El
hogar es el lugar donde te aceptan y te aman como eres
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La
imagen de la casa me ha acompañado toda mi vida. El anhelo de hogar está
impreso en mi alma. ¿Acaso no es verdad que sólo cuando me siento en casa puedo
ser yo mismo?
Hay lugares que son así. En
ellos echo raíces y me siento en casa. Por eso es difícil desprenderme de esos
lugares familiares donde ha transcurrido mi infancia. Una casa, un terreno,
unos caminos, unas piedras, unos paisajes.
Se graban en el alma
imágenes sagradas y cuesta borrarlas. Un vacío inmenso crece en mi interior al
pensar en lo que he perdido. O quizás no está perdido. Sigue dentro de mí
grabado a fuego. Lo veo. Lo siento.
No mueren las raíces
profundas que llevo dentro, pegadas al alma. ¿Cómo va a desaparecer esa roca
sobre la que cimenté la casa de mi vida?
Está
vivo en mi interior el hogar familiar. Ese que nunca dejará de existir. Aparece cada vez que
cierro los ojos y camino despacio hacia el lugar donde descanso. No importa que
ya no pueda ir físicamente. Siempre me queda el alma para buscar allí el reposo.
En la
tierra seguiré buscando hogares en los que echar raíces. Donde sentirme en
casa. Y querré tener mi anclaje en el corazón de Dios. Porque allí puedo
descansar cada vez que guardo silencio y me quedo a solas con Dios. Dice el
salmo:
“Señor,
¿quién puede hospedarse en tu tienda? El que procede honradamente y practica la
justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. El que
no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al
impío y honra a los que temen al Señor”.
Quiero
hospedarme en la presencia del Señor. ¿Cómo tengo que actuar para poder
hacerlo? Necesito hacer más silencio. Busco llevar una vida intensa de oración y estoy tan lejos…
Mi
fuente está en Dios y mi pozo parece vacío. Vivo inquieto buscando hogares por
todas partes sin detenerme un momento. Sin descansar en el que de verdad me da
descanso.
Que mi
tiempo de descanso sea en Dios. Que pueda buscarle a Él que calma
todas mis ansias. Decía santa Teresita del Niño Jesús:
“Para
mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada hacia el cielo, un
grito de agradecimiento y amor en medio de la prueba o en medio del gozo. En
fin, es algo grande, sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús”.
La oración ese ese grito que
busca el silencio. Ese remolino que desea la pausa. Ese fuego que anhela la
brisa. ¿Quién puede hospedarse junto a Dios? No lo sé.
Me he llenado el alma de
exigencias imposibles y creo que nadie es digno. Yo tampoco lo soy. Lo digo
cada día en la eucaristía. Él me hace digno, no siéndolo. Se me olvida.
A veces creo que soy digno
porque no he caído, porque no cometo demasiados pecados grandes. Ni robo, ni
mato. ¿Basta con eso? ¿Sólo los puros pueden hospedarse en su presencia? ¿Qué
me queda a mí que tengo el alma impura? Comenta
el padre José Kentenich:
“¿Acaso
una enorme cantidad de cristianos, también de los fervorosos, no vive como si
la ley fundamental del mundo fuese la justicia? ¿No viven todos ellos, aunque
hablen de manera distinta, como si la ley fundamental del mundo fuese
la justicia? ¿Es también en mi vida el temor frente a Dios la ley
fundamental del mundo? ¡Cuántos hay hoy en día que se sienten tratados por Dios
como un perro apaleado o al que hay que apalear!”.
Hospedarme con Dios me habla
de una amistad en desproporción. No me siento digno. Siento a veces que Dios no
quiere que esté a su lado. Él es justo y yo merezco el rechazo. Veo que me lo da todo. Yo tengo tan poco que
darle. ¿Cómo sentirme digno de hospedarme en su casa?
Todo
es posible para Dios. Necesito cambiar mi forma de mirar. Siempre
el amor es asimétrico. La simetría no suele darse en la vida.
Amo
sin mirar cuánto soy amado. No me preocupa. Por eso creo que a
Dios tampoco le importa. No mira lo poco que traigo. Ni se escandaliza con mis
ropas y mi suciedad.
Sabe de dónde vengo, de la
batalla diaria. Conoce mi pobreza y ha sentido mi clamor, el grito de mi alma. Ha
visto que he caído por mi debilidad. Y me ha tendido la mano. Ha querido que me
hospede con Él.
¿Y si no soy honrado, ni
justo, ni mis intenciones son leales, y calumnio, y hago mal al prójimo y
difamo? ¡Cuántas veces lo he hecho!
Entonces no soy digno. La
puerta es estrecha. Tendré que abajarme en la humillación para pasar por ella.
Una puerta pequeña hecha para los niños.
He crecido. Soy adulto e
indigno. Quiero cambiar. Sé que si me hospeda Dios en su casa, si me deja morar
en su presencia, ser hijo en su corazón, tener mi casa en su casa, si Él hace
posible que yo sea digno, entonces todo será más fácil. Se ensanchará mi corazón de hijo. Y podré
aspirar a lo más grande. Dejaré de conformarme con una vida mediocre.
A menudo me siento tan
pequeño… Podré ser yo mismo y crecer hacia dentro en
un hogar seguro y estable junto a Dios. En su hondura. En su radicalidad. La
palabra radical tiene que ver con tener raíces hondas. Dice Manuel Vicent:
“Lo
radical es algo sólido, está afincado a una esencia, a una tierra, a una cosa
tuya, a unos genes, a tu cultura, y la libertad, en cierto modo, te permite
distancia con todo ello. Son dos palabras que suenan bien, eufónicas, da la
sensación de que todo el mundo quisiera ser radical y libre”.
En Dios puedo ser las dos
cosas. Radical, sólido, estable, con raíces hondas. Y muy libre al mismo
tiempo. Capaz de volar en las alturas tomando distancia y volver para descansar
de nuevo.
Por eso creo que necesito
más que nunca arraigarme en el corazón de Jesús. Allí es Mambré. Es Betania. Es
hogar. Es familia. Allí me siento amado
como un niño, soy su hijo predilecto.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia