Cuidado con la lucha interna entre la caridad y los valores
del mundo y el dinero
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Hay
una elección difícil: ¿Dios o el dinero? ¿Dios o el mundo? Reconozco que me
cuestan esas disyuntivas tan tajantes. Jesús me lo dice con claridad:
“Ningún
siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al
otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis
servir a Dios y al dinero”.
Dos señores, dos extremos. Dos
formas de entender la vida. Dos caminos marcados y una sola
elección. Elijo a Dios o al dinero. A Dios o a los bienes que me hacen esclavo.
Dios parece separarme del
mundo. Hoy en día Dios parece ausente de lo humano. He separado a Dios de mi
vida. Lo he reducido al espacio de la sacristía, de lo sagrado. Allí donde
inclino la rodilla y siento que Dios me mira, me ama o me juzga. Allí donde me
desnudo para ser sólo criatura.
Pero luego salgo
al mundo y ya no miro a Dios. Él sí me mira. En el mundo me olvido
de Él, de su rostro, de su presencia. Pienso que voy solo y puedo con todo.
En el
mundo me arrodillo ante los hombres suplicando amor, respeto, admiración. Me
arrodillo más que ante Dios. Busco desesperadamente el amor del mundo.
Y ese amor es esquivo. Va de
un lado al otro. Hoy lo recibo. Mañana desaparece. Y yo tengo el regusto del
amor probado. Y quiero más. Necesito más. Y me pongo obsesivamente a buscar en
el mundo lo que no me da Dios.
Dos
señores que luchan por mi alma. Separo lo que está unido en Dios.
¡Qué paradoja! Es el pecado original el que dejó mi alma
rota. Y luego mis propios pecados, mis caídas ante la tentación, acabaron
dividiéndome por dentro. Dos señores.
Y yo
opto. Un día por uno. Otro día por el otro. No sé integrarlos en mi alma. Es
como si al dirigirme a uno el otro desapareciera. Como si al vivir en el mundo
Dios no tuviera nada que decirme de las cosas del mundo.
Es como si sólo huyendo del
mundo tuvieran sentido mis pasos. Renunciar a todo, al móvil, al dinero, al
poder, a mi nombre. Y esconderme en lo oculto de una gruta esperando esa voz de
Dios que acaricie mi alma.
Yo solo sin el mundo. ¿Es
eso lo que quiere Dios que haga? Mi alma se turba. Dos señores. Dos caminos.
Dos extremos. Dos banderas. ¿Tengo que elegir una de las dos? ¿No
puedo ser de uno y del otro al mismo tiempo?
Me debato en una lucha
interna que
me rompe por dentro. Pero yo no quiero que eso ocurra en mí. No deseo que esta
disyuntiva me rompa por dentro. Dios o el dinero.
Quiero
que se integren en mi vida el mundo y Dios. O que Dios reine en el mundo. O que su
poder me haga capaz de vivir con libertad ante los bienes, ante el poder, ante
la apariencia. ¿Es eso posible? ¿Se pueden integrar?
En Dios no hay división
alguna. Todo está unido. Nos hizo hombres. Con alma y cuerpo. Rotos por el
pecado. Pero llamados a la reconciliación por la misericordia. El mundo quiere
ser redimido. No quiere Dios que haya división en mi alma. Decía el papa Francisco
en Cuaresma:
“Lo
que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, ‘raíz de todos los
males’(1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no
querer buscar consuelo en Él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes
que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos”.
Es la avidez por el dinero
la que me separa de Dios. La obsesión por tener cada día más. La intranquilidad
ante la escasez de bienes. Ese afán por poseer.
Ese extremo es el que me aleja de Dios.
Ahí reina el dinero en mí,
no Dios con su bondad. Ahí está el dinero y el mundo dictando su
norma. Es
el mundo el que me dice cómo debo vivir y cuáles son los valores para elegir.
Los
valores del mundo se meten en mi alma. Lo que está de moda. Lo que más
dinero cuesta. Lo que más aparenta. Me quedo enganchado en pensamientos
mundanos que me alejan de Dios. Y lo aparto de mi vida. Me vuelvo mezquino, avaro, egoísta, envidioso.
El dinero pasa a ser lo más importante en mi vida. Leía el otro día:
“Un
estudio publicado recientemente en Francia dice que el dinero ocupa el primer
lugar entre los temas que los padres afrontan con sus hijos, mientras que los
sentimientos ocupan el último lugar. Y si un adulto habla únicamente de dinero,
¿cómo va a comunicarse con un joven?”.
El
dinero se convierte en el valor fundamental. A esto se refiere Jesús. Un corazón dividido en
el que gobiernan los valores del mundo. Lo
nuevo, lo valioso, lo inmediato, lo último. Pierde el valor lo de siempre. Y la
austeridad no cuenta como valor de vida.
El gasto desmesurado. Se
pierden las proporciones. Todo vale con tal de poseer, tener,
adquirir. Se mete en mi alma la mentalidad de un mundo enfermo y roto.
Y
quiero poseer para valer más, para ser más feliz, para tener éxito y lograr las
metas que me atraen. Hablo de dinero o de las cosas que logro con dinero.
Gasto, quiero vivir bien. Me
adapto al lujo que el mundo me ofrece. No me conformo con cosas baratas. Pienso
que me lo merezco. Que por eso trabajo tanto. El mundo se mete dentro de mí. O
mejor, una mentalidad mundana me aleja de Dios.
Dios en mi sacristía, en mi
misa dominical, en las cosas espirituales que leo y me dejan tranquilo cuando
no me hablan de renuncias, de pobreza, de generosidad.
El mundo, su espíritu, muy
dentro de mí. Me enfermo y la división se hace más fuerte. Sólo puedo servir a
un señor. Tienen más fuerza estas palabras de Jesús. O le sirvo a Él o sirvo al dinero que me obsesiona.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia