Tal vez no puedo luchar contra la noche, pero sí, con la luz de una vela,
puedo rasgar su velo…
Hay una
tradición que me ayuda a vivir más el Adviento. La corona con las velas del
Adviento. Esa corona proviene de una tradición pagana que fue cristianizada.
Con ellas preparaba el pueblo pagano el nacimiento del Dios sol.
Los cristianos
aprovecharon la fuerza del símbolo. Una corona, símbolo del poder de Jesús. De
su realeza. No una corona de oro, sino una corona de ramas verdes, pobre y
humilde.
El niño va a
nacer como un brote de vida nueva. Todo comienza. Un círculo, que no tiene
principio ni fin, es eterno. Y cuatro velas que representen los cuatro domingos
que nos preparan para el nacimiento de Jesús. Tres moradas y una rosa para el
domingo de la alegría.
Una vela blanca
es la de Cristo. Una vela blanca se enciende en Navidad, cuando Jesús nace y ya
desaparece la corona. Y la luz del Niño Dios permanece para siempre.
Me gusta la
imagen de las velas. Se va rompiendo el velo de la noche. Tal vez no puedo
luchar contra la noche. Pero sí, con la luz de una vela, puedo rasgar su velo.
Pienso en estas
velas que acompañan mi Adviento. Me hablan de una luz que anhela mi corazón. Ya
el ángel anunció a María el nacimiento de ese niño, de esa luz:
“Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo”.
Dar a
luz, traer a la luz desde la oscuridad del seno de su madre. O
traer ante mis ojos la misma luz que es Cristo. Esa luz que acaba
definitivamente con las tinieblas.
Pero la vida no
crece de golpe. Siempre es lento todo lo que crece. Paso a
paso. Siempre avanzo creciendo desde dentro hacia fuera. Como la raíz de la
planta que deja paso al tronco, al tallo, y luego las ramas, las hojas, las
flores y los frutos.
Pero antes
permanece oculta bajo la tierra la semilla y muere al ver nacer sus raíces y su
tallo. Siento la oscuridad hasta que mis ojos ven la planta que crece.
Así siempre es
la vida. El Niño concebido en el seno de María. Oculto a mis ojos en esos nueve
meses de incertidumbres y miedos. Oculto cuando aún la salvación es invisible
para el mundo.
Y yo quiero
verla ya, quiero ser salvado ahora, rescatado de mi noche. Jesús viene a nacer
con su luz para no extinguirse jamás. Escribe Eloy Sánchez Rosillo en su Luz
que nunca se extingue:
“Tu error está
en creer que la luz se termina. Al cabo de los años he llegado a saber que en
la naturaleza del milagro se funden lo fugaz y lo perenne. Tras su apariencia
efímera, el relámpago sigue viviendo en quien lo vio. Porque su luz transforma
y ya no eres el hombre aquel que fuiste antes de que, en tus ojos, de que, en
el fondo oscuro de tu ser, fulgurase”.
Esa luz no se
acaba. Permanece en mi retina que retiene su presencia
que todo lo ilumina. Esa noche se rasgó el velo para siempre. Quizás
para que nunca más viva el hombre con miedos, con sombras, con angustias.
Quizás para
convencerme de que en mi oscuridad puede reinar una luz si yo dejo que entre.
Si abro mis ventanas. Si miro sorprendido, atónito, la luz que nunca muere.
Y sé que ese
sol que nace no tiene ocaso. Cuando cada día observo morir el sol en el
atardecer de mi montaña. Con el color rojo que me habla de la muerte del sol de
la mañana.
Me duele. Su
muerte me duele. Pero sé que ahora es distinto. Sé que mi caminar está lleno de
tinieblas y de luces que luchan por abrirse paso torpemente.
En forma de
ángeles que recorren mi camino prendiendo velas para que no me desvíe. En forma
de luces que se encienden y se apagan a mi vera, ante mis ojos.
Luces en el
alma de aquellos que me aman, o yo los amo. Luces que disipan sombras y miedos.
A veces se mantienen con el paso del tiempo. A veces se apagan sin darme
cuenta.
Portan esos
ángeles una vela que ilumina mi sendero. Y yo me dejo guiar en medio de las
sombras. Retengo la luz de momentos sagrados que me elevan por encima
de mis miedos. Por encima de mis perezas y sinsabores. Y le dan sabor a la
vida, y luz, y esperanza.
Enciendo una
vela. Una más cada semana en mi alma. Un poco más de luz. Es un misterio. Mis
obras, mis palabras, mis silencios, mis renuncias. Son velas que se
encienden rasgando la muerte, trayendo vida a muchos. Es la caridad esa luz que
enciendo. Decía Santa Teresita:
“Me parece que
esta lámpara representa la caridad que debe iluminar, alegrar, no solamente a
los que me son más queridos, sino a todos los que están en la casa, sin
exceptuar a nadie”.
Mi luz quiere
ser para todos. Mi amor. El amor que recibo para darlo. No lo escondo. No me lo
guardo. Quiero llevar la luz para que muchos tengan vida. No hago distinciones.
No la reservo sólo para algunos. La comparto, la reparto.
Es como esa luz
que nace del corazón de Jesús cada vez que me detengo ante Él, a contemplarlo.
Y el cielo se llena de estrellas, y cada estrella trae un poco más de luz a
este mundo que vive en tinieblas y en sombra de muerte. Decía san Francisco:
“Cuando decía:
– ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?, me hallaba invadido por una luz de
contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y
omnipotencia de Dios”.
Y cuando
vivo en la luz de Jesús las cosas adquieren su color verdadero. Es Jesús
con su luz el que me permite recobrar mi auténtico aspecto, mi rostro, mi
verdad más escondida.
En su luz nada
de lo mío permanece oculto. Todo lo ama. Todo lo mira. Todo lo desea. Todo lo
que llevo en una vasija de barro. En la oscuridad de mi alma cuando no está Él.
Porque cuando
Él enciende su lámpara en mi corazón todo brilla. Y el sol nace de repente. En
ese espacio tan íntimo. Lo retengo. Es mío. Viene a darme una luz nueva
para que aprenda a ver por dónde han de ir mis pasos. Ahora sí confío.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






