Estoy llamado a unir, a hacer familia, a ser hogar con mi presencia...
![]() |
Tiziana Fabi | AFP |
Mirar a la
Trinidad es mirar a Dios hecho historia. Una historia de amor. Un amor profundo
entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que quiere compartirse con el
hombre.
Un amor que se
hace historia en medio de la propia vida del hombre. El amor del Padre se
encarna en Jesús. Ese amor misericordioso que siempre espera se hace carne, se
hace voz, ojos profundos, manos que sanan y bendicen.
Dios Padre
recorre en Jesús la tierra con sus pies descalzos, sanando heridas. Se me regala su amor para que yo aprenda a amar.
Un amor que
abraza, que se pone a mi altura, que se humilla, que sirve. Un amor pobre que
sólo espera ser correspondido un día.
Acercarme al
misterio de la Trinidad es posible por manos de María. Ella me acerca a su Hijo y a través de Él al Padre y al Espíritu. Ella,
la Madre de Jesús. La Hija del Padre Dios. La llena del Espíritu Santo es la
mujer trinitaria por excelencia. El padre José Kentenich decía que María
es el remolino de la Trinidad:
“Ella es el
constante, el personificado movimiento hacia Cristo. Llamamos a María algunas
veces en este sentido el remolino de Cristo, una catarata de Cristo. Quien
llega hasta María es arrastrado por Ella como por un remolino que impulsa hacia
Cristo y hacia la Santísima Trinidad. No puede escaparse de ese
remolino. Si yo caigo en un remolino soy arrastrado con fuerza por este”[1].
María me
sumerge en el amor trinitario. Ella que es la mujer llena de Dios. Pienso que
la alianza de amor con ella me acerca al misterio que hoy contemplo.
En el huerto
sellado del corazón de María viven Jesús, el Padre y el Espíritu Santo. En el
silencio de María, donde sobran las palabras y un sí basta como respuesta. El
silencio de Nazaret en el que la Trinidad se hace historia:
“En Nazaret
Dios estaba junto a Dios constantemente y en silencio. Dios hablaba con Dios en
silencio. Cuando los hombres se interrogan sobre ese silencio, penetran en el
misterio insondable y silencioso de la Trinidad”[2].
Cuando me
adentro en el silencio de María aprendo a vivir con Dios Trino que quiere hacer morada en mí. Necesito vaciarme para dejar que
traspase mis puertas cerradas.
María me ayuda
a salir de mí y dejar que Dios entre en mí. Dejo que su presencia
penetre mi vacío. Pero antes tengo que estar vacío.
Y es María como
en Nazaret la que me enseña a vaciarme de mis egoísmos, de mi búsqueda
enfermiza de mí mismo, de mis miedos que me impiden salir de mi cenáculo
interior.
María me educa
por la alianza de amor con Ella para mostrarme el corazón de su Hijo, la
misericordia de su Padre y el fuego del Espíritu que todo lo llena.
María es la que
prepara mi jardín interior. Por eso en la alianza se me
pide que lleve una intensa vida de oración. Porque sin esa vida de
Nazaret, sin esa vida de silencio, no es posible que la Trinidad venga a
habitar en mí.
Sin el silencio
vivo lleno de ruidos que perturban mi ánimo y me hacen perder la esperanza y la
alegría.
La oración de
Nazaret, el camino de alianza que me propone María, es una invitación a dejarme
hacer. Yo puedo ser trasparente de Dios Trino. Yo también puedo ser como María
un remolino que lleve a Dios.
Que el que me
vea a mí vea al Padre. Que el que hable conmigo salga lleno de un Espíritu
nuevo. Que el que esté a mi lado experimente la misericordia de un Dios que es
capaz de amarme en mi miseria.
Al contemplar
el misterio de la Trinidad pienso en cómo quiero que sea mi corazón. He sido
creado a su imagen: “El modelo de tal unidad es la Santísima Trinidad, a
cuya imagen y semejanza ha sido creado el hombre”[3].
Estoy llamado
a unir, a hacer familia, a ser hogar con
mi presencia: “Dios mismo es un ser ligado a un nido, no por debilidad,
sino por plenitud de vida; porque Dios es Trinidad, tres personas“[4].
En la Trinidad
veo la familia que quiero ayudar a construir, el hogar que sueño para mí y para
tantos que viven desarraigados, sin un nido.
Miro esa comunión
perfecta de la que yo mismo estoy tan lejos. Me gustaría tener un
corazón más grande, más abierto, para que a través de las rendijas de mis
heridas pudiera entrar el Espíritu y cambiar mi alma.
Pienso de nuevo
en Nazaret, el hogar de la Trinidad en la tierra. Pienso en su silencio, en su
paz, en su nostalgia de paraíso. La misma que tengo yo al mirar lo que poseo y
lo que deseo. Quiero que ese Dios Trino haga de mí un hombre
trinitario. Capaz de sembrar paz, de unir, de hacer familia.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia