Padre
Raniero Cantalamessa
Ayer
mañana en la capilla Redemptoris Mater, en presencia del Papa Francisco,
el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, ha pronunciado
el tercero y último sermón de Adviento sobre el tema: «Encontraron al niño con
María su madre» (Mt 2,11).
Los
“pasos” que estamos siguiendo sobre las huellas de María corresponden, bastante
fielmente, al desarrollo histórico de su vida, como resulta de los Evangelios.
La meditación sobre María “llena de fe” nos ha llevado al misterio de la
Anunciación; la del Magnificat al misterio de la Visitación, y ahora
la de María “Madre de Dios” a la Navidad. De hecho, fue en la Navidad, en el
momento en el cual dio a luz a su hijo primogénito (Lc 2, 7), no
antes, que María pasa a ser verdadera y plenamente Madre de Dios.
Al
hablar de María, la Escritura destaca constantemente dos elementos, o momentos
fundamentales, que corresponden a aquellos que también la experiencia humana
común considera esenciales para que haya una maternidad verdadera y plena.
Ellos son: concebir y dar a luz. Mira –dice el ángel a María- concebirás
y darás a luz un hijo (Lc 1, 31). Estos dos elementos están presentes
también en la narración de Mateo: La criatura que ha “concebido” es obra del
Espíritu Santo y ella “dará a luz” un hijo (cfr. Mt 1, 20s). La profecía de
Isaías, en la cual todo esto había sido preanunciado, lo expresaba del mismo
modo: La joven está embarazada y dará a luz un hijo (Is 7, 14). Esta
es la razón por la que decía que únicamente en la Navidad, cuando da a luz a
Jesús, María se convierte, en sentido pleno, en Madre de Dios.
De
los dos momentos, el título que se usa en la Iglesia latina “Madre de Dios” (Dei
Genitrix) resalta el primer momento, el relativo a la concepción; el
título Theotókos, que se usa en la Iglesia griega, resalta más el segundo
momento, el dar a luz (tikto, de hecho, significa en griego dar a luz). El
primer momento, excepto el caso de la Virgen, es común tanto al padre como a la
madre, mientras que el segundo, el dar a luz, es exclusivo de la madre.
Madre
de Dios: un título que expresa uno de los misterios y, para la razón, una de
las paradojas más altas del cristianismo. Madre de Dios es el título dogmático
más antiguo e importante de la Virgen, que fue definido por la Iglesia en el
Concilio de Éfeso en el 431, como verdad de fe que todos los cristianos deben
creer. Es el fundamento de toda la grandeza de María. Es el principio mismo de
la mariología; por esto es que María no es, en el cristianismo, sólo objeto de
devoción, sino también de teología; es decir, entra en el discurso mismo sobre
Dios, porque Dios está directamente implicado en la maternidad divina de María.
Una mirada histórica en la
formación del dogma
En
el Nuevo Testamento no encontramos explícitamente el título “Madre de Dios”
dado a María. Sin embargo, encontramos afirmaciones que ya contienen,
como in nuce, tal verdad que se mostrarán después con una reflexión
cuidadosa de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. Como habíamos visto,
de María se dice que concibió y generó un hijo, que es el Hijo del Altísimo,
santo e Hijo de Dios (cfr. Lc 1, 31-32.35). Por lo tanto, de los Evangelios
resulta que María es la madre de un hijo, del que se sabe que es el Hijo de
Dios. De modo corriente, a María se la llama en el Evangelio: la madre de
Jesús, la madre del Señor (cfr. Lc 1, 43), o simplemente “la madre” y “su
madre” (cfr. Jn 2, 1-3).
Será
necesario que la Iglesia, en el desarrollo de su fe, aclare quién es Jesús,
antes de saber de quién es madre María. Es cierto que María no empieza a ser
Madre de Dios en el concilio de Éfeso en 431, como Jesús no empieza a ser Dios
en el concilio de Nicea en 325, que lo define como tal. Ya lo era antes. Este
es, en efecto, el momento en el cual la Iglesia, en el desarrollo y
explicitación de su fe, bajo la influencia de la herejía, toma plena conciencia
de esta verdad y toma posición para resguardarla. Sucede como con el
descubrimiento de una nueva estrella: no nace en el momento en el que su luz
llega a la tierra y el observador la ve, sino que existía ya de antes, quizás
desde miles de años luz antes. La definición conciliar es el momento en el cual
la lámpara es puesta sobre el candelabro que es el credo de la Iglesia.
Este
es, en efecto, el momento en el cual la Iglesia, en el desarrollo y
explicitación de su fe, bajo la influencia de la herejía, toma plena conciencia
de esta verdad y toma posición para resguardarla. Sucede como con el
descubrimiento de una nueva estrella: no nace en el momento en el que su luz
llega a la tierra y el observador la ve, sino que existía ya de antes, quizás
desde miles de años luz antes. La definición conciliar es el momento en el cual
la lámpara es puesta sobre el candelabro que es el credo de la Iglesia.
En
este proceso que lleva a la proclamación solemne de María Madre de Dios,
podemos distinguir tres grandes fases que ahora mencionaré. Al comienzo del
período dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, y durante
todo este período, la maternidad es vista casi solamente como maternidad
física. Estos herejes negaban que Cristo tuviera un verdadero cuerpo humano, o,
si lo tenía, que este cuerpo humano hubiera nacido de una mujer, o, si hubiera
nacido de una mujer, dudaban que hubiera derivado verdaderamente de la carne y
de la sangre de ella. En contra de estas herejías era necesario por lo tanto afirmar
con fuerza que Jesús era hijo de María y “fruto de su vientre” (Lc 1, 42), y
que María era Madre de Jesús verdadera y natural.
La
maternidad de María, en esta fase más antigua, sirve, más que en otra, para
demostrar la verdadera humanidad de Jesús. Fue en este período y en este clima
que se formó el artículo del credo: “Nacido (o encarnado) del Espíritu Santo y
de María Virgen”. Esto, al comienzo, quería decir simplemente que Jesús es Dios
y hombre: Dios, en cuanto generado según el Espíritu, es decir de Dios, y es
hombre en cuanto generado según la carne, es decir de María.
En
esta fase más antigua, hace su primera aparición (ya con Orígenes en tercer
siglo) el título de Theotókos. De ahora en más, será justamente el uso de
este título que conduzca a la Iglesia al descubrimiento de una maternidad
divina más profunda, que podremos llamar maternidad metafísica. Sucede
durante la época de las grandes controversias cristológicas del siglo V, cuando
el problema central, en torno a Jesús, no era ya el de su verdadera humanidad,
sino el de la unidad de su persona. La maternidad de María no es ya
vista sólo en referencia a la naturaleza humana de Cristo, sino, como es más
justo, en referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Debido a que
esta única persona que María genera según la carne no es otra que la persona
divina del Hijo, como consecuencia, ella aparece verdadera “Madre de Dios”.
Entre
María y Cristo no existe sólo una relación de orden físico, sino también de
orden metafísico, y esto la coloca en una altura vertiginosa, creando una
relación singular incluso entre ella y el Padre. Con el Concilio de Éfeso, esto
pasa a ser para siempre una conquista de la Iglesia: “Si alguno –se lee en un
texto aprobado allí- no confiesa que Dios es verdaderamente el Emanuel y que
por lo tanto la Santa Virgen, habiendo engendrado según la carne al Verbo de
Dios hecho carne, es la Theotókos, sea anatema”[1].
Fue
un momento de gran júbilo para todo el pueblo de Éfeso, que esperó a los Padres
fuera del aula conciliar y los acompañó, con antorchas y cantos, a sus hogares.
Tal proclamación determinó una explosión de veneración hacia la Madre de Dios
que no disminuyó más, ni en Oriente ni en Occidente, y que se tradujo en
fiestas litúrgicas, íconos, himnos y en la construcción de innumerables
iglesias dedicadas a ella.
Sin
embargo, esta meta no era definitiva. Había otro nivel para descubrir en la
maternidad divina de María, después del físico y metafísico. En las
controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorado más
en función de la persona de Cristo que de la de María, aun siendo un título
mariano. De tal título, no se llegaba todavía a las consecuencias lógicas
respecto de la persona de María y, en particular, de su santidad única. Se
corría el riesgo de que Theotókos se convirtiera en un arma de
batalla entre corrientes teológicas opuestas, en lugar de la expresión de la fe
y de la piedad de la Iglesia hacia María.
Fue
este el gran aporte de los autores latinos y en particular de san Agustín. La
maternidad de María es vista tanto como una maternidad en la fe, como
maternidad también espiritual. Estamos en la epopeya de la fe de María. A
propósito de la palabra de Jesús: Quién es mi Madre…, Agustín
responde atribuyendo a María, en grado sumo, la maternidad espiritual que viene
de hacer la voluntad del Padre:
“¿Podría
ser que la Virgen María no hizo la voluntad del Padre, que por fe creyó, por fe
concibió, que fue elegida para que de ella naciera para los hombres la
salvación, que fue creada por Cristo, antes de que en ella fuera creado Cristo?
Ciertamente que santa María hizo la voluntad del Padre y por eso es que es más
grande para María haber sido discípula de Cristo, que Madre de Cristo”[2].
La
maternidad física de María y la metafísica están ahora coronadas por el
reconocimiento de una maternidad espiritual, o de fe, que hace de María la
primera y la más santa hija de Dios, la primera y la más dócil discípula de
Cristo, la creatura que – escribe incluso san Agustín –“por el honor debido al
Señor, no se debe ni siquiera mencionar cuando se habla del pecado”[3].
La maternidad física o real de María, con la relación única y excepcional que
crea entre ella y Jesús y entre ella y la Trinidad toda entera, es, y
permanece, desde un punto de vista objetivo, la cosa más grande y el privilegio
inigualable. Es así porque encuentra una comparación subjetiva en la fe humilde
de María. Para Eva constituía ciertamente un privilegio único ser la “madre de
todos los vivientes”; sin embargo, como no tenía fe, esto no la benefició en
nada y, en lugar de santa, se vuelve desafortunada.
¡Hija de su Hijo!
María
es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le
dice a él el Padre celeste: “¡Tú eres mi hijo; yo te he engendrado!” (cfr. Sal
2, 7; Heb 1, 5). San Ignacio de Antioquía dice, con toda simpleza, casi sin
darse cuenta en qué dimensión está proyectando una creatura, que Jesús es “de
Dios y de María”[4].
Casi como nosotros decimos de un hombre que es hijo de tal y de tal. Dante
Alighieri ha contenido la doble paradoja de María que es “Virgen y Madre” y
“madre e hija”, en un solo verso: “¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!”[5].
El
título “Madre de Dios” basta por sí solo para fundar la grandeza de María y
para justificar el honor a ella tributado. Se reprenderá a veces a los
católicos por exagerar en el honor y en la importancia atribuida a María y a
veces es necesario reconocer que esto era justificado, al menos por el modo con
el cual esto sucedía. Sin embargo, no se piensa nunca en lo que ha hecho Dios.
Dios se ha adelantado completamente en el hecho de honrar a María haciéndola
Madre de Dios, que nadie puede decir nada más, aunque tuviera –dice el mismo
Lutero- tantas lenguas como hojas de hierba hay”[6].
El
título de “Madre de Dios” es incluso hoy el punto de encuentro y la base común
a todos los cristianos, desde la cual retomar para reencontrar el acuerdo en torno al lugar de María en la fe. Éste es el
único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio
ecuménico, pero también de hecho porque es reconocido por todas las Iglesias.
Hemos
escuchado lo que pensaba Lutero. En otra ocasión, él escribió: “El artículo que
afirma que María es Madre de Dios está vigente en la Iglesia desde los inicios
y el Concilio de Éfeso no lo definió como nuevo, porque es ya una verdad
sostenida en el Evangelio y en la Sagrada Escritura… Estas palabras [es decir
Lc 1, 32) y Gal 4, 4] sostienen con mucha firmeza que María es verdaderamente
la Madre de Dios”[7].
Otro impulsor de la Reforma escribe: “María es justamente llamada, a mi juicio,
Madre de Dios, Theotókos”, y en otro lugar llama a María “la divina
Theotókos”, elegida incluso antes de tener la fe”[8].
A su vez, Calvino escribe: “La Escritura nos declara explícitamente que aquel
que deberá nacer de la Virgen María será llamado Hijo de Dios (Lc 1, 32) y que
la Virgen misma es Madre de nuestro Señor”[9].
Madre
de Dios, Theotókos, es por lo tanto el título al cual es necesario
regresar siempre, distinguiéndolo, como hicieron justamente los ortodoxos, de
toda la serie infinita de otros nombres y títulos marianos. Si eso hubiera sido
tomado en serio por todas las Iglesias y valorizado de hecho, más allá que
reconocido de derecho en sede dogmática, bastaría para crear una unidad
fundamental en torno a María y ella, en lugar de ser ocasión de división entre
los cristianos, se convertiría, después del Espíritu Santo, en el factor más
importante de unidad ecuménica, la que ayuda maternalmente a “reunir a los
hijos de Dios que están dispersos” (cfr. Jn 11, 52).
“Madre de Cristo”: la
imitación de la Madre de Dios
Nuestro
modo de proceder, en este camino sobre las huellas de María, consiste en
contemplar los “pasos” individuales realizados por ella para después imitarlos
en nuestra vida. ¿Pero cómo se puede imitar esta característica de la Virgen de
ser Madre de Dios? ¿Puede María ser “figura de la Iglesia”, es decir su modelo,
incluso en este punto? No sólo esto es posible, sino que ha habido hombres,
como Orígenes, san Agustín, san Bernardo, que llegaron a decir que, sin esta
imitación, el título de María sería inútil para mí: “¿En qué me beneficia
–decían- que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace también
por fe en mi alma?”[10].
Debemos
recordar que la maternidad divina de María se realiza sobre dos planos:
sobre un plano físico y sobre un plano espiritual. María es Madre de Dios no
sólo porque lo ha llevado físicamente en su seno, sino también porque lo
concibió primero en el corazón con la fe. Naturalmente, no podemos imitar a
María en el primer sentido, generando de nuevo a Cristo, pero podemos imitarla
en el segundo sentido, que es el de la fe.
El
mismo Jesús inició en la Iglesia este uso del título de “Madre de Cristo”,
cuando declaró: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de
Dios y la ponen en práctica.[11]En
la tradición, esta verdad conoció dos niveles de aplicación complementarios
entre ellos. En un caso se ve realizada esta maternidad, en la Iglesia en su
conjunto, en cuanto “sacramento universal de salvación”; en el otro, tal
maternidad se ve realizada en casa persona o alma individual que cree. El
Concilio Vaticano II se coloca en la primera perspectiva cuando escribe:
“La
Iglesia… se vuelve ella también madre, porque con la predicación y con el
bautismo engendra una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del
Espíritu Santo y nacidos de Dios”[12].
Sin
embargo todavía más clara, en la tradición, es la aplicación personal a cada
alma: “Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios… Si según la
carne una sola es la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas generan a
Cristo cuando acogen la palabra de Dios”[13].
Otro Padre se hace eco del Oriente: “Cristo nace siempre místicamente en el
alma, tomando la carne de aquellos que son salvados y haciendo del alma que lo
engendra una madre virgen”[14].
Nos
concentramos sobre la aplicación del título Madre de Dios que nos concierne
particularmente. Buscamos ver cómo se pasa a ser, en concreto, madre de Jesús.
¿Cómo nos dice Jesús que se pasa a ser su madre? A través de dos operaciones:
escuchando la Palabra y poniéndola en práctica. Para entender, volvemos a
pensar cómo se convierte en madre María: concibiendo a Jesús y dándolo a luz.
Existen dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupciones de
maternidad. Una es la del aborto, antigua y conocida. Ésta sucede cuando se concibe
una vida pero no se da a luz, porque, en el transcurso, ya sea por causas
naturales o por el pecado de los hombres, el feto muere. Hasta hace poco este
era el único caso que se conocía de maternidad incompleta. En la actualidad se
conoce otro que consiste, por el contrario, en dar a luz un hijo sin haberlo
concebido. Así sucede en el caso de los hijos concebidos en probeta e
implantados, en un segundo momento, en el seno de una mujer, y en el caso
triste y funesto del útero dado en préstamo para hospedar, a veces mediante
pago, vidas humanas concebidas en otro lado. En esto caso, lo que la mujer da a
luz, no viene de ella, no es concebido “primero en el corazón y después en el
cuerpo”.
Desafortunadamente,
también en el plano espiritual existen estas dos tristes posibilidades. “Hay
almas –dice san Ambrosio – quienes antes de dar a la luz hacen abortar al
Verbo… Son muchos los que han concebido a Cristo, pero que nunca lo han dado a
la luz”[15].
Engendra a Jesús sin darlo a luz quien acoge la Palabra, sin ponerla en
práctica, quien hace un aborto espiritual uno tras otro, formulando propósitos
de conversión que sistemáticamente después se olvidan y abandonan a mitad de
camino; quien se comporta hacia la Palabra como observador impaciente que mira
su rostro en el espejo y después se va olvidando rápidamente de cómo era (cfr.
San 1, 23-24). En resumen, quien tiene la fe pero no tiene las obras.
Por
el contrario, da a luz a Cristo sin concebirlo quien hace tantas obras, incluso
buenas, pero que no vienen del corazón, del amor por Dios y de una recta
intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de la
satisfacción que da el hacer. En resumen, quien tiene las obras pero no tiene
la fe.
Dos fiestas del Niño Jesús
Hemos
considerado el caso negativo de la maternidad incompleta por falta de fe o por
falta de obras. Consideramos ahora el caso positivo de una maternidad verdadera
y completa que nos hace parecer a María. San Francisco de Asís tiene una
palabra que resume bien lo que me apremia resaltar:
“Somos
madres de Cristo –dice- cuando lo llevamos en el corazón y en el cuerpo nuestro
por medio del divino amor y de la pura y sincera conciencia; lo engendramos a
través de las obras santas, que deben resplandecer a los otros en ejemplo… ¡Oh,
cómo es santo y cómo es querido, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y
deseable por sobre cada cosa, tener un hermano y un hijo semejante, el Señor
Nuestro Jesucristo[16]!
Nosotros
–dice el santo- concebimos a Cristo cuando lo amamos con sinceridad de corazón
y con rectitud de conciencia y lo damos a la luz cuando cumplimos obras santas
que lo manifiestan al mundo. Es un eco de las palabras de Jesús: Brille
igualmente la luz de ustedes ante los hombres, de modo que cuando ellos vean
sus buenas obras, glorifiquen al Padre de ustedes que está en el cielo (Mt
5, 16).
San
Buenaventura, discípulo e hijo del Pobre de Asís, desarrolló este pensamiento
en un librito titulado “Las cinco fiestas del Niño Jesús”. En ello explica como
el alma devota, por gracia del Espíritu Santo y el poder del Altísimo, puede
concebir espiritualmente el bendito Verbo e Hijo Unigénito del Padre, dar a
luz, darle el nombre, buscar adorarlo con los Magos y presentarlo felizmente a
Dios Padre en su templo[17].
De
estas cinco fiestas del Niño Jesús que el alma debe revivir, nos interesan
sobre todo las primeras dos: la concepción y el nacimiento. Para san
Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando, insatisfecha con la vida que
lleva, estimulada por santas inspiraciones y encendiéndose de santo ardor, en
fin alejándose con resolución de sus viejas costumbres y defectos, es fecundada
espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una
vita nueva. ¡Sucede la concepción de Cristo! Una vez concebido, el bendito Hijo
de Dios nace en el corazón, cuando, después de haber hecho un sano
discernimiento, pedido consejo oportuno, invocado la ayuda de Dios, el alma
pone inmediatamente en obra su santo propósito, comenzando a realizar lo que
desde hacía un tiempo estaba madurando, pero que siempre había pospuesto por
miedo de no ser capaz.
Sin
embargo es necesario insistir sobre una cosa: este propósito de vida nueva debe
traducirse, sin demora, en algo concreto, en un cambio, posiblemente también
externo y visible, en nuestra vida y en nuestras costumbres. Si no se pone en
acto el propósito, se concibe a Jesús pero no se lo da a luz. Es uno de los
abortos espirituales. ¡No se celebrará nunca “la segunda fiesta” del Niño Jesús
que es la Navidad! Es una de las tantas prórrogas que han marcado nuestra vida
y que son una de las razones principales por la cual tan pocos se hacen santos.
Si
decides cambiar el estilo de vida y comenzar a ser parte de la categoría de los
pobres y humildes que como María buscan sólo encontrar gracia junto a Dios, sin
buscar gustarles a los hombres, entonces debes armarte de coraje, porque será
necesario. Deberás enfrentar dos tipos de tentaciones. Dice san Buenaventura
que se te presentarán primero los hombres carnales de tu ambiente a decirte:
“Es muy arduo lo que emprendes; no lo lograrás nunca, te faltarán las fuerzas,
tendrás problemas de salud; estas cosas no se corresponden a tu estado,
compromete tu buen nombre y la dignidad de tu carga…”
Superado
este obstáculo, se presentarán otros que tienen fama de ser y, quizás lo son
también de hecho, personas pías religiosas, pero que no creen verdaderamente en
el poder de Dios y de su Espíritu. Estas te dirán que, si comienzas a vivir de
este modo –dando tanto espacio a la oración, evitando las charlatanerías
inútiles, haciendo obras de caridad-, serás considerado rápidamente un santo,
un hombre devoto, espiritual, y porque tú sabes muy bien que todavía no lo
eres, terminarás engañando a la gente y siendo un hipócrita, atrayendo sobre ti
la ira de Dios que escudriña los corazones. A todas estas tentaciones, es
necesario responder con fe: ¡la mano del Señor no se queda corta para salvar!
(Is 59, 1) y casi enojándose con sí mismo, exclamar con Agustín en la vigilia
de su conversión: “¿Si estos lo hicieron por qué no también yo? Si isti et
istae, cur non ego?”[18].
Hemos
intentado en las tres meditaciones de Adviento de prepararnos a Navidad a la
escuela de la Madre de Dios. Ahora que hemos llegados al final no nos queda que
unirnos a ella en una contemplación silenciosa y adoradora del Dios hecho
hombre por nosotros. La liturgia bizantina en la víspera de Navidad contiene
una oración llena de santo orgullo, que podemos hacer nuestra frente al
pesebre:
¿Qué
podemos ofrecerte como regalo, oh Cristo nuestro Dios, por haber aparecido en
la tierra asumiendo nuestra propia humanidad? Cada una de las criaturas
moldeadas por tus manos te ofrece algo para darte gracias: los ángeles te
ofrecen su canción, los cielos la estrella, los magos sus dones, los pastores
su maravilla, la tierra una cueva, el desierto un pesebre. ¡Pero te ofrecemos
una Madre virgen!
[1] S. Cirilo Alejandrino, Anatematismo I contra
Nestorio, en Enchiridion Symbolorum, nr. 252.
[2] S. Agustín, Discursos 72 A (=Denis 25), 7
(Miscelánea Agustiniana, I, p. 162).
[3] S. Agustín, Naturaleza y gracia 36, 42 (CSEL
60, p. 263 s).
[4] S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Éfesos 7,
2.
[5] Dante Alighieri, Paraíso XXXIII, 1.
[6] Lutero, Comentario al Magnificat (ed. Weimar
7, p. 572 s).
[7] Lutero, De los concilios de la Iglesia (ed.
Weimar, 50, p. 591 s).
[8] H. Zwingli, Expositio fidei, en ZWINGLI Hauptschriften,
der Theologe III, Zurigo 1948, p. 319.
[9] Calvino, Instituciones de la religión cristiana II,
14, 4 .
[10] Cfr. Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas 22,
3 (Sch 87, p. 302).
[11] Lc 8, 21; cfr. Mc 3, 31 s; Mt 12, 49
[12] Lumen gentium 64.
[13] S. Ambrosio, Exposición del Evangelio según Lucas II,
26 (CSEL 32, 4, p. 55).
[14] S. Máximo Confesor, Comentario al Padrenuestro (PG
90, 889).
[15] S. Ambrosio, Exposición del Evangelio según Lucas, X
, 24-25.
[16] S. Francisco de Asís, Carta a los fieles 1
(Fuentes Franciscanas nr. 178).
[17] S. Buenaventura, Las cinco fiestas del Niño Jesús,
prólogo (ed. Quaracchi 1949, pp. 207 ss).
[18] S. Agustín, Confesiones VIII, 8, 19
Fuente: Zenit






