraliza mi alma. Me aprisiona en un gesto esquivo. Huyo de esa plaza.
No quiero ver a Jesús
ensangrentado. Me lavo las manos como Pilatos. Yo no lo estoy matando. Son
otros, los de siempre, los que odian, los que tienen ira.
Yo sólo tengo miedo. El miedo no
mata. Tampoco salva. Acompaño a la muchedumbre, escondido entre tantos rostros.
Jesús carga el madero. Cae una
vez. Dos veces. Un hombre es obligado a ayudarlo. No querría. Yo tampoco.
¿Exponerme? Podrían pensar que soy su amigo. Amigo de un condenado, de un
culpable. No quiero ser el Cireneo. Que lo sea otro.
María se acerca y le ayuda a
levantarse. Lo ama tanto… Se miran. ¡Qué silencio tan
hondo! ¡Qué amor tan profundo! Se miran un instante que dura horas. Son sólo
segundos.
Sigue caminando y una mujer
valiente le limpia el rostro. Su rostro verdadero. Verónica. Y luego sigue el
camino eterno. Tan duro bajo el madero.
¡Cómo no sentir el peso de
tantos pecados! Mis pecados pesan. La culpa pesa. Y el daño
causado que lacera el alma. Todo pesa.
El camino cuesta. Casi como si
no quisiera llegar a un final que conozco. Tres cruces. Dos ladrones. Y Jesús
en medio. ¡Cuánta injusticia!
Y yo me quejo cuando no son
justos conmigo. Cuando me crucifican con calumnias. O me abandonan
injustamente. Y me quejo. Y me duele.
Sin juicio Jesús en lo alto de
la cruz. ¿Cuánto duelen los clavos? No lo entiendo. Sólo ha hecho el bien. ¿Por
qué lo condenan?
Tanto
amor no cabe en el alma humana.
Desde allí perdona a los que son injustos, a los que no saben lo que hacen.
Yo acompaño el momento con
María, con Juan. Oigo sus palabras. Tengo sed. Tu madre, su hijo. ¿Por qué me
has abandonado? Perdónalos porque no saben lo que hacen. Esta noche estarás en
el paraíso. Todo está cumplido.
Expira ante mis ojos. Lloro por
dentro. ¡Cómo no hacerlo! Me conmueve su muerte. ¿Qué será de mí?
Miro a María con Jesús en sus
brazos. Tan Madre. Tan llena de Dios. Lloro con Ella. Será llevado a una tumba
vacía, virgen. Entre los ricos. Sellarán su puerta.
María Magdalena irá a ungirlo.
Las santas mujeres. El sábado habrá tanto silencio.
María calla. Lleva en su alma el
dolor más grande. Siete espadas. Siete dolores. Herida de muerte por la misma
muerte. Pero confía. Cree contra toda esperanza. ¿Cómo será posible?
Lo será. Dios lo puede todo.
Para Él nada hay imposible. No se desespera. El sábado del llanto y la espera.
Del silencio y la contemplación. De la vida y la muerte unidas en una espera
que salva.
Me adentro en esa noche santa.
Entre el fuego de una hoguera sagrada. Y el agua que salva. Y la historia de
salvación de Dios que se hizo hombre poniéndose a la altura de mis ojos.
Y yo contemplo estos días
sagrados en los que me encuentro. Tan lejos de Dios. Tan cerca al mismo tiempo.
Con miedo. Negando. Siendo perdonado.
El sepulcro vacío me llena de
luz. Sudarios caídos. Y un ángel. No temas, María. ¿Dónde lo han puesto?
Yo creo que esta vez sí podré
seguir sus pasos. Caminar con Él hasta el Calvario. Contemplar la muerte. Mirar
a la cara a la vida. Anhelar su amor, su agua, su abrazo. Quiero
que sea santa toda mi semana.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






