En el caso de divorcio, ¿quien lo padece puede volverse a casar? ¿Qué dice
la Iglesia?
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Egor Fomin - Shutterstock |
A una querida
amiga mía, tras veinte años de matrimonio, la dejó el marido. Es relativamente
joven (aún no tiene cincuenta), tiene dos hijos grandes. En el círculo de
nuestras amigas, varias la invitan a pensar en una nueva relación: de hecho es
una pena verla sola. Como católica, no quiero unirme a ese coro: pero me
pregunto si en un caso como el suyo no sería, por su bien, lo mejor.
Responder a una
cuestión tan delicada sin conocer de cerca el caso concreto es un ejercicio de
riesgo, una aventura que trata de aportar luces a otros casos que pueden ser
similares, pero que quedará en la teoría hasta que aterrice en la situación
personal.
Por eso,
queremos aclarar que estas líneas -del sacerdote Francesco Romano, profesor de
Derecho Canónico en la Universidad Teológica de Italia Central, y del equipo de
la edición española de Aleteia- son sólo una descripción “fría” de lo que
podríamos decir que es doctrina, así en general. ¡Cada caso es un mundo y sólo
Dios conoce cada conciencia y tiene la llave de cada corazón!
Las situaciones
en que pueden encontrarse las personas católicas cuyo matrimonio ha fracasado
suscitan mucho interés. Está creciendo cada vez más el número de separaciones y
divorcios tras un breve tiempo de convivencia conyugal, pero también el número
de aquellos que después del divorcio emprenden un nuevo camino afectivo
formando otra familia.
Desgraciadamente,
como nos recuerda nuestra lectora, no faltan matrimonios que terminan tras
muchos años desde su celebración.
Además aumenta
el número de los que rechazan absolutamente tener una relación estable, es
decir cualquier vínculo, no solo religioso, sino también civil.
Es necesario no
subestimar, frente a este panorama, la influencia del contexto social y
cultural, la falta de una adecuada preparación al matrimonio, la
responsabilidad de uno o ambos cónyuges en la disgregación de la familia, o la
dureza del corazón, de la que habla el Evangelio (Mt 19,8), que puede
expresarse en actitudes de egoísmo, en la búsqueda de una libertad sin límite
de ningún tipo, en la liberación de los deberes conyugales y familiares, en el
rechazo a comprender y perdonar.
Además, la
pérdida de las referencias de Dios vuelve más fácil justificar las situaciones
matrimoniales irregulares.
El hombre y la
mujer que se casan en el Señor están llamados a vivir su amor con un título
nuevo, con esas características de unidad e indisolubilidad con las que está
marcado el pacto conyugal.
El matrimonio,
de hecho, une a los esposos para toda la vida con un vínculo que el
sacramento vuelve sagrado y no depende del arbitrio de los
hombres (cf. Gaudium et Spes, 48).
La lectora
plantea una pregunta sobre el intento de aquellos que intentan dar una
nueva salida afectiva a su vida después de la desintegración de su
núcleo conyugal y familiar.
De hecho, a los
ojos de la mayoría, parece inhumano limitar el derecho de una persona a crear
una nueva familia y vida emocional, especialmente después de haber sufrido un
divorcio sin su culpa.
La influencia
del contexto social y cultural puede crear algunas graves dificultades
alrededor del Evangelio y de la indisolubilidad del matrimonio.
Otra cosa
distinta es que el matrimonio no sea válido. Por eso, antes hay que someter ese
matrimonio al discernimiento de la Iglesia, iniciando una causa de nulidad, si
se considera que hay indicios.
Si después de
ese proceso, la Iglesia llega a la conclusión de que ese primer matrimonio es
válido ante Dios y ante los hombres, significa
que ese vínculo matrimonial es un signo e instrumento de salvación que
Dios regala.
Las instancias
sociales y culturales, como también los efectos de la secularización, no pueden
disminuir el valor social y eclesial esencial del matrimonio hasta el punto de
entregarlo al arbitrio individual.
Ese valor no
depende de la necesidad de aquellos que, en situaciones de vida tristemente
marcadas por el fracaso de su unión, buscan caminos alternativos al sacramento
del matrimonio que vuelve visible la unión indisoluble entre Cristo y la
Iglesia.
El proceso de
secularización ha llevado a muchos a rechazar la dimensión trascendente de la
existencia hasta profundizar la fractura entre el amor del hombre y el amor de
Dios, a rechazar a la Iglesia y los sacramentos como lugares en que se hace
históricamente presente la revelación de Dios.
De esta
manera, a la pérdida del sentido religioso del matrimonio se añade
también la de su valor cristiano y eclesial.
La Iglesia,
llamada a continuar con la misión de salvación del Señor, no puede apartarse de
su enseñanza. Sin ningún compromiso siempre ha propuesto la verdad mostrándose
acogedora y misericordiosa también hacia los pecadores: “No he venido a llamar
a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12-13).
La Iglesia no
puede desviarse de la actitud de Cristo al reunir la claridad de los principios
y la comprensión de la debilidad humana, siempre que sea en vista del
arrepentimiento.
Los católicos
están llamados a mostrar estima y solidaridad a quien, padeciendo el divorcio,
mantiene la fidelidad conyugal y se compromete en la educación de los hijos y
el cumplimento de las responsabilidades de la vida cristiana.
Quien se ha
quedado a la fuerza solo y no busca un nuevo matrimonio civil se vuelve testigo
del amor fiel de Dios que ha recibido como don por la gracia del sacramento del
matrimonio y con el testimonio de su vida puede ayudar a aquellos que comparten
la misma fe a no fallar en la inviolabilidad del vínculo conyugal.
Basado en
un artículo publicado
por Toscana Oggi
Fuente:
Aleteia