Buscando
una presencia que lo llena todo, la de la Virgen presente en tantos rostros
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| Challenge Roddie |
Tengo
claro que Dios no necesita mis capacidades, ni mi fuerza, ni mis talentos. No
me hizo capaz de todo. No logró en mí una obra perfecta. Continuamente veo mis
límites y me asombro siempre de nuevo.
Yo, que quería tocar con mis
manos las estrellas. Yo, que soñaba con surcar los mares hasta orillas
imposibles. Yo, que quería tener en mi corazón toda la sabiduría del mundo. Yo,
que iba a ser siempre valiente y audaz. Yo,
no pude, caí, fui débil. Y en mi dolor María me mira conmovida y me dice con
ternura y fuerza al mismo tiempo:
“Oye
y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y
aflige. No se turbe tu corazón, no temas esa ni ninguna otra enfermedad o
angustia. ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No
soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”.
Me lo dice con esa
delicadeza que tienen las madres para consolar las almas de sus hijos pequeños.
Y yo me quedo de rodillas ante su rostro moreno.
Es verdad, es mi Madre. Y yo me siento tan
pequeño como ese indiecito Juan Diego en Guadalupe, que huyó de su voz y la
volvió a encontrar cada vez que se escapaba. Y su abrazo sostuvo su debilidad.
Me detengo yo igual ahora.
Ante ese monte que parece pequeño. Ante esa imagen que parece lejana. Porque
apenas distingo su rostro en la distancia.
Y yo soy de buscar rostros
en la noche, en las tinieblas, en el dolor y en la paz. Necesito rostros amigos
que me sonrían. Busco rostros en los que descansar. A los
que acoger.
Rostros
distintos, nuevos, diferentes. Blancos, morenos. No importa. Rostros que
sonrían.
Es tan fácil cambiar el rostro con una sonrisa, y con la mirada. Y una
palabra amable en medio de gritos y silencios.
Y una
presencia que lo llena todo. La de María presente en tantos rostros. ¿No es verdad lo que me
decía una persona el otro día? “Busco el rostro de una imagen y se me olvida
buscar el rostro de María en los miles de rostros que pasan por mi vida”.
La
ceguera del alma es la peor ceguera. La que no ve al que sufre. La que no se detiene ante
el herido. La que menosprecia al pobre, al diferente, al distinto. La mirada
que se olvida de buscar a María en tantos rostros.
Me
arrodillo ante mi Madre, junto a Juan Diego.
¡Qué
lejos estoy yo de sentirme como él, pobre y necesitado! Me creo capaz de
tantas cosas… Y sólo suplico a Dios ayuda cuando mis pies cansados piden
descanso y mis manos errantes anhelan un abrazo.
Yo y mis pretensiones tan
del mundo. Yo que quiero llegar a lo más hondo de la tierra y a lo más alto del
cielo. Y miro a María desde la hondura de mi
debilidad. Ahora
cuando toco en mi piel la soledad del alma. Y brillan en el cielo las estrellas
mirándome.
Y contengo el aliento. Y
escucho su voz de Madre. Es verdad, está Ella. Y su abrazo sostiene mi vida
como siempre. Desde aquel día lejano ya en el tiempo en el que me abrazó por
primera vez por la espalda y susurró a mi oído. Entonces yo no conocía aún su
voz:
“¿Dónde
vas sin mí, hijo mío? ¿Qué vas a hacer tú si yo no te sigo con mi mirada?”.
Y yo me quedé turbado y
lloré, como un niño. Como Juan Diego incapaz de ir a hablar con el obispo. Yo
también incapaz de levantar el mundo en mis manos pobres. Vana pretensión de mi
ignorancia.
Ahora de nuevo, pasados ya
los años y los rostros por mi alma. Ahora después de haber surcado ya los mares
y las vidas de tantos en mi barca endeble. Sí, de
nuevo de rodillas ante María como hace ya tanto.
Es Ella la misma de
entonces. Ahora la tez más morena. Y sus manos cálidas. Y su sonrisa reflejada
en sus ojos. Mirándome a mí que estoy caído en la
tierra. Soy su hijo.
Y sonrío por dentro. ¿Por
qué temer lo que no conozco? ¿Por qué empeñarme en sujetar mi vida
controlándolo todo? La confianza y la paciencia son bienes escasos. Yo los
deseo y los busco como un niño con el alma algo rota.
Y confío en que María no va
a dejar nunca de sostener mis pasos. Va a guiar mis manos. Va a encender mis
palabras. En la hoguera de un amor que sólo Ella conoce. Yo me fío. Siguen
los miedos acechando mi alma, pero me fío.
Siento que Juan Diego, ese
indiecito temeroso y confiado, me marca un camino en la arena del desierto. En
las aguas de un mar desconocido.
Y yo creo que María es mi
Madre siempre, en cada momento. ¿No noto de nuevo su abrazo por mi espalda?
Sonrío. Y la busco a Ella oculta en tantos rostros nuevos. En rostros amigos.
En rostros que sufren.
Y veo su voz que me invita a
seguirla. Ella va primero. Yo sigo sus
pasos. Ya no temo. Mi vida está en sus manos. Como la de Juan Diego.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






