Atado
con cadenas, caminaba el hombre más libre de la historia...
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Quiero ser un hombre libre. Le pido a Dios el
Espíritu que me libere y me haga verdaderamente libre.
Me gustan las
personas que son libres en su interior. No se alteran cuando son atacadas
injustamente, criticadas o difamadas. No temen la injusticia. No se dejan
influir fácilmente por la opinión del mundo.
Se mantienen
firmes en lo que piensan aun corriendo el riesgo de perder la fama, sus bienes,
sus sueños, su proyecto, su trabajo.
Son libres y
no temen las consecuencias del ejercicio responsable del don de su libertad.
Saben lo que quieren y luchan por lo que desean. No tienen un precio por
el cual alguien las pueda comprar.
Me gustan las
personas libres que no están atadas. Permanecen siendo libres incluso cuando
les han quitado la libertad de movimiento.
En Jerusalén,
se encuentra la casa de Caifás. En ella Jesús fue juzgado y en su patio
interior Pedro negó tres veces. Allí Jesús pasó su última noche encerrado en
una antigua cisterna de agua convertida en prisión.
Junto a esa casa se encuentra una escalinata de piedra de los tiempos de Jesús.
Son piedras de esos años. Seguramente Jesús bajó por esa escalera recorriendo
su último camino desde el Cenáculo al huerto de los olivos el jueves santo
después de la última cena. Y horas después fue llevado por los guardias a la
casa de Caifás, una vez tomado preso.
Cuando bajó
por esas piedras con los suyos Jesús era un hombre libre. Pero en su interior
había miedos, sombras, nubes que ocultaban la luz.
Sufría ante
lo que venía. No tenía paz. ¿Qué pasaría con los suyos? El
sufrimiento humano de Jesús.
Después en Getsemaní Jesús entregó su vida.
Y a partir de ese momento fue un hombre totalmente libre. Los ángeles lo consolaron cuando le
gritó a su Padre: “Aparta de mí este cáliz, pero que no se haga lo que Yo quiero
sino lo que quieres Tú”.
Jesús fue
llevado por los soldados por la misma escalinata que bajó libre un rato antes.
Ahora subía atado. Ya no era Él el que decidía dónde ir. Era llevado por otros.
Parecía un esclavo.
Pero justo
ahí, atado
con cadenas, caminaba el hombre más libre de la historia. Ese
Jesús encadenado, incapaz de defenderse, que callaba ante las acusaciones
injustas, era el hombre más libre jamás conocido.
Me impresiona
pensar en Jesús así. Atado y libre. Esclavo y rey. Me conmueve ver su paz
interior. Su calma infinita. Así me gustaría vivir a mí siempre.
Tengo claro
que Jesús quiere que sea libre. Decía el padre José Kentenich:
“Tenemos
que ser personalidades libres. Dios no quiere esclavos de galera, quiere
remeros libres. Poco importa que otros se arrastren ante sus superiores, les
laman sus zapatos y agradezcan si se les pisotea. Nosotros tenemos conciencia
de nuestra dignidad y de nuestros derechos. Sometemos nuestra voluntad ante los
superiores no por temor o coacción, sino porque libremente lo queremos, porque cada acto racional de sumisión nos
hace interiormente libres e independientes»[1].
Esa libertad
es un don del Espíritu Santo. Un don que me rompe por dentro de mis ataduras.
Me regala una paz que necesito para enfrentar la vida. Una confianza ciega en
ese Dios que guía mis pasos.
El Espíritu hace libre mi corazón de tantas
cadenas, de tantos miedos, de tantas angustias. Leía el otro día:
“Aceptar lo que venga o lo que suceda como
voluntad de Dios, sea cual sea su precio espiritual, psíquico o físico, es el
camino más rápido y seguro hacia una libertad del alma y del espíritu que
supera toda comprensión y toda explicación”[2].
Soy más libre cuando elijo lo que no deseo
que suceda. Cuando
le doy el sí en mi corazón y abrazo lo que tengo ante mis ojos. Cuando tomo
entre mis manos heridas el cáliz que he de beber.
Atado en las
cadenas de los hombres sigo siendo el hombre más libre. Es lo
que Dios quiere de mí. Que no sea esclavo. Que elija libremente la vida que se
me regala.
Decía el
Padre Kentenich: “Se trata de formar hombres autónomos, capaces de decidir por
sí mismos”[3]. Hombres que toman decisiones en libertad. Sin temer las
consecuencias de lo que deciden.
Dios quiere
que viva así, en libertad. Anclado en su corazón de Padre.
Hay personas
muy religiosas, pero no siempre en ellas reina la libertad. Leía el otro día:
“En estas personas reina la ley, pero no
reina Dios; son observantes, pero no se parecen al Padre. Jesús busca la
verdadera voluntad de Dios con una libertad sorprendente. Busca directamente
qué es lo que puede hacer bien a las personas”[4].
Jesús busca
el hombre para que aprenda a amar en libertad. Y que amando pueda así
liberar a los que ama. El verdadero amor no crea dependencias,
libera. No esclaviza, enaltece.
El amor que
Dios derrama en mi corazón sana y libera. Así es el amor de Jesús en mí. Es un
amor que no quiere que viva cumpliendo normas. Quiere que sea generoso.
Su amor me
lleva a ser magnánimo. No quiero vivir juzgando, condenando. Quiero vivir
liberando los corazones atormentados que no tienen paz. Es el mayor don que
pido. Un corazón libre que libere a otros.
Un corazón
íntegro que viva sin temor a las críticas y juicios. Un corazón que se ancle en
muchos corazones y los pueda llevar de la mano al corazón de Dios. Un corazón
libre de prejuicios, de rencores, de temores. Un corazón reconciliado, capaz de
perdonar y no vivir guardando rencores y resentimientos. Un corazón así es un
corazón grande, que no tiene límites para darse.
Es libre en la fuerza del Espíritu Santo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia