“El
cristianismo sin el Espíritu es un moralismo sin alegría”
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Misa de Pentecostés, 9 de junio de 2019 © Vatican Media |
Hoy,
“estamos buscando una solución rápida, una píldora tras otra para seguir
adelante, una emoción tras otra para sentirnos vivos. Pero sobre todo,
necesitamos el Espíritu “, dijo el Papa Francisco el 9 de junio de 2019, en la
fiesta de Pentecostés. “El cristianismo sin el Espíritu es un moralismo
sin alegría; con el Espíritu es vida “, aseguró también.
Celebrando
la misa este domingo por la mañana en la Plaza de San Pedro, el Papa explicó
que “el Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; Es la persona
más concreta, la persona más cercana, la que cambia nuestra vida … es la que
pone orden en el frenesí. Hay paz en la preocupación, confianza en el
desaliento, alegría en la tristeza, juventud en la vejez, coraje en la prueba.
AK
Homilía del Papa Francisco
Después
de cincuenta días de incertidumbre para los discípulos, llegó Pentecostés. Por
una parte, Jesús había resucitado, lo habían visto y escuchado llenos de
alegría, y también habían comido con Él. Por otro lado, aún no habían superado
las dudas y los temores: estaban con las puertas cerradas (cf. Jn 20,19.26),
con pocas perspectivas, incapaces de anunciar al que está Vivo. Luego, llega el
Espíritu Santo y las preocupaciones se desvanecen: ahora los apóstoles ya no
tienen miedo ni siquiera ante quien los arresta; antes estaban preocupados por
salvar sus vidas, ahora ya no tienen miedo de morir; antes permanecían
encerrados en el Cenáculo, ahora salen a anunciar a todas las gentes. Hasta la
Ascensión de Jesús, esperaban un Reino de Dios para ellos (cf. Hch 1,6), ahora
están ansiosos por llegar hasta los confines desconocidos. Antes no habían
hablado casi nunca en público y, cuando lo habían hecho, a menudo habían
causado problemas, como Pedro negando a Jesús; ahora hablan con parresia a
todos.
La
historia de los discípulos, que parecía haber llegado a su final, es en
definitiva renovada por la juventud del Espíritu: aquellos jóvenes que
poseídos por la incertidumbre pensaban que habían llegado al final, fueron
transformados por una alegría que los hizo renacer. El Espíritu Santo hizo
esto. El Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; es la persona más
concreta, más cercana, que nos cambia la vida. ¿Cómo lo hace? Fijémonos en los
apóstoles. El Espíritu no les facilitó la vida, no realizó milagros espectaculares,
no eliminó problemas y adversarios. El Espíritu trajo a la vida de los
discípulos una armonía que les faltaba, porque Él es armonía.
Armonía dentro del hombre. Los discípulos
necesitaban ser cambiados por dentro, en sus corazones. Su historia nos dice
que incluso ver al Resucitado no es suficiente si uno no lo recibe en su
corazón. No sirve de nada saber que el Resucitado está vivo si no vivimos como
resucitados. Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros,
el que nos resucita por dentro. Por eso Jesús, encontrándose con los
discípulos, repite: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21) y les da el Espíritu. La paz
no consiste en solucionar los problemas externos —Dios no quita a los suyos las
tribulaciones y persecuciones—, sino en recibir el Espíritu Santo. Esa paz dada
a los apóstoles, esa paz que no libera de los problemas sino en los problemas,
es ofrecida a cada uno de nosotros. Es una paz que asemeja el corazón al mar
profundo, que siempre está tranquilo, aun cuando la superficie esté agitada por
las olas. Es una armonía tan profunda que puede transformar incluso las
persecuciones en bienaventuranzas.
En
cambio, cuántas veces nos quedamos en la superficie. En lugar de buscar el
Espíritu tratamos de mantenernos a flote, pensando que todo irá mejor si se
acaba ese problema, si ya no veo a esa persona, si se mejora esa situación.
Pero eso es permanecer en la superficie: una vez que termina un problema,
vendrá otro y la inquietud volverá. El camino para tener tranquilidad no está
en alejarnos de los que piensan distinto a nosotros, no es resolviendo el
problema del momento como tendremos paz. El punto de inflexión es la paz de
Jesús, es la armonía del Espíritu.
Hoy,
con las prisas que nos impone nuestro tiempo, parece que la armonía está
marginada: reclamados por todas partes, corremos el riesgo de estallar, movidos
por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar mal a todo. Y se busca la
solución rápida, una pastilla detrás de otra para seguir adelante, una emoción
detrás de otra para sentirse vivos. Pero lo que necesitamos sobre todo es el
Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí. Él es la paz en la inquietud,
la confianza en el desánimo, la alegría en la tristeza, la juventud en la
vejez, el valor en la prueba. Es Él quien, en medio de las corrientes
tormentosas de la vida, fija el ancla de la esperanza. Es el Espíritu el que,
como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer en el miedo porque hace que
nos sintamos hijos amados (cf. Rm 8,15). Él es el Consolador, que nos transmite
la ternura de Dios.
Sin
el Espíritu, la vida cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo
une. Sin el Espíritu, Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el
Espíritu es una persona viva hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra muerta,
con el Espíritu es Palabra de vida. Un cristianismo sin el Espíritu es un
moralismo sin alegría; con el Espíritu es vida.
El
Espíritu Santo no solo trae armonía dentro, sino también fuera, entre los
hombres. Nos hace Iglesia, compone las diferentes partes en un solo edificio
armónico. San Pablo lo explica bien cuando, hablando de la Iglesia, repite a
menudo una palabra, “diversidad”: «diversidad de carismas, diversidad de
actuaciones, diversidad de ministerios» (1 Co 12,4-6). Somos diferentes en la variedad
de cualidades y dones. El Espíritu los distribuye con imaginación, sin nivelar,
sin homologar. Y a partir de esta diversidad construye la unidad. Lo hace desde
la creación, porque es un especialista en transformar el caos en cosmos, en
poner armonía.
Hoy
en el mundo, las desarmonías se han convertido en verdaderas divisiones: están
los que tienen demasiado y los que no tienen nada, los que buscan vivir cien
años y los que no pueden nacer. En la era de la tecnología estamos
distanciados: más “social” pero menos sociales. Necesitamos el Espíritu de
unidad, que nos regenere como Iglesia, como Pueblo de Dios y como humanidad
fraterna. Siempre existe la tentación de construir “nidos”: de reunirse en
torno al propio grupo, a las propias preferencias, el igual con el igual,
alérgicos a cualquier contaminación. Del nido a la secta, el paso es corto:
¡cuántas veces se define la propia identidad contra alguien o contra algo!
El
Espíritu Santo, en cambio, reúne a los distantes, une a los alejados, trae de
vuelta a los dispersos. Mezcla diferentes tonos en una sola armonía, porque ve
sobre todo lo bueno, mira al hombre antes que sus errores, a las personas antes
que sus acciones. El Espíritu plasma a la Iglesia y al mundo como lugares de
hijos y hermanos. Hijos y hermanos: sustantivos que vienen antes de cualquier
otro adjetivo. Está de moda adjetivar, lamentablemente también insultar.
Después nos damos cuenta de que hace daño, tanto al que es insultado como
también al que insulta. Devolviendo mal por mal, pasando de víctimas a
verdugos, no se vive bien. En cambio, el que vive según el Espíritu lleva paz donde hay discordia, concordia donde hay conflicto. Los
hombres espirituales devuelven bien por mal, responden a la arrogancia con
mansedumbre, a la malicia con bondad, al ruido con el silencio, a las
murmuraciones con la oración, al derrotismo con la sonrisa.
Para
ser espirituales, para gustar la armonía del Espíritu, debemos poner su mirada
por encima de la nuestra. Entonces todo cambia: con el Espíritu, la Iglesia es
el Pueblo santo de Dios; la misión, el contagio de la alegría; los otros
hermanos y hermanas, amados por el mismo Padre. Pero sin el Espíritu, la
Iglesia es una organización; la misión, propaganda; la comunión, un esfuerzo.
El Espíritu es la primera y última necesidad de la Iglesia (cf. S. Pablo VI,
Audiencia general, (29 noviembre 1972). Él «viene donde es amado, donde es
invitado, donde se lo espera» (S. Buenaventura, Sermón del IV domingo después
de Pascua). Recémosle todos los días. Espíritu Santo, armonía de Dios, tú que
transformas el miedo en confianza y la clausura en don, ven a nosotros. Danos
la alegría de la resurrección, la juventud perenne del corazón. Espíritu Santo,
armonía nuestra, tú que nos haces un solo cuerpo, infunde tu paz en la Iglesia
y en el mundo. Haznos artesanos de concordia, sembradores de bien, apóstoles de
esperanza.
Raquel
Anillo
Fuente:
Zenit