Ciclo de los Hechos de los Apóstoles
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El Papa abraza a un joven en la Audiencia General © Vatican Media |
La audiencia
general ha tenido lugar esta mañana en la Plaza de San Pedro. El Santo Padre ha
proseguido la catequesis sobre los Hechos de los Apóstoles. El pasaje bíblico
leído ha sido Lenguas como de fuego (Hechos de los Apóstoles
2, 3).
Después de la
catequesis y tras resumir su discurso en diversas lenguas el Papa ha
saludado en particular a los grupos de fieles presentes procedentes de todo el
mundo. La audiencia general ha terminado con el canto del Pater
Noster y la bendición apostólica.
A continuación,
reproducimos la catequesis completa del Papa Francisco:
***
Catequesis del
Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cincuenta días
después de la Pascua, en ese cenáculo que ya es su hogar y donde la presencia
de María, madre del Señor, es el elemento de cohesión, los Apóstoles viven un
evento que supera sus expectativas. Reunidos en oración – la oración es el
“pulmón” que hace respirar a los discípulos de todos los tiempos; sin oración
no se puede ser discípulo de Jesús; sin oración no podemos ser cristianos.
Es el aire, es
el pulmón de la vida cristiana – son sorprendidos por la irrupción de
Dios. Es una irrupción que no tolera lo cerrado: abre
de par en par las puertas a través de la fuerza de un viento que
recuerda el ruah, el aliento primordial, y cumple la promesa de la
“fuerza” hecha por el Resucitado antes de su despedida (ver Hechos 1,8).
De repente, viene desde el cielo, “un ruido, como el de una ráfaga de viento
impetuoso que llenó toda la casa donde se encontraban” (Hechos 2,2).
Al viento,
después, se agrega el fuego que recuerda a la zarza ardiente y al Sinaí con el
don de las diez palabras (ver Ex.19,16-19). En la tradición
bíblica, el fuego acompaña a la manifestación de Dios. En el fuego, Dios da su
palabra viva y enérgica (ver Hebreos 4:12) que se abre al
futuro; el fuego expresa simbólicamente su obra de calentar, iluminar y probar
los corazones, su cuidado en probar la resistencia de los trabajos humanos, en
purificarlos y revitalizarlos.
Mientras que en
el Sinaí se escucha la voz de Dios, en Jerusalén, en la fiesta de Pentecostés,
es Pedro quien habla, la roca sobre la cual Cristo ha elegido edificar su
Iglesia. Su palabra, débil e incluso capaz de negar al Señor, atravesada por el
fuego del Espíritu toma fuerza, se vuelve capaz de atravesar los corazones y
moverlos hacia la conversión. En efecto, Dios elige lo que en el mundo es débil
para confundir a los fuertes (ver 1 Corintios 1:27).
La Iglesia
nace, pues, del fuego del amor y de un “incendio” que se propaga en
Pentecostés y que manifiesta la fuerza de la Palabra del Resucitado imbuida del
Espíritu Santo. La Alianza nueva y definitiva ya no se funda en una ley
escrita en tablas de piedra, sino en la acción del Espíritu de Dios que hace
nuevas todas las cosas y se graba en corazones de carne.
La palabra de
los Apóstoles se impregna del Espíritu del Resucitado y se convierte en una
palabra nueva, diferente que, sin embargo, puede entenderse como si se
tradujera simultáneamente en todos los idiomas: de hecho, “cada uno los escuchó
hablar en su propia lengua” (Hechos 2: 6). Es el lenguaje
de la verdad y del amor, que es la lengua universal: incluso
los analfabetos pueden entenderla. Todos entienden el lenguaje de la verdad y
del amor. Si vas con la verdad en el corazón, con la sinceridad, y vas con
amor, te entenderán todos. Aunque no puedas hablar, pero con una caricia, que
sea verdadera y amable.
El Espíritu
Santo no solo se manifiesta a través de una sinfonía de sonidos que une
y compone armónicamente las diferencias, sino que se presenta como el
director de orquesta que interpreta la partitura de las alabanzas de las
“grandes obras” de Dios. El Espíritu Santo es el artífice de la
comunión, es el artista de la reconciliación que
sabe eliminar las barreras entre los judíos y los griegos,
entre los esclavos y los libres, para formar un solo cuerpo. Él edifica la
comunidad de los creyentes armonizando la unidad del cuerpo y la multiplicidad
de los miembros. Hace que la Iglesia crezca ayudándola a ir más allá de los
límites humanos, de los pecados y de cualquier escándalo.
La maravilla es
muy grande, y algunos se preguntan si aquellos hombres están borrachos.
Entonces, Pedro interviene en nombre de todos los apóstoles y relee ese evento
a la luz de Joel, 3, donde se anuncia un nuevo derramamiento del
Espíritu Santo. Los seguidores de Jesús no están borrachos, sino que viven lo
que San Ambrosio llama “la sobria ebriedad del Espíritu”, que enciende entre el
pueblo de Dios la profecía a través de sueños y visiones. Este don profético no
está reservado solo a algunos, sino a todos aquellos que invocan el nombre del
Señor.
A partir de
entonces, desde aquel momento, el Espíritu de Dios mueve los corazones para
recibir la salvación que pasa por una persona, Jesucristo, aquel a quien los
hombres clavaron en el madero de la cruz y a quien Dios resucitó de entre los
muertos “librándolo de los dolores de la muerte” (Hechos 2, 24). Es
Él quien derramó ese Espíritu que orquesta la polifonía de alabanza y que todos
pueden escuchar. Como decía Benedicto XVI, “Pentecostés es esto: Jesús, y
mediante él Dios mismo, viene a nosotros y nos atrae dentro de sí”. (Homilía,
3 de junio de 2006). El Espíritu actúa la atracción divina: Dios nos seduce
con su Amor y así nos involucra para mover la historia e iniciar procesos a través
de los cuales se filtra la vida nueva. En efecto, solo el Espíritu de Dios
tiene el poder de humanizar y fraternizar todo contexto, a
partir de aquellos que lo reciben.
Pidámosle al
Señor que nos permita experimentar un nuevo Pentecostés, que ensanche nuestros
corazones y armonice nuestros sentimientos con los de Cristo, de modo que
anunciemos sin vergüenza alguna su palabra transformadora y seamos testigos del
poder del amor que devuelve la vida a todo lo que encuentra.
© Librería
Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit