Quiero
estar cómodo y dormir. ¿A qué vienen a molestarme?
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Pedir
posada es una tradición que me ayuda a preparar la Navidad. Los peregrinos,
José y María, buscan posada en Belén, en mi alma. Vienen deseando que les abra
las puertas de mi corazón. Me buscan, golpean la puerta cerrada:
“En
nombre del cielo pedimos posada, pues
no puede andar mi esposa amada”.
Y el que está dentro tiene
que abrir. Tengo que abrir mi alma al que llega. Tengo que estar
dispuesto a dejarlo pasar. Pero a menudo me veo negándoles la entrada:
“Ya
se pueden ir y no molestar, porque si me enfado os voy a apalear. No me importa
el nombre, déjenme dormir, pues que yo les digo que no hemos de abrir. Pues si
es una reina quien lo solicita ¿cómo es que de noche anda tan solita? Aquí no
es mesón sigan adelante, yo
no debo abrir no sea algún tunante”.
No quiero acoger a los
peregrinos. No quiero dejar entrar a un desconocido. No
abro la puerta a cualquiera. Me pasa con frecuencia. Hago
distinciones. No tengo un corazón misericordioso que acoja a todos.
Busco mi interés. Quiero
estar cómodo y dormir. ¿A qué vienen a molestarme? Estoy tranquilo en mi
mundo. No deseo que me saquen de mi comodidad.
¿Abrir la puerta o
mantenerla cerrada? ¿Dejar que entren o atenderlos en la puerta? ¿Cómo
reacciono cuando me piden posada o quieren entrar en mi vida?
Me gusta ser peregrino y pedir posada. Experimentar el rechazo
me hace más humilde:
“No
seas inhumano, tennos caridad, el Dios de los cielos te lo
premiará. Venimos rendidos desde Nazaret. Yo soy carpintero de nombre José. Posada
te pide amado casero, por sólo una noche la reina del cielo. Mi esposa es María
es reina del cielo, y madre va a ser del Divino Verbo”.
Me gustan estos versos de
súplica. El corazón se humilla y se expone al rechazo.
José y María lo vivieron.
Estaba todo lleno en Belén por culpa del censo. Pidieron
posada. Fueron rechazados. Sólo hubo sitio en un establo. Cerca de los animales.
Allí María supo convertir
una cueva de animales en un hogar donde pudiera nacer dignamente Jesús. Pero
antes sufrieron el oprobio, el rechazo.
¿Me
han rechazado alguna vez? ¿Me han humillado? El camino más rápido para ser humilde
es la humillación. Pero es el camino que más duele.
No quiero que me humillen.
Quiero que me acepten y se alegren siempre de mi llegada. Quiero ser respetado,
amado, querido aun sin conocerme.
Tal vez pido demasiado, no lo sé. Cuando me acogen en una casa
no lo considero evidente. La hospitalidad es un regalo. Que me acepten. Hoy
exclamo con los peregrinos:
“Dios
pague, señores, vuestra caridad, y
que os colme el cielo de felicidad.
¡Dichosa la casa que alberga este
día a la virgen pura, la hermosa María!”.
Quiero ser agradecido. Que
alguien me abra su alma, su vida, es un don inmerecido. Es un regalo que me
desborda. Leía el otro día:
“Amar
a alguien es darse a él y también recibirle en la propia vida. Jesús nos acoge
en su corazón y nos acepta tal y como somos”.
Quiero aprender a dar
gracias por la acogida. Por encontrar corazones que me acogen e integran. Me
gusta la dinámica de pedir y dar posada. Pedir me hace humilde y necesitado,
dependiente del que tiene.
Ser peregrino y menesteroso
me hace más humilde. Vivo de la caridad. Vivo de la respuesta que me dé aquel
al que le pido posada. El rechazo es una respuesta
razonable. Me preparo para ella.
Además, me gusta dar posada.
Abrir mi vida a otros. Dejarme sorprender por los que no conozco. Ser más
acogedor y menos egoísta. Más flexible y no tan rígido.
Acoger
ensancha mi alma.
Me hace más dadivoso. Me engrandece. Miro a Dios que quiere pedirme posada. Él
es el peregrino que viene caminando hasta mi puerta en este Adviento. En rostro
de peregrino, de mendigo, de pobre, de desconocido.
Viene cuando menos lo
espero. Viene a mi alma cuando guardo silencio o cuando corro buscando atender
todas las demandas de estos días de Adviento y Navidad. Viene para mostrarme su voluntad y decirme que
quiere quedarse en mi alma, en mi casa, en mi corazón.
Yo me turbo porque no estoy
preparado. Puede que mi casa no esté lista, no todo está en orden, limpio. No
tengo la comida preparada para el que llega.
Me siento débil y quisiera
que mi corazón fuera más grande y puro. Lejos de mí todo pecado. Me da
vergüenza que Jesús vea cómo soy por dentro.
Me da miedo no querer mover
nada. Ni hacer cambios. Todo está en el mismo sitio. Sé que los niños todo lo
tocan, lo rompen, acaban con mi paz. No son bienvenidos. Ni los niños, ni los
pobres, ni los que pueden alterar la perfección de todo lo que tengo.
Quiero
hacerme más libre dando posada, abriendo las puertas de mi vida. Que
puedan entrar en mí rompiendo el orden y la limpieza.
Me gusta pedir posada
esperando un sí como respuesta. Me gusta dar posada estando dispuesto a dar mi
sí sin esperar nada como pago por mis servicios. Más
humilde, más generoso, más de Jesús.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






