La diferencia entre los
santos y los ídolos
La Iglesia católica reconoció
recientemente en Roma la santidad de la Madre Teresa de Calcuta. La santa de la
sonrisa. La patrona de los pobres. La santa de las cloacas. Y en ella reconoció
la luz de Dios en su vida. La ventana abierta al cielo en sus obras, en el
misterio de su amor crucificado.
El otro día leía: “Esa es la diferencia entre el ídolo y el
icono. El icono refleja algo que está más allá. Al ídolo lo admiramos en sí
mismo. Se
agota en sí. Tiene algo de vacío. El santo es, para nosotros, un icono, una
ventana abierta a la divinidad”.
Los santos tienen algo de frescura. Murieron pero siguen vivos.
Vivos en sus palabras, en sus obras. Vivos en aquellos que siguieron su estilo,
su forma de vida, su manera de amar. Vivos porque nunca muere aquel que vive para Dios.
El icono vive vuelto hacia Dios. Sin Él
su vida carece de sentido. No se ha buscado a sí mismo. No quiere ser el santo
más grande, el más famoso. No pretende ser el hijo más valioso del Padre. Simplemente sabe que es amado por Dios
profundamente y ese amor lo sostiene.
Los santos despiertan en nuestro corazón
el deseo de aspirar a grandes cosas. Los ídolos no nos llevan a Dios, se agotan
en ellos mismos. Pasan y se olvidan con el paso del tiempo. Sus gestas quedan
en los libros de records, en las estadísticas. Pero no han cambiado el mundo
con su paso.
Todos necesitamos ídolos a los que
admirar. Y santos a los que seguir. La calidad de nuestros ídolos determina nuestra propia
calidad humana. ¿Quién es mi ídolo? ¿A
quién admiro? El
ídolo refleja algo de esa belleza que anhelo.
Pero al mismo tiempo necesito santos a
los que seguir. Santos que sean una ventana humana abierta al cielo. Una
ventana de aire fresco en mi vida que me empuje a realizar grandes gestas, a
soñar alto. Santos vivos que me ayuden a cambiar mi forma de vivir y de amar.
¿A quién sigo? ¿A quién busco? ¿Cuáles
son mis santos preferidos? Esos santos me abren el corazón de Dios.
Me muestran con sus vidas algo de la belleza de Jesús. Pero no nos detenemos en
ellos. Vamos más allá.
Dice un aforismo: “Cuando el sabio apunta al cielo, el
necio mira el dedo”. Miro
a los santos. Miro el dedo apuntando al cielo. Y voy más allá de sus límites
humanos.
Busco al Dios que late en el corazón de
la Madre Teresa. Al Jesús que cautivó hondamente su
corazón de hija. Busco a ese Dios que me ama a mí. Que late también en mí.
Porque sé que necesito la conversión del
alma para vivir en plenitud. Necesito
escuchar que el cielo se alegra cuando yo me convierta de verdad.
Quiero ser santo. No para ser canonizado.
No para ser recordado. No para hacerlo todo bien. Sino para vivir en esa
ventana abierta, en esa puerta a la que Él llega a darme un abrazo diario. A
decirme que me quiere y acoge. Para recordarme todo lo que valgo.
Quiero ser santo para ser yo puente,
ventana, puerta. Y no barrera que no deje ver el rostro de Dios. Quiero ser trasparente de Dios.
Fuente de la que otros puedan beber esa agua que viene de Dios.
Santidad no es perfección, ni hacer bien
todo lo que me proponga. Un santo es un héroe mortal y pecador, que siempre que
cae se levanta de nuevo. Que se conoce y pone a disposición de Dios las
pasiones de su alma.
Como decía el padre José Kentenich, es necesario“abordar
la tarea de descubrir nuestro mundo interior. Y
hacerlo de la manera más plena posible. Nuestro mundo interior que es más
insondable que el mar. Las pasiones son las que nos pueden
convertir en canallas y también, cuando sabemos administrarlas rectamente, las
que nos pueden convertir en santos o al menos en apóstoles útiles”.
La santidad consiste entonces más bien en dejarme hacer por Dios.
Desde el barro de mi alma, desde esas pasiones mías que me pueden llevar por un
camino o por otro.
Se trata de no querer yo retener las
riendas de mi vida. ¡Cuánto me cuesta dejar a Dios el sitio
desde el que gobierno mi vida! Me cuesta hacerme a un lado para que mi vida sea
la suya, en la que Él brille y yo esté oculto. En mi carne, su luz. En mi vida,
su fuego.
Veo a la Madre Teresa canonizada y me dan
ganas de ser más generoso, de buscar más a Dios, de mirar con misericordia a
los desamparados, a los abandonados.
No quiero pasar de largo por la vida de
los hombres. Quiero ser un signo del amor de Dios para los que son más
despreciados. No quiero esconderme en mi burbuja y pensar que todo está bien,
tranquilo. Hay tanta sed. Tienen tanta sed. Y yo no tengo agua, pero el agua me
viene de Jesús. Él, que también tiene sed, tiene el agua viva que sacia mi sed.
Lo miro a Él. Me dejo hacer
por Él.
Fuente: Aleteia