Homilía
del Papa
Para
el Santo Padre la conciencia de la “compasión de Dios hacia nosotros”
constituye “un requisito esencial”: “Si no me siento objeto de la compasión de
Dios, no comprendo su amor. No es una realidad que se pueda explicar. O la siento
o no la siento. Y si no la siento, ¿cómo puedo comunicarla, testimoniarla,
darla? Más bien, no lo podré hacer. Concretamente: ¿Tengo compasión de ese
hermano, de ese obispo, de ese sacerdote? ¿O destruyo siempre con mi actitud de
condena, de indiferencia? ¿De mirar hacia otro lado, en realidad, para lavarme
las manos?”.
Este
sábado, 5 de octubre de 2019, el Papa Francisco ha consagrado a 13 nuevos
cardenales en un Consistorio Ordinario Público, celebrado en
la basílica de San Pedro a las 16 horas.
Actualmente,
la Iglesia católica cuenta con 225 cardenales de los 5 continentes. De ellos,
128 tienen menos de 80 años y serían electores en el cónclave. Entre los nuevos
cardenales se encuentran 10 electores y 3 no electores.
La compasión de Jesús
En
su homilía, el Papa se ha centrado en reflexionar sobre la “compasión”,
“palabra clave del Evangelio” que “está escrita en el corazón de Cristo, está
escrita desde siempre en el corazón de Dios” y nombró algunos ejemplos en los que
Jesús la demostró, como cuando limpio al leproso o ayudó al paralítico de la
piscina de Betesda.
Se
trata de una compasión que, no se encuentra solo en Jesús, sino que está
presente en la historia de la salvación desde que Dios llamó a Moisés en la
zarza ardiente y le dijo: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he
oído sus quejas […]; conozco sus sufrimientos (Ex 3,7)”.
“Nos lavamos las manos”
No
obstante, Francisco también señaló que los discípulos demostraron
frecuentemente no practicar la compasión de Jesús, como ante el problema de dar
de comer a las multitudes, que se lavaron las manos.
Para
él esta es una actitud presente hoy también “en las personas religiosas e
incluso dedicadas al culto, nos lavamos las manos”: “Siempre hay
justificaciones; a veces están codificadas y dan lugar a los “descartes
institucionales”, como en el caso de los leprosos: ‘Por supuesto, han de estar
fuera, es lo correcto’ (…). De esta actitud muy, demasiado humana, se derivan
también estructuras de no-compasión, estructuras de no-compasión”, remarcó.
Ante
ello, el Santo Padre exhortó a preguntarnos si somos conscientes de que hemos
sido “los primeros en ser objeto de la compasión de Dios” y, dirigiéndose
particularmente a los cardenales y a los neo cardenales, les interpeló: “¿Está
viva en vosotros esta conciencia, de haber sido y de estar siempre precedidos y
acompañados por su misericordia? (…)”.
Leales en el ministerio
Finalmente,
el Obispo de Roma indicó que la capacidad de ser leal al ministerio depende de
dicha “conciencia viva”, ya que “la disponibilidad de un Purpurado a dar su
propia sangre —que está simbolizada por el color rojo de la vestidura—, es
segura cuando se basa en esta conciencia de haber recibido compasión y en la
capacidad de tener compasión”.
A
continuación publicamos la homilía completa del Papa Francisco.
***
Homilía del Santo Padre
En
el centro del episodio evangélico que hemos escuchado (Mc 6,30-37a) está
la «compasión» de Jesús (cf. v. 34). Compasión, una palabra clave del
Evangelio; está escrita en el corazón de Cristo, está escrita desde siempre en
el corazón de Dios.
En
los Evangelios, a menudo vemos a Jesús que siente compasión por las personas
que sufren. Y cuanto más leemos y contemplamos, mejor entendemos que la
compasión del Señor no es una actitud ocasional y esporádica, sino constante,
es más, parece ser la actitud de su corazón, en el que se encarnó la
misericordia de Dios.
Marcos,
por ejemplo, cuenta que cuando Jesús empezó a recorrer Galilea predicando y
expulsando a los demonios, se le acercó un leproso, «suplicándole de rodillas:
“Si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido, extendió la mano y lo tocó
diciendo: “Quiero: queda limpio”» (1,40-42). En este gesto y en estas palabras
está la misión de Jesús Redentor del hombre: Redentor en la compasión. Él
encarna la voluntad de Dios de purificar al ser humano enfermo de la lepra del
pecado; Él es la “mano extendida de Dios” que toca nuestra carne enferma y
realiza esta obra llenando el abismo de la separación.
Jesús va
a buscar a las personas descartadas, las que ya no tienen esperanza. Como ese
hombre paralítico durante treinta y ocho años, postrado cerca de la piscina de
Betesda, esperando en vano que alguien lo ayude a bajar al agua (cf. Jn 5,1-9).
Esta
compasión no ha surgido en un momento concreto de la historia de la salvación,
no, siempre ha estado en Dios, impresa en su corazón de Padre. Pensemos a
la historia de la vocación de Moisés, por ejemplo, cuando Dios le habla desde
la zarza ardiente y le dice: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he
oído sus quejas […]; conozco sus sufrimientos» (Ex 3,7). Ahí está la
compasión del Padre.
El
amor de Dios por su pueblo está imbuido de compasión, hasta el punto que, en
esta relación de alianza, lo divino es compasivo, mientras parece que por
desgracia lo humano está muy desprovisto de ella, y le resulta lejana. Dios
mismo lo dice: «¿Cómo podría abandonarte, Efraín, entregarte, Israel? […] Mi
corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas. […] Porque yo soy Dios, y
no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira» (Os 11,8-9).
Los
discípulos de Jesús demuestran con frecuencia que no tienen compasión,
como en este caso, ante el problema de dar de comer a las multitudes.
Básicamente dicen: “Que se las arreglen…”. Es una actitud común entre nosotros
los humanos, también para las personas religiosas e incluso dedicadas al culto.
Nos lavamos las manos.
El
papel que ocupamos no es suficiente para hacernos compasivos, como lo demuestra
el comportamiento del sacerdote y el levita que, al ver a un hombre moribundo
al costado del camino, pasaron de largo dando un rodeo (cf. Lc 10,31-32).
Habrán pensado para sí: “No me concierne”. Siempre hay un pretexto, alguna
justificación para mirar hacia otro lado. Y cuando una persona de Iglesia se
convierte en funcionario, este es el resultado más amargo. Siempre hay
justificaciones; a veces están codificadas y dan lugar a los “descartes
institucionales”, como en el caso de los leprosos: “Por supuesto, han de estar
fuera, es lo correcto”. Así se pensaba, y así se piensa. De esta actitud muy,
demasiado humana, se derivan también estructuras de no-compasión.
Llegados
a este punto podemos preguntarnos: ¿Somos conscientes de que hemos sido los
primeros en ser objeto de la compasión de Dios? Me dirijo en particular a
vosotros, hermanos Cardenales y a los que estáis a punto de serlo: ¿Está viva
en vosotros esta conciencia, de haber sido y de estar siempre precedidos y
acompañados por su misericordia? Esta conciencia era el estado permanente del
corazón inmaculado de la Virgen María, quien alaba a Dios como a “su salvador”
que «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48).
A
mí me ayudó mucho verme reflejado en la página de Ezequiel 16: la historia del
amor de Dios con Jerusalén; en esa conclusión: «Yo estableceré mi alianza
contigo y reconocerás que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te
avergüences y no te atrevas nunca más a abrir la boca por tu oprobio, cuando yo
te perdone todo lo que hiciste» (62-63). O en ese otro oráculo de Oseas: «La
llevo al desierto, le hablo al corazón. […] Allí responderá como en los días de
su juventud, como el día de su salida de Egipto» (2,16-17). Podemos
preguntarnos: ¿percibo en mí la compasión de Dios?, ¿siento en mí la seguridad
de ser hijo de la compasión?
¿Tenemos
viva en nosotros la conciencia de esta compasión de Dios hacia nosotros? No es
una opción, ni siquiera diría de un “consejo evangélico”. No. Se trata de un
requisito esencial. Si no me siento objeto de la compasión de Dios, no
comprendo su amor. No es una realidad que se pueda explicar. O la siento o no
la siento. Y si no la siento, ¿cómo puedo comunicarla, testimoniarla, darla?
Más bien, no podré hacerlo. Concretamente: ¿Tengo compasión de ese hermano, de
ese obispo, de ese sacerdote? ¿O destruyo siempre con mi actitud de condena, de
indiferencia, de mirar para otro lado, en realidad para lavarme las manos?
La
capacidad de ser leal en el propio ministerio depende para todos nosotros
también de esta conciencia viva. También para vosotros, hermanos Cardenales. La
palabra “compasión” me vino al corazón precisamente en el momento de comenzar a
escribiros la carta del 1 de septiembre. La disponibilidad de un Purpurado a
dar su propia sangre —que está simbolizada por el color rojo de la vestidura—,
es segura cuando se basa en esta conciencia de haber recibido compasión y en la
capacidad de tener compasión. De lo contrario, no se puede ser leal. Muchos
comportamientos desleales de hombres de Iglesia dependen de la falta de este
sentido de la compasión recibida, y de la costumbre de mirar a otra parte, la
costumbre de la indiferencia.
Pidamos
hoy, por intercesión del apóstol Pedro, la gracia de un corazón compasivo, para
que seamos testigos de Aquel que nos amó y nos ama, que nos miró con
misericordia, que nos eligió, nos consagró y nos envió a llevar a todos su
Evangelio de salvación.
Larissa
I. López
©
Libería Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit






