Basta una vida justa, la suya, entregada por muchos, para que
la misericordia de Dios llegue a todos. Basta Jesús mismo
Abrahán
puso a prueba la misericordia de Dios: “Si
hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás al lugar
por los cincuenta inocentes que hay en él?”. Y Dios le responde
mostrándole su misericordia infinita: “Si
encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la
ciudad en atención a ellos”.
Abrahán intercede por su
pueblo. Pide por ellos para salvarlos. Y Dios promete misericordia. Basta con
encontrar un puñado de justos para salvar a todos. El número baja de cincuenta.
¿Es suficiente con unos pocos justos? ¿Bastaría un solo justo para salvar todo
un pueblo? ¿Habrá un hombre justo?
Hoy veo a mi alrededor tanta desconfianza… Lo entiendo. Hay
demasiada corrupción, fraudes, engaños. ¿En quién se puede confiar? ¿Quién es
suficientemente justo como para permanecer fiel después de ser tentado?
Conozco hombres justos.
Conozco santos en este mundo. Yo no los canonizaría, no soy quién. Pero sí
defendería su justicia, su forma de vivir y enfrentar las dificultades, su
forma de amar desde la misericordia. Me conmueve.
Veo cómo son y sé que a
personas como ellos es a los que se refiere Abrahán. Basta
con unos pocos para salvar a muchos. ¿Los conozco? ¿No estoy yo llamado a
ser uno de ellos?
Jesús, que es justo, viene a
salvarme a mí que soy pecador. Viene a salvar a todo mi pueblo. Basta una vida
justa, la suya, entregada por muchos, para que la misericordia de Dios llegue a
todos. Basta Jesús mismo.
Y siguiendo su ejemplo yo
estoy llamado a hacer lo mismo. Quiero ser justo.
En ocasiones creo que Dios
será más misericordioso si yo soy justo. O si algunos hombres son santos
haciendo su querer. Pero no es
así. No es esa la razón por la que Dios es misericordioso conmigo.
Su
misericordia es eterna, es sin medida, no se fija en mi mal, ni en mis caídas. Actúa
con misericordia siempre salvando al que ha caído.
Pero yo sí necesito encontrarme
con personas sin tacha, con personas buenas, que me animen a creer en la
misericordia de Dios. Personas que
actúan atadas a Dios. Como ángeles de Dios en la tierra.
Puede que les exija a veces
lo imposible. Quiero que sean justos aquellos a los que sigo, aquellos en los
que creo. No quiero que me decepcionen.
Asumo
que pueden fallar. Pero no quiero que caigan. Porque cuando lo hacen es como si
se cayera por tierra toda mi esperanza.
Me duele el pecado de los
hombres porque me hace pensar que es imposible ser santo. Y acabo pensando que
nadie puede. Pero no es verdad.
Sé que pueden
los que se saben pequeños y débiles. Pueden los que reconocen que la fuerza de
Dios es la única fuerza que importa. Y se miran con alegría sabiendo que Dios
los ama como son. Ese amor es lo que cuenta.
Pero veo claro que yo no
acabo de creerme del todo que la debilidad sea lo que Dios más ama en mí. Aquello
sobre lo que Él construye. Comenta el padre José Kentenich:
“Cada uno de nosotros es una mina de oro. No
somos tan malos por el pecado original, como con frecuencia pensamos. Hay
muchas cosas muy buenas en cada uno. Especialmente en nosotros que hemos
mostrado que sabemos entregarnos de un modo noble. Pero esto vale también de
otros. Y si encuentran al hombre más infame en la calle. Esto fue la pieza
capital de Don Bosco. Siempre y siempre estaba buscando
el punto de contacto: ¿Dónde
hay aquí una predisposición noble, también en el criminal? Esto lo debo
abrazar interiormente con fe, debo estar convencido de esto”.
Abrahán cree en la bondad
oculta debajo del pecado de todo un pueblo. Habrá algunos justos, piensa él.
Dios también cree en la bondad que hay detrás de mi debilidad. Construye sobre
mi barro manchado, oscuro, sin luz.
La misericordia de Dios es
la que me salva de los límites que yo mismo me impongo. Me rescata desde ese
pecado que mancilla mi alma clara.
Dios me mira con
misericordia y esa mirada me basta para que se eleve mi ánimo y pueda seguir
creyendo en lo bueno que hay en mi corazón y en el corazón de las personas.
No me
alejo de aquel que ha pecado después de su caída, por miedo a que me manche. No
hablo mal de él por haber caído sintiéndome mejor al oír la crítica.
He visto con demasiada
frecuencia juicios injustos sobre los débiles. Hacen leña del árbol caído.
Siempre lo he visto. Un día caeré yo. Mi fama, mi nombre. Harán leña de mi vida.
¿Basta un solo justo para
salvar todo un pueblo? ¿Quién mide la justicia del justo? Los ojos de Dios son
los que miran muy dentro de mí, por encima de las apariencias.
Dios ve mi corazón y sabe lo
que siento, lo que sufro, lo que entrego. Comprende mis debilidades. Acepta que sólo
la misericordia va a salvar mis pasos. Es lo que me salva. Su mirada que me
levanta. Yo no juzgo al pueblo
pecador. Y tampoco decido quién es justo y quién no lo es.
Quiero ser testigo de la
misericordia de Dios. Él me salva. Sostiene mis pasos. Me saca de la oscuridad
de mi noche. Me hace brillar en medio de las tinieblas. Hace clarear mi
justicia. Si dejara que Dios se hiciera dueño de mi vida.
Puede hacerlo si le dejo.
Puedo ser uno de esos justos que salva a un pueblo. ¿Quiero yo ser fiel en
medio de la noche, cuando me faltan las fuerzas y parece que se me escapa la
esperanza? Sí, vuelvo a elegir a Jesús para seguir sus pasos. Vuelvo a optar por Él en medio de mi fragilidad.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia