No me seducen ya otras voces, no me dejo tentar por otros
cantos de sirena que prometen lo que no pueden darme
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El desierto y la sed. El lago y el torrente. El
alma anhela el cielo y se arrastra por la tierra. Como dice una canción: “Como
busca la cierva corrientes de agua, así mi corazón te busca a ti, Dios mío”.
Tengo sed en
el alma y busco fuentes que calmen la sed, corrientes de agua. Tengo
una sed profunda que nada logra saciar. Sed de un agua
pura que lo llene todo por dentro y calme mis ansias para siempre.
Quiero un mar dentro de mí. No fuera. Quiero un agua viva que
calme para siempre mi inquietud. Un pozo que no deje nunca de fluir dentro del
alma.
Y me adentro
en el desierto buscando corrientes de agua. Entre las rocas. Bajo un calor
asfixiante. Ese mismo desierto que recorrieron los pasos de Jesús. Tan cerca de
Jericó, tan cerca del río Jordán.
El desierto
me contempla lleno de ciervas que buscan corrientes de agua. Lleno de grutas
escondidas en la arena en las que el alma se enfrenta con la
soledad más fría, más dolorosa. Sintiendo el silencio pesado.
Caminando con la incertidumbre y el miedo.
Y siento una
sed que duele muy dentro. Es esa sed de un agua que pueda
calmar el fuego que calcina mis huesos. En medio de un desierto tan cerca del
río.
Es tan duro ese calor lleno de voces en medio de la arena. Unas
voces de Dios susurrando respuestas. Otras voces del demonio insinuando
tentaciones. Mi corazón duda de todo en el desierto.
Junto al río
sentía el calor del amor de Dios. La plenitud del Espíritu. La luz del sol y el
cielo abierto. El agua llenando mi pozo vacío, regando mi tierra reseca y
baldía.
En el río tenía menos miedo y más paz. Más alegría repentina. Más abrazos firmes.
Pero en el desierto duele la arena ardiente en el alma, en los pies. Y las
piedras arañan mi piel cansada.
Y me veo tan
solo en medio de los vientos que surcan la arena… ¿Cómo
puedo seguir las huellas de Jesús amando por los caminos cuando apenas distingo
sus pasos?
El camino
pasa junto a mí dejando a un lado el río y a otro lado el desierto.
Y asciende de Jericó a Jerusalén. O baja de Jerusalén a Jericó como ese hombre
que bajaba a Jericó y lo atracaron.
Y Jesús en su
parábola me explica quién ese prójimo al que tengo que amar. Y yo no lo
conozco, no sé bien quién es.
Porque asocio
mi prójimo a mi amigo cercano, al que me favorece, al que me agrada. Ese es
próximo a mi vida. Me hace bien.
Pero Jesús me
dice que mi prójimo es ese hombre tirado al borde del camino. Entre el
río y el desierto. Abandonado a su suerte. Despreciado por
todos. Con sed en el alma y en el cuerpo. Sin agua con las que limpiar sus
heridas y calmar sus ansias.
Un hombre
solo en medio de la tarde, o de la noche. Solo y desconocido. ¿Cómo va a ser
ese mi prójimo, cuando yo voy con prisa y no lo conozco? No forma parte de mi
vida. Como tampoco forman parte de mi camino tantos hombres solitarios que
cruzan mi tierra.
Yo paso de
largo porque pienso que son lejanos, que no están lo suficientemente cerca de
mis intereses.
Y mi
amor es escaso, no basta para mover mi misericordia. O
pienso que no es mi momento para tender una mano y perder el tiempo.
No quiero
complicarme la vida y tener que cambiar mi agenda. Y empezar así una aventura
de misericordia cuando estoy acostumbrado a pensar en mí, en mi vida, en mis
problemas, en mis próximos afables y cercanos. Los que no dan problemas.
Pienso en
todo lo que está más próximo a mi deseo. Y me olvido de los que siento lejanos.
No me incumben sus problemas. No me atan sus necesidades.
Sigo de largo
por el camino que baja a Jericó. O asciende a Jerusalén. No me detengo. Y mi
vida sigue siendo ese camino que recorro por esta tierra que discurre entre el
agua y la sed.
Entre el sol
y las sombras. Entre el mar en calma y la tempestad violenta. Así suele ser en
mi vida. No todo es paz. No todo es lucha.
Y en ese
camino incierto confío. Como siempre lo he hecho. Cuando tengo
sed confío en que Jesús calmará con su agua mi agonía.
Cuando me
sienta incapaz de calmar las aguas. Suplicaré que su voz siembre la paz en lo
más hondo.
Y no dejaré
de mirar a ambos lados de mi camino buscando sus huellas. Buscando prójimos a
los que amar y socorrer saliéndome de mi ruta, de mi plan marcado, de mis
planes.
No pierdo la esperanza de encontrar a mi
prójimo. Y en mi prójimo veré su rostro, el de Jesús. Es lo que importa para amar de verdad
como Jesús me ama.
Busco al
herido desde mi propia herida. Al sediento en medio de mi propia sed. Al que se
hunde estando yo hundiéndome en aguas revueltas. Es la actitud de mi corazón la que importa.
Es mi mirada la que de verdad cuenta.
Importa mi
capacidad de amar y entregarme. El amor que se hace entrega es el que vale.
Como el de Jesús perdonando en la cruz.
Es el amor
humano roto en lágrimas el que de verdad sana y purifica. El amor que carga con
el caído, con el herido, sin importar nada más.
Cuando me acerco al herido, se vuelve
próximo. Deja de
estar lejos. Me importa. Y entonces ya no cuentan ni el tiempo ni el esfuerzo.
El amor verdadero no mide, simplemente se
da. No lleva cuentas,
respeta. No espera, simplemente ama. Y lo da todo a cambio de nada.
Porque así es
Dios conmigo. Me ama con locura y sin esperar nada de mí. No busca que sea
perfecto. No quiere que lo haga todo bien. Quiere sólo la respuesta
tímida de mi amor pequeño. Por eso me lleva al desierto
para seducirme.
Oseas 2,16: “Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al
desierto y hablaré a su corazón. Y ella responderá como en los días de su
juventud”.
Así hace
Jesús con mi alma. Me conduce al desierto para renovar el amor de mi juventud.
Mi primer amor.
Y me adentra
a la vez en las aguas del río o en el mar revuelto para pedirme que confíe, que
no tema, que Él me ama como a su hijo predilecto.
Eso me basta para poder yo amar a los que
pone en mi camino.
Eso me basta para resistir en el desierto la sed y la soledad.
Por eso me
confortan las palabras del padre José Kentenich:
“La filialidad nos ayuda a desarrollar una
singular seguridad instintiva y una capacidad de acertar en lo correcto. Nos
permite identificar con asombrosa seguridad la voz del Padre del cielo de entre
millones de otras voces que nos interpelan tratando de seducirnos”[1].
En las aguas del Jordán he
aprendido a ser hijo. Reconociendo su voz entre muchas voces. Abrazándome
sutilmente a su cuerpo herido.
Dios me lleva a lo más profundo de mi alma.
En medio del desierto me seduce su voz. La reconozco. No quiero dudar que es Él
llamando a mi puerta para que abra. Una y otra vez
esperando ante mi puerta cerrada.
No me
seducen ya otras voces. No me dejo tentar por otros cantos de sirena que
prometen lo que no pueden darme.
Creo en la voz del Padre, del pastor de
ovejas, del amante herido. Esa voz que me alza por encima de mis miedos y
vértigos. Me saca de mi postración. Me lleva junto a su corazón herido.
Y allí me sostiene hundiéndome una y otra
vez en las aguas de su misericordia. Y calma mi sed cuando vago perdido por las
arenas del desierto.
Dios me ha conducido hasta allí para
seducirme. Es su mirada la que me traspasa. Su amor verdadero que toma en sus
brazos mi cuerpo herido, mi alma llagada, para sanarme.
Es Él
el que viene hasta mí. Reconozco sus pasos y su voz. Y su vida
se convierte en paz en medio de mi camino. Y siento menos sed, y tengo menos
miedo. Y confío en que Él es capaz de cambiar mi corazón y ensanchar
mi mirada.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia