Es
difícil conocer el punto medio entre callar demasiado y hablar de más, pero a
veces conviene que hablen mal de ti
Siempre
me gustó un cuento del danés Hans Christian Andersen. Lo
escribió en torno a 1837 y llevaba
por título El traje nuevo del
emperador. Dice el cuento que…
“Unos
sastres, tras disfrutar varios días de los beneficios que les brinda la vida en
la corte del Rey, le comunican que han terminado su trabajo y anuncian a quien quiera
escucharlos que han confeccionado para el Rey el traje invisible más hermoso
del mundo, tan hermoso que sólo los tontos no pueden verlo”.
Así el Rey, orgulloso con su
traje, pasea por sus tierras, completamente desnudo. Todos se admiran del traje
invisible, para no pasar por tontos. Hasta que un niño sorprendido grita: “¡El Rey está desnudo!”. Y entonces
todos reconocen la evidencia y ríen a carcajadas.
Hay muchas lecturas de este
cuento que me dan qué pensar. A menudo callo, no digo todo lo que de verdad
pienso de
la vida, de los hombres. Quizás evito la confrontación o hacer ver al otro una
verdad difícil de asumir.
Puede ser que también lo
hagan conmigo. Callan, buscando adularme. Fingen y me hacen pensar que mi traje
es espléndido, el mejor traje del mundo.
Me
dicen que soy muy valioso, que mi forma de ser, de vivir, de amar es la mejor.
Y yo me lo creo. Y voy desnudo por la calle pensando que soy la
persona más elegante del mundo. ¿Tanto cuesta aceptar la verdad que duele e incomoda?
No siempre estoy preparado.
A veces encuentro personas que dicen lo que ven en mí sin miramientos. Gritan
que el rey está desnudo, con claridad, sin mitigar la verdad dolorosa.
No sé
bien dónde está el punto medio entre callar demasiado y hablar de más. Entre herir y dejar
vivir al otro feliz en su mentira.
No sé qué es mejor a veces.
Callar o hablar. Respetar los tiempos o violentarlos. No sé si es mejor saber
que voy desnudo, o creer que tengo el mejor traje jamás tejido.
Tampoco sé cuándo
voy a estar preparado para llevar con paz esa verdad violenta que me incomoda. La verdad sobre mi vida.
La verdad que escondo. La verdad que duele. O mejor aún, la verdad de mí que
desconozco.
Dicen
que hay una zona ciega de mí que yo no veo.
Normalmente me muevo en las
zonas que controlo. Lo que muestro y todos ven porque es trasparente. Lo que no
muestro porque no estoy orgulloso y tiene que ver con mi historia de dolor, con
mis debilidades y defectos. En estas
dos zonas sé bien la imagen que doy y la que escondo. Y depende de con quién
esté develo o no lo que está oculto.
Pero luego hay otras cosas
que los demás ven al observarme y yo no veo. Sacan sus propias conclusiones. Pero no
sé bien por qué motivo, no me lo cuentan. Esa es mi zona ciega.
No sé bien lo que muestro
sin querer. No sé por qué no me lo dicen. Callan por
pudor, por miedo, por respeto, ya no lo sé. Luego quizás de lejos lo
comentan con sus amigos y me critican. Y yo me quedo sin conocer esa verdad de
mi vida que me acompañará siempre.
Voy desnudo con mi traje y
nadie me dice que no hay traje, que es todo mentira. Me
tejo yo mi imagen, la que me gusta, tratando de vender el mejor yo posible.
Para ser aceptado, reconocido, valorado.
Y sufro cuando valoran más a
otros que a mí. O siguen más a otros a los que yo veo peores. O soy yo mismo
entonces el que se siente pequeño y sin valor a los ojos del mundo, estando yo
desnudo pretendo estar vestido.
Y espero alabanzas, sonrisas
y aplausos. ¡Cuánto me debilita el elogio! Y la
humillación que me hace fuerte tarda en llegar. Contaba santa Teresita de sí misma:
“Dios
ha arrojado un velo sobre todos mis defectos interiores y exteriores. Este velo
a veces me proporciona ciertos cumplidos de parte de las novicias. Sé muy bien
que no lo hacen por adularme, sino que son expresión sincera de lo que
ingenuamente piensan. Esto no puede despertar en mí vanidad, porque tengo
incesantemente presente el recuerdo de lo que soy. Sin embargo, a veces me
viene un deseo muy grande de oír otra cosa que alabanzas. Dios levanta el velo
que esconde mis imperfecciones y entonces mis hermanitas al verme tal como soy,
ya no me hallan del todo a su gusto. No me explico cómo algo que desagrada
tanto a la naturaleza puede causar una dicha tan grande; si no lo hubiera experimentado
no podría creerlo”.
¿Llegará ese día en que me
regocije cuando se acerque a mí un niño para decirme que estoy desnudo? ¿Sonreiré
algún día al ser criticado? ¿Me alegraré cuando me difamen y hablen mal de mí?
Estoy lejos de vivir así la
crítica y el juicio. Quiero ser cada día más consciente de mi
zona ciega.
De mi traje invisible, de mi protección inútil. Ese traje que creo que esconde
todo lo feo que hay en mí vistiéndolo de belleza.
Pero todos me ven cómo soy,
en mi debilidad. Aun pretendiendo yo estar bien vestido y cubierto, me ven
desnudo. Vana ilusión. Me hace
bien ese niño que me muestra la verdad.
Quiero atreverme yo a ayudar
a otros a descubrir sus verdades. Sólo cuando sea el momento y estén preparados
para besar su herida. Como yo, que
necesito mi tiempo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia