Esta hermosa forma de devoción a la Virgen
es el distintivo y compendio del culto Mariano
El mes de
octubre nos ofrece la oportunidad, una vez más, de invitar a todo el pueblo
cristiano a practicar una forma de oración que es, justamente, muy amada por
la piedad católica y que no ha perdido nada de su actualidad, en medio de las
dificultades de la hora presente: me refiero al rosario de la santísima Virgen
María (Pablo VI, exhortación apostólica Recurrens mensis october, 7 de octubre de 1969).
Cuatrocientos veintinueve años han pasado desde que
las tropas aliadas de España, Venecia, Génova y otras repúblicas italianas,
alentadas por el Papa Pío V, infligieran una pesada derrota a los ejércitos de
la Media Luna en el golfo de Corinto: victoria de las armas cristianas más
conocida con el nombre de Lepanto, 7 de octubre de 1571.
Ese día, primer
domingo de octubre, las campanas de la Ciudad Eterna anunciaron ruidosa y
alborozadamente la alegre y trascendental noticia. Rezaba toda la cristiandad.
Rezaba el Papa Pío V; el primer Papa del rosario, que el 7 de octubre de 1572
instituyó la fiesta de Santa María de la Victoria.
Gregorio XIII,
un año después, sustituyó el nombre de esta fiesta por el de la Virgen del Rosario.
Estas fueron las palabras de la bula "Cayendo en la cuenta también de que
el mismo día 7, que entonces fue primer domingo de dicho mes de octubre, todas
las cofradías, establecidas por todo el mundo bajo la advocación de dicho
Rosario, saliendo procesionalmente, según sus laudables normas y costumbres,
elevaron a Dios piadosas oraciones, las cuales hay que creer que fueron muy
provechosas para conseguir dicha victoria por la intercesión de la Santísima
Virgen, hemos juzgado que haríamos una buena obra si, para conservar el recuerdo
de tan gran victoria, evidentemente concedida por el cielo, y para dar gracias
a Dios y a la Santísima Virgen, instituyésemos una fiesta solemne denominada
del Rosario, que habrá de celebrarse el primer domingo del mes de
octubre" (Monet
Apostolus, 1 de abril de 1573).
"¿Queremos ser cristianos, es decir, imitadores de Cristo?
Contemplemos a María" (Pablo VI, 24 de abril de 1970). Cualquier
consideración, ya sea dogmática, litúrgica, pastoral o espiritual con respecto
a María debe estar relacionada con Cristo. No hay culto mariano verdadero, no
existe devoción auténtica a la Madre de Jesús si no está fundada y se origina
en Cristo. Y el rosario es el "distintivo y compendio del culto
mariano" (León XIII Optimae
quidem spei, 21 de julio de 1891). No debe, pues, esta devoción
desligarse del auténtico culto cristiano, que es trinitario y cristológico
(significados en el rosario por el rezo del Padre nuestro y del Gloria).
El rosario debe, por ello mismo, estar íntimamente
unido a Jesús, porque el rosario es eminentemente evangélico. El rosario es el
Evangelio hecho oración.
Una oración contemplativa
Es la
contemplación no solamente de las maravillas realizadas por Dios en María, sino, sobre todo y
principalmente de los eventos salvíficos de Cristo, enunciados en expresiones
sencillas y sintéticas: en esos acontecimientos de la historia de la salvación
la presencia de María es obligada, por cuanto su actuación en los misterios de
la redención fue históricamente determinante.
La
Perfectae caritatis afirma que la contemplación es una adhesión a Dios con la mente y con el
corazón (cf. n. 5). Es una forma de oración que tiene como contenido el
misterio del reino de Dios, presente en el alma, y que pretende e invita a
adherirse con mayor firmeza y de forma personal a él por una profundización en
la fe. Pero la contemplación no debe reducirse a un mero
ejercicio silencioso de la inteligencia ni a una mera ráfaga de sentimientos y
afectos: comprende toda la persona y debe, al mismo tiempo, concluir en un
compromiso concreto de santidad, de vida de gracia, porque María, libre de todo
pecado, quiere conducirnos al apartamiento del pecado (perdona nuestras ofensas,
ruega por nosotros pecadores). Ambas dimensiones de la contemplación están
presentes en el rosario. Por una parte, se afirman las verdades más esenciales
del evento redentor de Cristo y, por otra, el corazón suplica repetida y
ardientemente a María que esta verdad fundamental -que no es otra que el
kerigma de la primera comunidad-, es decir, la salvación, se realice por medio
de su poderosa y maternal intercesión.
Si se suprime este carácter de contemplación así
entendida, el rezo del rosario puede correr el riesgo de recitarse de forma
mecánica, superficial, como mera repetición de unas fórmulas que se aprendieron
de memoria, pero carentes de un auténtico espíritu de oración.
El rosario es, a su vez, una oración hecha súplica.
Cuando Clemente VII aprobó en 1534 las cofradías del Rosario, justificaba su
institución porque consideraba que el rosario era una oración muy
"saludable y fructuosa" y su rezo "ha obtenido grandes
bienes" (Etsi
temporatium).
Grandes bienes y saludables frutos pueden considerarse:
la victoria contra las herejías, la extensión de las fronteras del Reino, el
restablecimiento y conservación de la fe, el rechazo de las tentaciones, la paz
entre las naciones y la concordia familiar, el aumento de la piedad, el
alejamiento de los peligros de la Iglesia, el detenimiento de la justificada
ira de Dios, la apertura de las almas al arrepentimiento y a la conversión, la
exhortación a la confianza en Dios, la aceptación del sufrimiento, el alivio espiritual
y confianza en Dios de los moribundos, la liberación de las almas del
purgatorio.
Estos y otros
muchos frutos son enumerados en las numerosas intervenciones de los Sumos
Pontífices, que con constante solicitud han impulsado el rezo del rosario.
Para la sociedad actual, tan pragmática y
positivista, toda esta enumeración de bienes -que no son fruto de épocas
pasadas; todo lo contrario, la historia actual de la Iglesia avala ricamente
la potencia del rosario-, podría parecer exagerada. Sin embargo, tiene su
garantía en la misión medianera de María que "la ejerce continuamente en
nuestro favor delante del trono de Dios" (León XIII, lucunda semper, 8 de
septiembre de 1894).
Para muchos de nuestros fieles es una de las
prácticas de devoción que alimenta diariamente su vida cristiana. Con razón se
llama al rosario la oración de los pobres, del pueblo humilde, de quienes no
alcanzan otros niveles de oración, o no saben o no se atreven a otras formas
de piedad.
A este respecto me permito contar algo que me
ocurrió el mandar, a un penitente, como satisfacción por sus pecados, dos Ave
Marías y dos Gloria al Padre. El penitente me respondió que el Ave María sí lo
sabía, pero que no se acordaba del Gloria al Padre. Sin duda que el penitente
no se habla olvidado el Ave María por las innumerables veces que la había
repetido en el rezo del rosario. Dejo entre admiraciones el que no se acordara
que todo misterio concluye con el Gloria el Padre.
Rezar el rosario como oración de intercesión es
recordar nuestra fe en la vida eterna, creer en la comunión de los santos y
sobre todo es tener la certeza de que "la maternidad de María perdura sin
cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en
la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización
plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su Asunción a los
cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su
intercesión los dones de la salvación eterna" (Lumen gentium, 62).
Por todo esto, Juan Pablo II continuamente nos
propone, como Maestro y Pastor de todo el rebaño de Cristo, el rezo del
rosario, dado que contiene tantos valores evangélicos y espirituales que
conservan y fortalecen el camino del cristiano.
Si en el rosario encontramos a Jesús, a través de
los misterios de su encarnación, en este mes de octubre del Año jubilar, por
medio del rezo del rosario, debemos también encontrar a María. Es de desear
que, entre los frutos de este año de gracia, juntamente con un amor más fuerte
por Cristo, también esté presente el fruto de una renovada piedad mariana.
(Juan Pablo II, homilía de la santa misa como conclusión del XX Congreso
mariológicomariano internacional y del jubileo mundial de los santuarios
marianos).
Por: P. Florián Rodero, Catedrático del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, en Roma, Italia
Fuente:
Tiempos de Fe, Año 2 No. 12, Septiembre - Octubre 2000






