Dios me puede capacitar
para sobrellevar los contratiempos con alegría
Muchas veces no estamos
contentos con nuestra vida. No nos parece bien que las cosas no salgan como
queremos. Anhelamos más, soñamos más. No deseamos la cruz, buscamos la gloria.
Nos duelen las frustraciones y los fracasos. Buscamos éxitos que duren más, que
nunca se acaben.
Perdemos a los que amamos y
seguimos amando. Con miedo a volver a perder. Se desentierran nuestras raíces
con dolor, pero seguimos echando raíces. Porque el corazón necesita amar y ser amado,
tener raíces, un hogar, un pozo del que buscar agua siempre,
cada día.
Lamentamos lo que ya no
tenemos y deseamos lo que nunca tendremos. No damos gracias por lo que es un
don en el camino, inmerecido. Y nos
enfadamos cuando nuestro esfuerzo no obtiene recompensa. Y si la obtiene, no la
valoramos tanto. Nos duele esa vida que nunca fue.
Nos entristece vislumbrar ese
camino nunca recorrido. Tal vez
tenemos el umbral del dolor demasiado bajo, y cualquier cosa nos molesta. Nos falta paciencia y esperanza.
Nos cuesta saber si lo que
hacemos es lo mejor, lo que Dios quiere. Nos cuesta ver lo que más nos
conviene. Ser más astutos. Sabios en medio de la vida.
El otro día leía: “Y la pregunta que me hago yo ahora es: –
¿Qué me conviene elegir a mí? ¿Qué cosas creo merecerme en la vida? ¿Qué
sacrificios puedo hacer y cuáles no?”. Llegan momentos en los que
nos hacemos estas preguntas.
Queremos decidir lo mejor.
Saber lo que tenemos que hacer. Queremos ponernos en camino. Tomar la vida en
nuestras manos. Decidir. Elegir. Optar.
Aceptar. ¡Cuánto nos
cuesta alegrarnos y hacer fiesta por la vida que vivimos!
Vemos más sombras que luces. Y nos detenemos más en lo que no nos gusta que en la belleza que
apenas percibimos.
Una persona me decía al mirar
su propia vida: “Reconozco
que a pesar de agarrarme a Dios, ofrecer el sufrimiento, pedir más fe, seguir
rezando. Tengo muchísimos miedos y barreras que sigo sin poder romper. Tengo muchos momentos de desanimo. Soy
consciente de mis fallos y lo peor es culparme por muchas cosas. Pero sé que
con Él todo será posible,
porque me dará fuerzas para no caer y ánimo para seguir adelante”.
Nos desanimamos y pensamos
que con menos amor sufriríamos menos. Con menos raíces tendríamos más capacidad de
desplazamiento. Con menos sed necesitaríamos menos agua. Pero no es así.
El corazón no puede negarse a sí mismo. No puede dejar de amar, de
desear, de soñar. No puede dejar de tener sed, la sed es infinita. No
puede no vincularse. Siempre pide más.
Tengo que conocerme y aceptar
que el amor implica sufrimiento. Pero siempre me queda la pregunta: ¿Qué sacrificios tengo que hacer y cuáles
no? Las renuncias que Dios me pide. Las renuncias que no desea para mí.
Sólo lo que Dios me pide.
Sé que todo amor conlleva
renuncias. Pero la vida consiste en amar. Y cuando
no soy capaz de amar y echar raíces es porque estoy enfermo. Es porque tengo el
corazón roto, demasiado herido y seco.
No es posible una vida en la
que pueda amar sin sufrir. No cabe una libertad sin compromiso. No hay una paz
sin luchas, sin dolor. Todo amor lleva consigo renuncias y sacrificios.
Pero es verdad que Dios me puede capacitar para sobrellevar
los contratiempos con alegría. Puede hacerme crecer para vivir
con más madurez las pérdidas. Puede hacerme de nuevo y lograr que sea más libre
para cambiar de lugar, de trabajo, de tierra, sin perder la esperanza. Pero siempre necesitaré vincularme y echar
raíces.
Tengo claro que mi meta en la vida no consiste en no
sufrir. Sino en aprender sufrir en el corazón de Dios. Sufrir y
volver a comenzar de nuevo. Ser capaz de amar sin miedo a echar raíces en otros
corazones. Y estar dispuesto siempre a dar la vida por aquellos a los que con
dificultad voy aprendiendo a querer.
No quiero guardarme el
corazón intacto, sin heridas, inmaculado. No
quiero evitar posibles dolores y sufrimientos protegiéndome de todo.
El corazón de Jesús tenía
heridas, porque amó, porque se entregó hasta el extremo. Son las heridas que le
dejaron aquellos a los que amó. Las que sufrió por el desprecio de los hombres,
por su abandono. Pasó por esta vida dejando su corazón hecho jirones.
No fue sólo herido en la
cruz, sino a lo largo de toda su vida. Los
desengaños, las frustraciones, los fracasos, las separaciones. Así también mi
corazón tiene hondas heridas. También ha sufrido desprecios y
abandonos.
Sé también que los pecados de
mi pasado me pesan y me marcan. Y las heridas duelen en el alma. Las cicatrices
quedan para siempre. Lo sé, lo he vivido. Y sé que el perdón a mí mismo y al
mundo es posible y es necesario. Ese perdón que deseo y que no siempre llega.
Mi amor me permite construir
sobre tierra firme. Mi amor sana las heridas, las propias, las de los otros. Busco ese amor que brota de mi corazón
cada día.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia





