¿Cómo distinguir sus pasos cuando ahora nadie lo
señala para que yo me fije en Él? ¿Qué responder?
Tocar a Jesús en su tierra sagrada. Sentir sus
pasos en los míos por el polvo del camino. Su voz gritando en mi alma en medio
de la paz de un lago. Su silencio envolviendo mi silencio cuando las palabras
no brotan con facilidad.
Y el miedo
que siento a veces a estar callado. Quizás es un miedo a no oír. Miedo a no
obtener respuestas que es lo que siempre desea el corazón. Respuestas a
preguntas inciertas. Respuestas a dudas que tienen peso en el alma.
Quiero
caminar por esas calles que me hablan de Él. Aun siendo tan distintas a las que
Él pisó. Porque el tiempo puede cambiar la apariencia. Pero dentro sigue
respirando Dios en la tierra. Dios hecho hombre en una tierra concreta, en un
rostro concreto.
Un hombre
oculto entre muchos hombres. ¿Cómo distinguir sus pasos cuando ahora
nadie lo señala para que yo me fije en Él?
Me confundo a menudo con otros rostros, con
otras palabras, que no tienen vida eterna. Busco por calles enmarañadas el lugar
en el que la historia ha dejado su huella.
Pretendo oír
una palabra suspendida en el recuerdo. Grabada en una roca. Anhelo un encuentro
que cambie mi historia. Un milagro visible o invisible. Una noche sagrada llena
de silencios.
Transcurren los días en lo cotidiano. Es tal vez el milagro diario del amor
humano. Todo en el mismo contorno en el que Dios quiso hacerse hombre para
abrazarme a mí. Que soy hombre. Un hombre como Él. Yo con pecado.
Quiso Jesús
mostrarme sus huellas para que no tema dar pasos nuevos. Quiso surcar mis
mismos mares para que no tenga miedo de las tempestades. Y sea así capaz de
caminar sobre las aguas.
En la misma
madera de su barca teje mi vida para atarla a un mar inmenso, espejo del cielo.
En su misma barca hace de mi vida una historia con la suya.
Su presencia silenciosa me salva en medio
de un mar revuelto
o tranquilo. Un mar con viento violento o lleno de calma.
Hay voces
prendidas del viento de mis velas que me dicen que me ama. Voces que se elevan
sobre esas rocas antiguas, tal vez holladas por Jesús, un día, en esta tierra.
Voces en las que me dice que me necesita a mí, que me siento tan débil.
Necesita mi
sí. Justo ahora cuando no encuentro palabras. Desea mi sí oportuno, alegre y sencillo.
Mi sí dicho en un susurro o gritado por encima de las olas en un mar revuelto.
No importa. Un sí verdadero, hondo, sincero.
Tengo claro
que sólo
conoce el peso del sí aquel que lo pronuncia. Y los que sólo lo
ven desde fuera apenas pueden juzgar, opinar y sacar conclusiones, algunas
quizás falsas.
Pero nada
es tan verdadero como el eco del sí en el alma del que lo dice de rodillas,
humillado y herido.
Mi sí resuena
con fuerza en medio de la gruta donde María dijo su sí de niña. Mujer fuerte y
fiel. Verdadera, llena de Dios.
Brota la
nostalgia en mi alma ante ese sí alegre y profundo de María. ¿Cómo puedo yo
juzgar el sí de María siendo sólo un testigo lejano?
No juzgo
nada. Sólo doy gracias al cielo por su inocencia. Doy
gracias por su sí que es lo más grande que le
ocurrió a mi vida, al mundo.
Mi sí no es seguro como el de María. El mío busca seguros que me den
tranquilidad. Suelta el timón sólo unos segundos creyendo que es un abandono
para siempre.
Pero no
puedo. Me aferro a mi deseo sagrado golpeando los puños. Y vuelvo a coger con
fuerza el timón, queriendo ser dueño de mi barca, de mi mar, de mis tormentas.
Pongo sin
pretenderlo condiciones absurdas a mi sí dicho en voz alta. Deseo tal vez
endulzar su amargura. Ablandar su dureza. Para que sea más llevadera la
decisión tomada. Más fácil, más sencilla. Menos duras las lágrimas y las
renuncias.
Un sí que se
adentra con raíces profundas dentro de mi alma. Y brota como un surtidor de
agua viva. Es roca en mi alma. Y la roca duele.
Un sí que se
mezcla con mis peros, con mis dudas, con mis miedos, con mis resistencias. ¿Cómo
seré capaz de decir sí siempre? El corazón tiembla.
Duda. Desconfía.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia