Lo
único importante es vivir consciente de mi pertenencia
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He
decidido sentarme a pensar un momento. Hacer un alto en el camino de mi vida,
un espacio de silencio. Detener los pasos y contemplar cada cosa que veo como
si fuera la primera vez, quizás lo sea.
Mirar por la ventana el
mundo nuevo que se me abre, en medio de esperanzas y nostalgias. Llenarme de la
luz que desprende un paisaje antes desconocido.
Quedarme
quieto un instante esperando a que pase el tiempo, sin prisas, sin miedo, mientras la música
acaricia los sentidos.
Sonreír
sin decir nada, esperando a ver qué pasa. ¿Por
qué siempre tengo que hacer cosas importantes y llenar mi agenda para sentirme
útil?
He
decidido que lo único importante es vivir consciente de mi pertenencia. Le
pertenezco a Jesús que
me llamó un día a seguir sus pasos.
Me impresiona siempre de
nuevo la fuerza indestructible de su voz. La pasión que mueve mi alma al mirar
sus ojos. La llamada a ser suyo se repite siempre de nuevo en mi alma.
Es
una voz calmada que nunca se apaga. Un susurro en el que pronuncia mi nombre.
Ese nombre que ama y no olvida. Ese nombre inscrito en lo más profundo de su
corazón, del mío. La verdad que escondo y torpemente desvelo.
Ese que soy yo sin tapujos, sin pretender ser otro, sin querer ser mejor de lo
que he sido.
Al fin y al cabo, lo sé: “El fracaso
enseña lo que el éxito oculta”. Y
he palpado en mis fracasos verdades que mis victorias escondían.
Es por eso por lo que he
decidido aceptar mi vida con sus deficiencias. Besarla y quererla, abrazada en mi alma. He
decidido romper una lanza por la paz, para que se
acaben las guerras en las que vivo. En lucha conmigo mismo, con el mundo,
con los otros.
Sé que mi vocación consiste en sacar del alma mi mejor
versión. Y permitir así que otros sean también mejores. He decidido darle
un sí a
todo lo que tengo entre mis manos. Aunque esté roto, aunque ya no valga. Aunque
a veces piense que no es el mejor momento, el mejor lugar.
He decidido caminar despacio
sin prisas, por caminos nuevos. Abrazando días llenos de luz y esperanza. Sé
que no hay nada tan urgente por lo que no merezca la pena esperar toda una vida.
He decidido amar
mejor en lo humano y dejarme amar, tanto me cuesta. Rehúyo así esas torpes
distancias, que imponen mis brazos, cuando no quiero comprometerme demasiado.
Palpo en mí y en tantos, una
profunda insatisfacción en los deseos. Tantos
sueños incumplidos.
Tantos estímulos que quedan sin respuesta.
He decidido tender la mano
al que me la pide. Sin esperar a que se vaya. Estando ahí, cerca, cuando me
necesiten. Porque la vida que no se da se pierde. Y el tiempo que se reserva
acaba siendo infecundo.
He
decidido decirle a Dios que lo amo. Más que a mi vida. Más que a mí mismo. Con
palabras, con canciones, con gestos, para que me crea.
He decidido elevar una torre
sobre mi ventana. Y abrir un camino hacia el océano. Para que todo sea ancho en
mi vida, y nada estrecho.
He decidido empezar de nuevo
a labrar la tierra. Nuevas semillas. Nuevos surcos. Arar el campo perdiendo la
vida en ello. He creído en las palabras que leía:
“Dios
te ama de manera única y tú también puedes dar a Dios y al mundo un amor único
que nadie podrá dar en tu lugar”.
Mi forma original de ser
hombre. De ser hijo. Mi forma original de amar a los otros y de ser amado. Poco
importa el tiempo que tarde en darlo todo. Tengo claro que ese tiempo no es
mío. Es sólo de Dios y yo lo administro.
He
decidido entregar mi tiempo, mi sangre, mis sueños. Sin querer guardármelos
para más tarde.
He decidido vestirme de gala para estar con Dios en la batalla de mi vida. Con
la fe bien alta. Con el amor en vilo. Con el deseo de ser más hombre, más niño.
No le tengo miedo a la vida
que se abre en días de sol, de lluvia. Ni tampoco a los que demandan de mí una
entrega total. He decidido amar a mi manera. Y ser yo así, como Él me ha creado. Sin quedarme en
apariencias. No tengo nada que
demostrar.
Sólo quiere Jesús que le
siga. Sólo eso. Que pronuncie su nombre cada mañana. Para que no me olvide de a
quién pertenezco.
Saborear su amor. Acoger su
presencia. En mis manos que siguen haciendo milagros sin yo merecerlos. De
tanto bendecir soy bendito. De tanto consagrar me he consagrado.
Siento que el perdón se me
escapa entre los dedos. Sin saber yo si me merezco nada de lo que tengo. Todo es gracia, eso me consuela. Le miro a Él y
Él me mira.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






