La
esperanza de los pobres nunca se frustrará
![]() |
El Papa cenando con los pobres © Adam Trojanek |
«La
esperanza de los pobres nunca se frustrará» (Sal9,19). “Las palabras del salmo
se presentan con una actualidad increíble”. Este es el tema elegido por el Papa
Francisco para el Mensaje de la 3ª Jornada Mundial de los Pobres, que se
celebrará el 17 de noviembre de 2019, XXXIII domingo del Tiempo
Ordinario.
Este
salmo se escribió en una época en la que la gente arrogante y sin ningún
sentido de Dios perseguía a los pobres para apoderarse incluso de lo poco que
tenían y reducirlos a la esclavitud. “Hoy no es muy diferente”, aclara el Papa
en su mensaje.
Las
palabras del salmo “no se refieren al pasado, sino a nuestro presente, expuesto
al juicio de Dios”, señala el Pontífice. “También hoy debemos nombrar las
numerosas formas de nuevas esclavitudes a las que están sometidos millones de
hombres, mujeres, jóvenes y niños”.
Pobre, “hombre de la
confianza”
El
contexto que el salmo describe “se tiñe de tristeza por la injusticia, el
sufrimiento y la amargura que afecta a los pobres”. A pesar de ello, –añade
Francisco– se ofrece una “hermosa definición del pobre”: Él es aquel que
«confía en el Señor» (cf. v. 11), porque tiene la certeza de que nunca será
abandonado. “El pobre, en la Escritura, es el hombre de la confianza”, indica.
En
este sentido, la Sagrada Escritura recoge una descripción de la acción de Dios
en favor de los pobres: Él es aquel que “escucha”, “interviene”, “protege”,
“defiende”, “redime”, “salva…” En definitiva, el pobre nunca encontrará a Dios
indiferente o silencioso ante su oración. “Dios es aquel que hace justicia y no
olvida”.
El Reino de Dios les
pertenece
Así,
Francisco cita la bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20)
y explica que el sentido de este anuncio paradójico es que “el Reino de Dios
pertenece precisamente a los pobres, porque están en condiciones de recibirlo”.
Él ha
inaugurado, “pero nos ha confiado a nosotros, sus discípulos, la tarea de
llevarlo adelante, asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres”,
explica Francisco. “Es necesario, sobre todo en una época como la nuestra,
reavivar la esperanza y restaurar la confianza”.
Jean Vanier, “santo de la
puerta de al lado”
Asimismo,
en el mensaje, el Papa ha recordado a Jean Vanier, recientemente fallecido, quien
“recibió de Dios el don de dedicar toda su vida a los hermanos y hermanas con
discapacidades graves, a quienes la sociedad a menudo tiende a excluir”.
Este
laico suizo “fue un ‘santo de la puerta de al lado’ de la nuestra; con su
entusiasmo supo congregar en torno suyo a muchos jóvenes, hombres y mujeres,
que con su compromiso cotidiano dieron amor y devolvieron la sonrisa a muchas
personas débiles y frágiles, ofreciéndoles una verdadera ‘arca’ de salvación
contra la marginación y la soledad”, escribe el Santo Padre.
A continuación,
reproducimos el Mensaje del Santo Padre Francisco, publicado hoy por la Santa
Sede.
***
La esperanza de los pobres
nunca se frustrará
1.
«La esperanza de los pobres nunca se frustrará» (Sal 9,19). Las palabras
del salmo se presentan con una actualidad increíble. Ellas expresan una verdad
profunda que la fe logra imprimir sobre todo en el corazón de los más pobres:
devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia, el sufrimiento y la
precariedad de la vida.
El
salmista describe la condición del pobre y la arrogancia del que lo oprime (cf.
vv. 22-31); invoca el juicio de Dios para que se restablezca la justicia y se
supere la iniquidad (cf. vv. 35-36). Es como si en sus palabras volviese de
nuevo la pregunta que se ha repetido a lo largo de los siglos hasta nuestros
días: ¿cómo puede Dios tolerar esta disparidad? ¿Cómo puede permitir que el
pobre sea humillado, sin intervenir para ayudarlo? ¿Por qué permite que quien
oprime tenga una vida feliz mientras su comportamiento debería ser condenado
precisamente ante el sufrimiento del pobre?
Este
salmo se compuso en un momento de gran desarrollo económico que, como suele
suceder, también produjo fuertes desequilibrios sociales. La inequidad generó
un numeroso grupo de indigentes, cuya condición parecía aún más dramática
cuando se comparaba con la riqueza alcanzada por unos pocos privilegiados. El
autor sagrado, observando esta situación, dibuja un cuadro lleno de realismo y
verdad.
Era
una época en la que la gente arrogante y sin ningún sentido de Dios perseguía a
los pobres para apoderarse incluso de lo poco que tenían y reducirlos a la
esclavitud. Hoy no es muy diferente. La crisis económica no ha impedido a
muchos grupos de personas un enriquecimiento que con frecuencia aparece aún más
anómalo si vemos en las calles de nuestras ciudades el ingente número de pobres
que carecen de lo necesario y que en ocasiones son además maltratados y
explotados. Vuelven a la mente las palabras del Apocalipsis: «Tú dices: “soy
rico, me he enriquecido; y no tengo necesidad de nada”; y no sabes que tú eres
desgraciado, digno de lástima, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Pasan los
siglos, pero la condición de ricos y pobres se mantiene inalterada, como si la
experiencia de la historia no nos hubiera enseñado nada. Las palabras del
salmo, por lo tanto, no se refieren al pasado, sino a nuestro presente,
expuesto al juicio de Dios.
2.
También hoy debemos nombrar las numerosas formas de nuevas esclavitudes a las que
están sometidos millones de hombres, mujeres, jóvenes y niños.
Todos
los días nos encontramos con familias que se ven obligadas a
abandonar su tierra para buscar formas de subsistencia en otros lugares; huérfanos que
han perdido a sus padres o que han sido separados violentamente de ellos a
causa de una brutal explotación; jóvenes en busca de una realización
profesional a los que se les impide el acceso al trabajo a causa de políticas
económicas miopes; víctimas de tantas formas de violencia, desde la prostitución
hasta las drogas, y humilladas en lo más profundo de su ser. ¿Cómo olvidar,
además, a los millones de inmigrantes víctimas de tantos intereses
ocultos, tan a menudo instrumentalizados con fines políticos, a los que se les
niega la solidaridad y la igualdad? ¿Y qué decir de las numerosas
personas marginadas y sin hogar que deambulan por las
calles de nuestras ciudades?
Con
frecuencia vemos a los pobres en los vertederos recogiendo el
producto del descarte y de lo superfluo, para encontrar algo que comer o con
qué vestirse. Convertidos ellos mismos en parte de un vertedero humano son
tratados como desperdicios, sin que exista ningún sentimiento de culpa por
parte de aquellos que son cómplices en este escándalo. Considerados
generalmente como parásitos de la sociedad, a los pobres no se les perdona ni
siquiera su pobreza. Se está siempre alerta para juzgarlos. No pueden
permitirse ser tímidos o desanimarse; son vistos como una amenaza o gente
incapaz, sólo porque son pobres.
Para
aumentar el drama, no se les permite ver el final del túnel de la miseria. Se
ha llegado hasta el punto de teorizar y realizar una arquitectura hostil para
deshacerse de su presencia, incluso en las calles, últimos lugares de acogida.
Deambulan de una parte a otra de la ciudad, esperando conseguir un trabajo, una
casa, un poco de afecto… Cualquier posibilidad que se les ofrezca se convierte
en un rayo de luz; sin embargo, incluso donde debería existir al menos la
justicia, a menudo se comprueba el ensañamiento en su contra mediante la
violencia de la arbitrariedad. Se ven obligados a trabajar horas interminables
bajo el sol abrasador para cosechar los frutos de la estación, pero se les
recompensa con una paga irrisoria; no tienen seguridad en el trabajo ni
condiciones humanas que les permitan sentirse iguales a los demás. Para ellos
no existe el subsidio de desempleo, indemnizaciones, ni siquiera la posibilidad
de enfermarse.
El
salmista describe con crudo realismo la actitud de los ricos que despojan a los
pobres: «Están al acecho del pobre para robarle, arrastrándolo a sus redes»
(cf. Sal10,9). Es como si para ellos se tratara de una jornada de caza, en
la que los pobres son acorralados, capturados y hechos esclavos. En una
condición como esta, el corazón de muchos se cierra y se afianza el deseo de
volverse invisibles. Así, vemos a menudo a una multitud de pobres tratados con
retórica y soportados con fastidio. Ellos se vuelven como transparentes y sus
voces ya no tienen fuerza ni consistencia en la sociedad. Hombres y mujeres cada
vez más extraños entre nuestras casas y marginados en nuestros barrios.
3.
El contexto que el salmo describe se tiñe de tristeza por la injusticia, el
sufrimiento y la amargura que afecta a los pobres. A pesar de ello, se ofrece
una hermosa definición del pobre. Él es aquel que «confía en el Señor» (cf. v.
11), porque tiene la certeza de que nunca será abandonado. El pobre, en la
Escritura, es el hombre de la confianza. El autor sagrado brinda también el
motivo de esta confianza: él “conoce a su Señor” (cf. ibíd.), y en el
lenguaje bíblico este “conocer” indica una relación personal de afecto y amor.
Estamos
ante una descripción realmente impresionante que nunca nos hubiéramos
imaginado. Sin embargo, esto no hace sino manifestar la grandeza de Dios cuando
se encuentra con un pobre. Su fuerza creadora supera toda expectativa humana y
se hace realidad en el “recuerdo” que él tiene de esa persona concreta (cf. v.
13). Es precisamente esta confianza en el Señor, esta certeza de no ser
abandonado, la que invita a la esperanza. El pobre sabe que Dios no puede
abandonarlo; por eso vive siempre en la presencia de ese Dios que lo recuerda.
Su ayuda va más allá de la condición actual de sufrimiento para trazar un
camino de liberación que transforma el corazón, porque lo sostiene en lo más
profundo.
4.
La descripción de la acción de Dios en favor de los pobres es un estribillo
permanente en la Sagrada Escritura. Él es aquel que “escucha”, “interviene”,
“protege”, “defiende”, “redime”, “salva…” En definitiva, el pobre nunca
encontrará a Dios indiferente o silencioso ante su oración. Dios es aquel que
hace justicia y no olvida (cf. Sal 40,18; 70,6); de hecho, es para él
un refugio y no deja de acudir en su ayuda (cf. Sal 10,14).
Se
pueden alzar muchos muros y bloquear las puertas de entrada con la ilusión de
sentirse seguros con las propias riquezas en detrimento de los que se quedan
afuera. No será así para siempre. El “día del Señor”, tal como es descrito por
los profetas (cf. Am 5,18; Is 2-5; Jl 1-3),
destruirá las barreras construidas entre los países y sustituirá la arrogancia
de unos pocos por la solidaridad de muchos. La condición de marginación en la
que se ven inmersas millones de personas no podrá durar mucho tiempo. Su grito
aumenta y alcanza a toda la tierra. Como escribió D. Primo Mazzolari: «El pobre
es una protesta continua contra nuestras injusticias; el pobre es un polvorín.
Si le das fuego, el mundo estallará».
5.
No hay forma de eludir la llamada apremiante que la Sagrada Escritura confía a
los pobres. Dondequiera que se mire, la Palabra de Dios indica que los pobres
son aquellos que no disponen de lo necesario para vivir porque dependen de los
demás. Ellos son el oprimido, el humilde, el que está postrado en tierra. Aun
así, ante esta multitud innumerable de indigentes, Jesús no tuvo miedo de
identificarse con cada uno de ellos: «Cada vez que lo hicisteis con uno de
estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Huir
de esta identificación equivale a falsificar el Evangelio y atenuar la
revelación. El Dios que Jesús quiso revelar es éste: un Padre generoso,
misericordioso, inagotable en su bondad y gracia, que ofrece esperanza sobre
todo a los que están desilusionados y privados de futuro.
¿Cómo
no destacar que las bienaventuranzas, con las que Jesús inauguró la predicación
del Reino de Dios, se abren con esta expresión: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20)?
El sentido de este anuncio paradójico es que el Reino de Dios pertenece
precisamente a los pobres, porque están en condiciones de recibirlo. ¡Cuántas
personas pobres encontramos cada día! A veces parece que el paso del tiempo y
las conquistas de la civilización aumentan su número en vez de disminuirlo.
Pasan los siglos, y la bienaventuranza evangélica parece cada vez más
paradójica; los pobres son cada vez más pobres, y hoy día lo son aún más. Pero
Jesús, que ha inaugurado su Reino poniendo en el centro a los pobres, quiere
decirnos precisamente esto: Él ha inaugurado, pero nos ha confiado a
nosotros, sus discípulos, la tarea de llevarlo adelante, asumiendo la
responsabilidad de dar esperanza a los pobres. Es necesario, sobre todo en una
época como la nuestra, reavivar la esperanza y restaurar la confianza. Es un
programa que la comunidad cristiana no puede subestimar. De esto depende que
sea creíble nuestro anuncio y el testimonio de los cristianos.
6.
La Iglesia, estando cercana a los pobres, se reconoce como un pueblo extendido
entre tantas naciones cuya vocación es la de no permitir que nadie se sienta
extraño o excluido, porque implica a todos en un camino común de salvación. La
condición de los pobres obliga a no distanciarse de ninguna manera del Cuerpo
del Señor que sufre en ellos. Más bien, estamos llamados a tocar su carne para
comprometernos en primera persona en un servicio que constituye auténtica
evangelización. La promoción de los pobres, también en lo social, no es un
compromiso externo al anuncio del Evangelio, por el contrario, pone de
manifiesto el realismo de la fe cristiana y su validez histórica. El amor que
da vida a la fe en Jesús no permite que sus discípulos se encierren en un
individualismo asfixiante, soterrado en segmentos de intimidad espiritual, sin
ninguna influencia en la vida social (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
183).
Hace
poco hemos llorado la muerte de un gran apóstol de los pobres, Jean Vanier,
quien con su dedicación logró abrir nuevos caminos a la labor de promoción de
las personas marginadas. Jean Vanier recibió de Dios el don de dedicar toda su
vida a los hermanos y hermanas con discapacidades graves, a quienes la sociedad
a menudo tiende a excluir. Fue un “santo de la puerta de al lado” de la
nuestra; con su entusiasmo supo congregar en torno suyo a muchos jóvenes,
hombres y mujeres, que con su compromiso cotidiano dieron amor y devolvieron la
sonrisa a muchas personas débiles y frágiles, ofreciéndoles una verdadera
“arca” de salvación contra la marginación y la soledad. Este testimonio suyo ha
cambiado la vida de muchas personas y ha ayudado al mundo a mirar con otros
ojos a las personas más débiles y frágiles. El grito de los pobres ha sido
escuchado y ha producido una esperanza inquebrantable, generando signos
visibles y tangibles de un amor concreto que también hoy podemos reconocer.
7.
«La opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» (ibíd.,
195) es una opción prioritaria que los discípulos de Cristo están llamados a
realizar para no traicionar la credibilidad de la Iglesia y dar esperanza
efectiva a tantas personas indefensas. En ellas, la caridad cristiana encuentra
su verificación, porque quien se compadece de sus sufrimientos con el amor de
Cristo recibe fuerza y confiere vigor al anuncio del Evangelio.
El
compromiso de los cristianos, con ocasión de esta Jornada Mundial y
sobre todo en la vida ordinaria de cada día, no consiste sólo en iniciativas de
asistencia que, si bien son encomiables y necesarias, deben tender a incrementar
en cada uno la plena atención que le es debida a cada persona que se encuentra
en dificultad. «Esta atención amante es el inicio de una verdadera
preocupación» (ibíd., 199) por los pobres en la búsqueda de su verdadero bien.
No es fácil ser testigos de la esperanza cristiana en el contexto de una
cultura consumista y de descarte, orientada a acrecentar el bienestar
superficial y efímero. Es necesario un cambio de mentalidad para redescubrir lo
esencial y darle cuerpo y efectividad al anuncio del Reino de Dios.
La
esperanza se comunica también a través de la consolación, que se realiza
acompañando a los pobres no por un momento, cargado de entusiasmo, sino con un
compromiso que se prolonga en el tiempo. Los pobres obtienen una esperanza
verdadera no cuando nos ven complacidos por haberles dado un poco de nuestro
tiempo, sino cuando reconocen en nuestro sacrificio un acto de amor gratuito
que no busca recompensa.
8.
A los numerosos voluntarios, que muchas veces tienen el mérito de ser los
primeros en haber intuido la importancia de esta preocupación por los pobres,
les pido que crezcan en su dedicación. Queridos hermanos y hermanas: Os exhorto
a descubrir en cada pobre que encontráis lo que él realmente necesita; a no
deteneros ante la primera necesidad material, sino a ir más allá para descubrir
la bondad escondida en sus corazones, prestando atención a su cultura y a sus
maneras de expresarse, y así poder entablar un verdadero diálogo fraterno.
Dejemos de lado las divisiones que provienen de visiones ideológicas o
políticas, fijemos la mirada en lo esencial, que no requiere muchas palabras
sino una mirada de amor y una mano tendida. No olvidéis nunca que «la peor
discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual» (ibíd.,
200).
Antes
que nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor hecho visible gracias
a personas santas que viven junto a ellos, las que en la sencillez de su vida
expresan y ponen de manifiesto la fuerza del amor cristiano. Dios se vale de
muchos caminos y de instrumentos infinitos para llegar al corazón de las
personas. Por supuesto, los pobres se acercan a nosotros también porque les
distribuimos comida, pero lo que realmente necesitan va más allá del plato
caliente o del bocadillo que les ofrecemos. Los pobres necesitan nuestras manos
para reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del
afecto, nuestra presencia para superar la soledad. Sencillamente, ellos
necesitan amor.
9.
A veces se requiere poco para devolver la esperanza: basta con detenerse,
sonreír, escuchar. Por un día dejemos de lado las estadísticas; los pobres no
son números a los que se pueda recurrir para alardear con obras y proyectos.
Los pobres son personas a las que hay que ir a encontrar: son jóvenes y
ancianos solos a los que se puede invitar a entrar en casa para compartir una
comida; hombres, mujeres y niños que esperan una palabra amistosa. Los pobres
nos salvan porque nos permiten encontrar el rostro de Jesucristo.
A
los ojos del mundo, no parece razonable pensar que la pobreza y la indigencia
puedan tener una fuerza salvífica; sin embargo, es lo que enseña el Apóstol
cuando dice: «No hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos,
ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar
a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo
poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que
no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en
presencia del Señor» (1 Co 1,26-29). Con los ojos humanos no se logra ver
esta fuerza salvífica; con los ojos de la fe, en cambio, se la puede ver en
acción y experimentarla en primera persona. En el corazón del Pueblo de Dios
que camina late esta fuerza salvífica, que no excluye a nadie y a todos
congrega en una verdadera peregrinación de conversión para reconocer y amar a
los pobres.
10.
El Señor no abandona al que lo busca y a cuantos lo invocan; «no olvida el
grito de los pobres» (Sal 9,13), porque sus oídos están atentos a su voz.
La esperanza del pobre desafía las diversas situaciones de muerte, porque él se
sabe amado particularmente por Dios, y así logra vencer el sufrimiento y la
exclusión. Su condición de pobreza no le quita la dignidad que ha recibido del
Creador; vive con la certeza de que Dios mismo se la restituirá plenamente,
pues él no es indiferente a la suerte de sus hijos más débiles, al contrario,
se da cuenta de sus afanes y dolores y los toma en sus manos, y a ellos les
concede fuerza y valor (cf. Sal10,14). La esperanza del pobre se consolida
con la certeza de ser acogido por el Señor, de encontrar en él la verdadera
justicia, de ser fortalecido en su corazón para seguir amando (cf. Sal 10,17).
La
condición que se pone a los discípulos del Señor Jesús, para ser
evangelizadores coherentes, es sembrar signos tangibles de esperanza. A todas
las comunidades cristianas y a cuantos sienten la necesidad de llevar esperanza
y consuelo a los pobres, pido que se comprometan para que esta Jornada
Mundial pueda reforzar en muchos la voluntad de colaborar activamente para que
nadie se sienta privado de cercanía y solidaridad. Que nos acompañen las
palabras del profeta que anuncia un futuro distinto: «A vosotros, los que
teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su
sombra» (Mal 3,20).
Vaticano,
13 de junio de 2018
Memoria litúrgica de San Antonio de Padua
FRANCISCO
Fuente: Zenit