El
perdón nos permite comenzar de nuevo
Jesús
te pregunta también a ti como hizo con Pedro: “¿Quién soy yo para ti?”, “¿Me
amas?”. Dejemos que estas palabras entren en nosotros y enciendan el deseo de
no sentirnos nunca satisfechos con lo mínimo, sino de apuntar al máximo, para
ser también nosotros testigos vivos de Jesús“, ha subrayado el Papa
Francisco.
Hoy,
29 de junio de 2019, solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, el Papa
Francisco ha presidido la Santa Misa junto con los cardenales, los arzobispos
metropolitanos y los obispos sacerdotes. Previamente, el Santo Padre ha
bendecido los Palios destinados a los 31 arzobispos metropolitanos nombrados
durante este año, procedentes de los 5 continentes y presentes en esta
celebración.
En
este fecha, la Iglesia celebra el Día del Papa y la colecta llamada, desde los
primeros siglos, Óbolo de San Pedro.
En
su homilía el Papa ha destacado que los apóstoles Pedro y Pablo se presentan
ante nosotros como testigos que “no se cansaron nunca de anunciar, de vivir en
misión, en camino, desde la tierra de Jesús hasta Roma” y que dieron testimonio
de Jesús hasta el final, muriendo mártires. Así, el Santo Padre los ha mostrado
como “testigos de vida, testigos de perdón y testigos de Jesús”.
Como
testigos de vida, el Pontífice resaltó que ambos eran “de ánimo muy religioso”,
pero “cometieron grandes equivocaciones”, no obstante, el Señor los perdonó
como “pecadores arrepentidos” y confío en ellos a pesar de sus errores.
Esto
supone una gran enseñanza en nuestra propia existencia como creyentes “el punto
de partida de la vida cristiana no está en el ser dignos; con aquellos que se
creían buenos, el Señor no pudo hacer mucho”, dijo el Papa, y añadió, “Él nos
ama como somos y busca personas que no sean autosuficientes, sino que estén
dispuestas a abrirle sus corazones. Pedro y Pablo eran así, transparentes ante
Dios”. Ante la humildad de los apóstoles el secreto que “los sostuvo en sus
debilidades” fue “el perdón del Señor”.
De
esta manera, Pedro y Pablo fueron testigos del perdón. A pesar de su
sentimiento de culpa, explicó el Obispo de Roma, encontraron la paz en dicho
perdón de Dios. Humanamente fallaron “¡cuántas veces habrá pensado Pedro en su
negación! ¡Cuántos escrúpulos tendría Pablo, por el daño que había hecho a
tantas personas inocentes!”, recordó el Papa, pero el perdón les permitió y
“nos permite comenzar de nuevo; allí nos encontramos con nosotros mismos: en la
confesión”, puntualizó.
San
Pedro y San Pablo también son testigos de Jesús, para ellos, “Jesús es más que
un personaje histórico, es la persona de la vida: es lo nuevo, no lo ya visto;
es la novedad del futuro, no un recuerdo del pasado”, describió el Papa.
Ante
el ejemplo de estos dos testigos, el Papa pidió que nos preguntemos si
renovamos nuestro compromiso con Jesús “todos los días”. Por otro lado, deseó
que nos interesemos por las noticias de la Iglesia, pero, también matizó que
Jesús “no quiere “reporteros” del espíritu, mucho menos cristianos de fachada o
de estadísticas. Él busca testigos, que le digan cada día: “Señor, tú eres mi
vida”.
Igualmente,
el Obispo de Roma ha invitado a pedir la gracia de “no ser cristianos tibios,
que viven a medias, que dejan enfriar el amor” y ha deseado que cada día
encontremos nuestras raíces “en la relación diaria con Jesús y en la fuerza de
su perdón”.
A
continuación exponemos la homilía completa del Papa Francisco.
***
Homilía del Santo Padre
Los
apóstoles Pedro y Pablo están ante nosotros como testigos. No se cansaron nunca
de anunciar, de vivir en misión, en camino, desde la tierra de Jesús hasta
Roma. Aquí dieron testimonio de Él, hasta el final, entregando su vida como
mártires. Si vamos a las raíces de su testimonio, los descubrimos como testigos
de vida, testigos de perdón y testigos de Jesús.
Testigos
de vida. Aun cuando sus vidas no fueron cristalinas y lineales, ambos eran de
ánimo muy religioso: Pedro, discípulo de la primera hora (cf. Jn 1,41),
Pablo incluso «defensor muy celoso de las tradiciones de los antepasados» (Ga 1,14).
Pero cometieron grandes equivocaciones: Pedro llegó a negar al Señor, Pablo
persiguió a la Iglesia de Dios. Ambos fueron puestos al descubierto por las
preguntas de Jesús: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,15); «Saúl,
Saúl, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Pedro se entristeció por las
preguntas de Jesús, Pablo quedó ciego por sus palabras. Jesús los llamó por su
nombre y cambió sus vidas. Y después de todos estos sucesos confió en ellos, en
dos pecadores arrepentidos. Podríamos preguntarnos: ¿Por qué el Señor no nos
dio como testigos a dos personas irreprochables, con un pasado limpio y una
vida inmaculada? ¿Por qué Pedro, si estaba en cambio Juan? ¿Por qué Pablo y no
Bernabé?
Hay
una gran enseñanza en todo esto: el punto de partida de la vida cristiana no
está en el ser dignos; con aquellos que se creían buenos, el Señor no pudo
hacer mucho. Cuando nos consideramos mejores que los demás, es el principio del
fin. Porque el Señor no hace milagros con quien se cree justo, sino con quien
se reconoce necesitado. Él no se siente atraído por nuestra capacidad, no es
por esto que nos ama. Él nos ama como somos y busca personas que no sean
autosuficientes, sino que estén dispuestas a abrirle sus corazones. Pedro y
Pablo eran así, transparentes ante Dios. Pedro se lo dijo a Jesús de inmediato:
«Soy un pecador» (Lc5,8). Pablo escribió que él era «el menor de los
apóstoles, no digno de ser llamado apóstol» (1 Co 15,9). Mantuvieron
durante su vida esta humildad, hasta el final: Pedro crucificado boca abajo,
porque no se consideraba digno de imitar a su Señor; Pablo, encariñado con su
nombre, que significa “pequeño”, y desapegado del que recibió cuando nació,
Saúl, nombre del primer rey de su pueblo. Comprendieron que la santidad no
consiste en enaltecerse, sino en abajarse, no se trata de un ascenso en la
clasificación, sino de confiar cada día la propia pobreza al Señor, que hace
grandes cosas con los humildes. ¿Cuál fue el secreto que los sostuvo en sus
debilidades? El perdón del Señor.
Redescubrámoslos,
por tanto, como testigos de perdón. En sus caídas descubrieron el poder de
la misericordia del Señor, que los regeneró. En su perdón encontraron una paz y
una alegría irreprimibles. Con todo el desastre que habían realizado, habrían
podido vivir con sentimientos de culpa: ¡Cuántas veces habrá pensado Pedro en
su negación! ¡Cuántos escrúpulos tendría Pablo, por el daño que había hecho a
tantas personas inocentes! Humanamente habían fallado; pero sin embargo se
encontraron con un amor más grande que sus fracasos, con un perdón tan fuerte
como para curar sus sentimientos de culpa. Sólo cuando experimentamos el perdón
de Dios renacemos de verdad. Es el perdón el que nos permite comenzar de nuevo;
allí nos encontramos con nosotros mismos: en la confesión de nuestros pecados.
Testigos
de vida, testigos de perdón, Pedro y Pablo son ante todo testigos de Jesús.
En el Evangelio de hoy Él hace esta pregunta: «¿Quién dice la gente que es el
Hijo del hombre?». Las respuestas evocan personajes del pasado: «Juan el
Bautista, Elías, Jeremías o algunos de los profetas». Personas extraordinarias,
pero todas muertas. Pedro, en cambio, responde: «Tú eres el Cristo» (cf. Mt16,13.14.16).
Cristo, es decir el Mesías. Es una palabra que no se refiere al pasado, sino al
futuro: El Mesías es el esperado, la novedad, el que trae al mundo la unción de
Dios. Jesús no es el pasado, sino el presente y el futuro. No es un personaje
lejano para recordar, sino Aquel a quien Pedro tutea: Tú eres el Cristo.
Para
el testigo, Jesús es más que un personaje histórico, es la persona de la vida:
es lo nuevo, no lo ya visto; es la novedad del futuro, no un recuerdo del
pasado. Por consiguiente, un testigo no es quien conoce la historia de Jesús,
sino el que vive una historia de amor con Jesús. Porque el testigo, después de
todo, lo único que anuncia es que Jesús está vivo y es el secreto de la vida.
En efecto, vemos que Pedro, después de haber dicho Tú eres el Cristo,
agrega: «el Hijo de Dios vivo» (v. 16). El testimonio nace del encuentro
con Jesús vivo. También en el centro de la vida de Pablo encontramos la misma
palabra que rebosa del corazón de Pedro: Cristo. Pablo repite este nombre
una y otra vez, casi cuatrocientas veces en sus cartas. Para él, Cristo no es
sólo el modelo, el ejemplo, el punto de referencia, sino la vida. Escribe:
«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Jesús es su presente y su futuro,
hasta el punto de que juzga el pasado como basura ante la sublimidad
del conocimiento de Cristo (cf. Flp 3,7-8).
Hermanos
y hermanas, ante estos testigos, preguntémonos: “¿Renuevo mi encuentro con
Jesús todos los días?”. Es posible que seamos personas que tienen curiosidad
por Jesús, que nos interesemos por las cosas de la Iglesia o por las noticias
religiosas; que abramos páginas de internet y periódicos, y hablemos de
cuestiones sagradas. Pero de esta forma, nos quedamos sólo al nivel de lo
que la gente dice, de las encuestas, del pasado, de las estadísticas. A Jesús
esto le interesa poco. Él no quiere “reporteros” del espíritu, mucho menos
cristianos de fachada o de estadística. Él busca testigos, que le digan cada
día: “Señor, tú eres mi vida”.
Encontrando
a Jesús, experimentando su perdón, los apóstoles fueron testigos de una nueva
vida. No pensaron más en sí mismos, sino que se entregaron completamente. No se
quedaron satisfechos con medias tintas, sino que se decidieron por la única
medida posible para aquellos que siguen a Jesús: la de un amor sin límites. Se
«derramaron en libación» (cf. 2 Tm 4,6). Pidamos la gracia de no ser
cristianos tibios, que viven a medias, que dejan enfriar el amor. Encontremos
nuestras raíces en la relación diaria con Jesús y en la fuerza de su perdón.
Jesús nos pregunta también a nosotros como hizo con Pedro: “¿Quién soy yo para
ti?”, “¿Me amas?”. Dejemos que estas palabras entren en nosotros y enciendan el
deseo de no sentirnos nunca satisfechos con lo mínimo, sino de apuntar al
máximo, para ser también nosotros testigos vivos de Jesús.
Hoy
se bendicen los palios para los arzobispos metropolitanos nombrados durante el
último año. El palio recuerda a la oveja que el pastor está llamado a llevar
sobre sus hombros; es signo de que los pastores no viven para sí mismos, sino
para las ovejas; es signo de que, para poseer la vida, es necesario perderla,
entregarla. Según una hermosa tradición, comparte también con nosotros la
alegría de hoy una Delegación del Patriarcado Ecuménico, a la que saludo con
afecto. Vuestra presencia, queridos hermanos, nos recuerda que tampoco podemos
ahorrar esfuerzos en el camino hacia la unidad plena entre los creyentes, en
una comunión a todos los niveles. Porque juntos, reconciliados por Dios y perdonados
mutuamente, estamos llamados a ser testigos de Jesús con nuestra vida.
Larissa
I. López
©
Librería Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit






