Homilía del Papa
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Jornada Mundial de los Pobres © Vatican Media |
“Los
pobres nos facilitan el acceso al cielo”, son “los porteros del cielo”, porque
han encontrado “la riqueza que nunca envejece, la que conecta la tierra y el
cielo y por la cual realmente vale la pena vivir”; el amor “, dijo el Papa
Francisco en la celebración de la misa por la III Jornada Mundial de los
Pobres, este 17 de noviembre de 2019.
En
esta celebración internacional en la Basílica de San Pedro, el Papa estaba
rodeado de personas necesitadas.
En
un momento en que “la codicia de un pequeño número aumenta la pobreza de
muchos”, advirtió el Papa en su homilía contra la tentación del “ahora mismo,” que
“no proviene de Dios “. Y de dar el antídoto: perseverancia, “perseverar
en el bien, no perder de vista lo que importa”.
También
se refirió a la “tentación del yo”: “El cristiano, como no busca el ahora mismo
sino el siempre, no es un discípulo del yo, sino del tú. No
sigue las sirenas de sus caprichos, sino la llamada del amor, la voz de Jesús”.
“La
etiqueta de” cristiano “o” católico “no es suficiente para pertenecer a
Jesús. Tienes que hablar el mismo idioma que Jesús, el lenguaje del amor, el
lenguaje del tú . El Papa insistió, invitando a los fieles a
preguntarse: “¿Ayudo a una persona de la que no tendré nada que
recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos un amigo pobre?”.
AK
Homilía del Papa Francisco
En
el evangelio de hoy, Jesús sorprende a sus contemporáneos, y también a
nosotros. En efecto, justo cuando se alababa el magnífico templo de Jerusalén,
dice que «no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras
hacia una institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo
religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué
profetizar que la sólida certeza del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué el
Señor deja al final que se desmoronen las certezas, cuando el mundo las necesita cada vez más?.
Buscamos
respuestas en las palabras de Jesús. Él nos dice hoy que casi todo pasará. Casi
todo, pero no todo. En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, Él explica
que lo que se derrumba, lo que pasa son las cosas penúltimas, no las últimas:
el templo, no Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no el hombre.
Pasan las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero no lo son.
Son realidades grandiosas, como nuestros templos, y espantosas, como
terremotos, signos en el cielo y guerras en la tierra (cf. vv. 10-11). A nosotros nos parecen hechos
de primera página, pero el Señor los pone en segunda página. En la primera
queda lo que no pasará jamás: el Dios vivo, infinitamente más grande que cada
templo que le construimos, y el hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas
las crónicas del mundo. Entonces, para ayudarnos a comprender lo que importa en
la vida, Jesús nos advierte acerca de dos tentaciones.
La
primera es la tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no hay que ir
detrás de quien dice que el final está cerca, que «está llegando el tiempo» (v.
8). Es decir, que no hay que prestar atención a quien difunde alarmismos y
alimenta el miedo del otro y del futuro, porque el miedo paraliza el corazón y
la mente. Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa de querer
saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de la curiosidad, por la última
noticia llamativa o escandalosa, por las historias turbias, por los chillidos
del que grita más fuerte y más enfadado, por quien dice “ahora o nunca”. Pero
esta prisa, este todo y ahora mismo, no viene de Dios.
Si
nos afanamos por el ahora mismo, olvidamos al que permanece para siempre:
seguimos las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por el
último grito, no encontramos más tiempo para Dios y para el hermano que vive a
nuestro lado. ¡Qué verdad es esta hoy!
En
el afán de correr, de conquistarlo todo y rápidamente, el que se queda atrás
molesta y se considera como descarte. Cuántos ancianos, niños no nacidos,
personas discapacitadas, pobres considerados inútiles. Se va de prisa, sin
preocuparse que las distancias aumentan, que la codicia de pocos acrecienta la
pobreza de muchos. Jesús, como antídoto a la prisa propone hoy a cada uno la
perseverancia: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v. 19). Perseverancia es seguir
adelante cada día con los ojos fijos en aquello que no pasa: el Señor y el
prójimo. Por esto, la perseverancia es el don de Dios con que se conservan
todos los otros dones (cf. SAN AGUSTÍN, De dono perseverantiae, 2,4). Pidamos
por cada uno de nosotros y por nosotros como Iglesia para perseverar en el
bien, para no perder de vista lo importante.
Hay
un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar, cuando dice: «Muchos vendrán
en mi nombre, diciendo: “Yo soy” […]; no vayáis tras ellos» (v. 8). Es la
tentación del yo. El cristiano, como no busca el ahora mismo sino el siempre,
no es entonces un discípulo del yo, sino del tú. Es decir, no sigue las sirenas
de sus caprichos, sino el reclamo del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se
distingue la voz de Jesús? “Muchos vendrán en mi nombre”, dice el Señor, pero
no han de seguirse.
No
basta la etiqueta “cristiano” o “católico” para ser de Jesús. Es necesario
hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la lengua del tú. No habla la
lengua de Jesús quien dice yo, sino quien sale del propio yo. Y, sin embargo,
cuántas veces, aun al hacer el bien, reina la hipocresía del yo: hago lo
correcto, pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a cambio;
ayudo, pero para atraer la amistad de esa persona importante. De este modo
habla la lengua del yo. La Palabra de Dios, en cambio, impulsa a un «amor no fingido» (Rm 12,9), a dar al que no tiene para
devolvernos (cf. Lc 14,14), a servir sin buscar recompensas y contracambios
(cf. Lc 6,35). Entonces podemos preguntarnos: ¿Ayudo a alguien de quien no
podré recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos un pobre como amigo?.
Los
pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua del yo; no
se sostienen solos, con las propias fuerzas, necesitan alguien que los lleve de
la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como mendigos que tienden
hacia Dios. La presencia de los pobres nos lleva al clima del Evangelio, donde
son bienaventurados los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3). Entonces, más que
sentir fastidio cuando oímos que golpean a nuestra puerta, podemos acoger su
grito de auxilio como una llamada a salir de nuestro proprio yo, acogerlos con
la misma mirada de amor que Dios tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si los
pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios!
Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús,
comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa.
Volvemos
así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas, que pasan, el
Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para siempre. Es el amor,
porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva
directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el
sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo.,
los conserjes del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la
Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une tierra y
cielo, y por la cual verdaderamente vale la pena vivir: el amor.
©
Editorial del Vaticano
Fuente:
Zenit