A veces Dios te pide que no temas, que sueltes amarras y
dejes que la barca se adentre en lo oscuro de un mar incierto
No
estoy acostumbrado a caminar sobre las aguas. No lo hago bien, me hundo. Sólo
sé remar en el mar cuando se pone bravo y parece que el sentido del camino se
nubla de repente. Sólo sé confiar. Esperar contra toda esperanza. Eso también
lo he hecho.
Y saber que mar adentro las
cosas no se ven igual, algo se enturbian. Y brota un miedo visceral en las
entrañas. Ese temor a que mis planes no sean los que
resulten. Y
mis cálculos humanos fallan. ¡Benditos cálculos!
Como si pudiera yo con mis
manos, mis ojos y mi alma labrar un futuro cierto, seguro y fiable. Tan vanos
son mis días, tan pobres.
Dice la Biblia: “¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién
comprende lo que Dios quiere?”.
Conocer lo que Dios quiere.
Pensar que lo conozco y adentrarme en el mar. No lo entiendo.
El otro día miraba una barca
varada en la arena de la playa con marea baja. Permanecía quieta, inmóvil,
encallada en la arena que no la dejaba navegar.
Esperaba la subida de la marea
pacientemente. Pasó el tiempo, seguía quieta, el mar lamía su base lentamente.
Poco a poco fue acercándose y al final se vio envuelta de nuevo por las aguas.
Se balanceaba en las aguas
tranquilas de la playa. Ya la arena no retenía sus pasos. Podría adentrarse en
el mar en cualquier momento. Si levaba el ancla.
Podría
aventurarse en hondos mares, inciertos, peligrosos. Podría. Si no tuviera firme
el ancla. Ya había agua a su alrededor. Sólo faltaba
el ancla. Era el ancla su miedo a lo desconocido. A perder todo lo que
dejaba en la orilla atado a la tierra. El miedo a lo incontrolable. A lo que no
comprende.
Hay decisiones que tomo
cuando no hay agua, atado a la arena. Otras las tomo ya en el agua con el ancla
firme. Hay otras que tomo en medio del mar, con rumbo incierto y el mar
revuelto.
En
cada caso busco decidir lo que Dios quiere. Susurrándome al oído lugares que no
conozco, que no controlo. Tal vez sólo quiere que me desprenda de ataduras
extrañas. De miedos reales. Y los deje atados en la playa.
Escucho que me dice en mi
corazón: “Descansa,
que la travesía va a ser larga. Ya verás cómo te llevaré hasta otra orilla. No
dejes de remar. Que no se ve nada. Confía”.
Me gusta esa voz que habla
en el silencio. Dentro de mi alma cuando me turbo y tengo miedo. Es tan
fácil perder la confianza. Nunca hay un momento ideal para hacer nada.
Nunca es perfecto lo que
Dios parece pedirme sin que yo lo entienda. No lo sé. Miro mi barca apegada a
la tierra sin agua. Me da miedo que Dios me saque de la
comodidad.
Mi barca sin el ancla me
pone inseguro, a merced de las corrientes y los vientos. ¿Cómo
no voy a temer la vida cuando todo parece tan endeble?
El mar encrespado, casi
violento. Y las olas. Y la profundidad que me turba. Y las nubes que todo lo
oscurecen. Y mi alma henchida como una vela por ese viento que viene de lo más
hondo.
Rezo a Jesús con las
palabras de san Agustín al encontrarse con la mirada de Jesús en su alma:
“¡Tarde
te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de
mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba
sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no estaba
contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuvieran en ti, no
existirían. Me llamaste y clamaste y quebrantaste mi sordera. Me tocaste y
deseé con ansia la paz que procede de ti”.
Ese
Dios es el que busco, el que encuentro, el que amo. Desparramado a veces en el
ruido y las furias de los vientos. Buscando fuera de mí una paz que llevo
dentro. Dejando que entren en mí ruidos que me turban y no me dejan confiar
en el poder de ese Dios que me ha creado para amarme.
Se me olvida. Mientras
acaricia la tierra el fondo de mi barca. Me mantengo seguro en la arena de una
playa que ha retenido mis pasos.
Miro de reojo el ancho mar y
sus vientos. Busco a Dios en esas olas y esos cielos. Está
dentro de mí. De
mis miedos e inseguridades. Dentro de mi alma sagrada. Cuando hablo con voz
segura, cuando tiemblo agobiado por tantas cosas.
Su voz me calma. Su voz que
me pide que confíe. Guardo silencio. Digo que sí, que le quiero, que le he
encontrado dentro de mí mismo, en lo más profundo.
Y ya
no tengo miedo porque siempre va conmigo. Sus pasos en los míos. Su barca en mi
barca. Porque no se baja de mí. Aunque parezca dormir
en medio de las tormentas. Pero no duerme.
Aguarda
tan solo a que yo lo mire. Y le suplique que haga algo por mí. Tal vez no lo hace.
Pero sonríe. Con la paz de un padre que parece tenerlo todo bajo control. Todo
seguro en sus manos. En sus huellas.
Junto a Él tendido en mi
barca sigo remando. Levo el ancla sin saber qué va a pasar cuando no esté
seguro. Y se muevan las aguas dispuestas a llevarme a lo más hondo, a lo más
lejano.
Dejo
esas seguridades que me atan. Con una cuerda firme para que nada tema. Dejo
de lado tanto que era parte de mí. Siento el desgarro. El desarraigo del alma
alejándose de la orilla. ¿Era necesario?
Tal vez hay momentos
concretos en los que Dios me pide que no tema. Que
suelte amarras. Y deje que la barca se adentre en lo oscuro de un mar incierto.
Y
me pide entonces que no tema, que confíe. Sin conocer el futuro. Sin comprender
sus planes. Pero quiere que siga navegando. Remando con fuerza. No sé caminar
sobre las aguas. Me hundo. Pero dejo que
mis remos rompan las aguas. Poco a poco. Mar adentro.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






