La
respuesta cristiana
No
hay evento más magnifico sobre el planeta, leía alguna vez, que no sea el haber
tenido a Dios mismo caminando entre nosotros.
Dios
no solo creó a la humanidad, Dios se hizo una familia y como Padre, nos tomó
como suyos desde
el principio. Aquel Padre, que no abandona nunca, que es rico en fidelidad y
amor y que permanece eterno en esta condición; primero
se hizo hombre para que entendiéramos su amor y después dejó entre nosotros Su esencia: Su espíritu.
Dios al encarnarse
en María, lo que hizo fue engendrar su naturaleza divina en la humanidad, y es
gracias al “Hágase en mí” de
María que la vida sobrenatural y divina de Dios pudo entrar al mundo
convirtiendo al hombre en una criatura nueva.
Al consumar este
acontecimiento, Dios no dudó en deshacerse de todo lo que es; bajó del cielo, se hizo hombre y
permitió con su venida que los caídos reconstituyéramos nuestra naturaleza
perdida.
Él sabía que para
que alcanzásemos la santidad a la que estábamos llamados, debíamos poseer su
naturaleza,
pero para ello, tenía que de alguna manera hacerse dueño de nuestros corazones
para depositar en ellos esa perfección de su ser, su espíritu y que todo esto
se consiguiera respetando siempre nuestra libertad de elegirlo.
Dios siempre eterno,
omnipotente, todopoderoso, se despoja de todo y toma la carne y la sangre de
una mujer, se hace hijo, se hace niño.
Toma
nuestra pequeñez, se somete a las leyes de la naturaleza y del tiempo; y Dios, se pone al cuidado
de un padre y de una madre humanos.
Siendo en el universo lo más
santo, sagrado y poderoso, queda al cuidado de esos dos padres
limitados en recursos y en conocimiento.
Y así, con una misión que no
les alcanzaba en el cuerpo ni en el corazón, teniendo al todopoderoso entre sus
manos, José y María asumen la misión más grande que haya habido en toda la
tierra, el cuidado de Dios.
Haciéndose hombre, como diría Santo Tomas, quiso hacer dioses a los hombres. Es algo que me quita
el aliento y me pone de rodillas.
Se somete a la muerte, al dolor extremo y franquea
todo tipo de sufrimientos: el desprecio, el abandono, el odio, la
tortura, la burla, la traición, el pecado que, aunque ajeno, era cargado sobre
su propia carne.
Dios hecho carne, da su
último aliento sobre la cruz, mostrándonos que el verdadero amor es aquel que
se entrega. Y tras aquel suplicio, al tercer día ni bien despuntaba el alba,
Dios ya estaba nuevamente con nosotros haciendo una nueva declaración de amor:
que en su historia, el abandono no existe, que la fidelidad es su rasgo más
supremo. Vuelve a la vida para entregarnos lo
inmerecido, el cielo y la eternidad.
Llegado el momento de partir
de manera definitiva al Padre, nos advierte que esperemos atentos, que aún debe
enviarnos el Paráclito, el Espíritu Santo, para que nos recordara
todo lo que hizo mientras estuvo en la tierra, para que a través de los años,
su vida, pasión y muerte se replicara una y otra vez hasta la eternidad. Para
que recordemos que lo eterno recogió lo perecedero, para
hacerlo eterno.
Cincuenta días después de su
ascensión a los cielos y de haber hecho esta promesa, estando reunidos en
oración con María su madre, los apóstoles suyos, sus más fieles discípulos,
aquellos que le eran suyos, recibieron la promesa esperada:
“De
repente vino del cielo un ruido, como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó
toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de
fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces
quedaron todos llenos de Espíritu Santo […]” (Hch 2,2-4)
Y aquella promesa entró
intempestivamente en aquel lugar, tomando violentamente sus corazones. Aquí
estaba la gran promesa, esto es finalmente lo que nos hace imagen y
semejanza de Dios, la presencia de Su espíritu
en nosotros.
Es el bautizo que recibimos
de fuego, tan anunciado por Juan el Bautista en el Jordán cuando dice que
alguien más poderoso que él vendría a bautizarlos y que su bautizo no sería con
agua, ¡sino con el Espíritu Santo y el fuego! (Lc 3, 16).
Esta es la presencia del
Dios vivo, “el Padre y el Hijo que hacen morada en
nosotros”, que vienen cuando permanecemos en Cristo, cuando guardamos su
palabra.
(Jn 14, 23)
Esta es la presencia que
transforma nuestra naturaleza herida por el pecado, que sopla vientos de
sabiduría en nuestro interior, que destapa nuestros oídos, abre nuestros ojos,
ilumina nuestro entendimiento y ensancha nuestros corazones llevándonos a la
perfección de nuestra naturaleza, ahora humana y a
la vez divina.
Esta es la esencia que nos
hace justos a los ojos de Dios, la presencia del amor ardiente de Su
Espíritu divino.
El Espíritu
de Dios, una vez recibido en condiciones, empieza a tener una conversación
íntima con quien lo recibe. Las sombras son iluminadas, la aridez y el frío de
la vida reciben el calor de su presencia, y el terreno de nuestros corazones es
transformado en terreno fértil para poder entender los secretos de la
naturaleza divina que hemos heredado.
Lorena Moscoso
www.luzeltrigal.com