Desconfiar quita esperanza, la obediencia en cambio libera
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Hacer mi propia
voluntad es lo que más deseo. Hacer lo que yo quiero, no someterme a la
voluntad de los otros. Cuesta tanto la obediencia cuando pienso que yo seguiría
mejor otros caminos o haría cosas distintas… Pero la obediencia a Dios calma
todas mis ansias y me libera de los miedos.
¿Estoy aquí
para hacer la voluntad de Dios? Decía santa Teresa de Jesús:
“Y cómo de un
alma que está ya determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis
otra cosa, sino que obedezca y se informe bien de lo que es más servicio
vuestro, y eso desee”.
Mi alma quiere
hacer la voluntad de Dios. No siempre lo logra. ¿Soy yo uno
de esos cristianos acostumbrados a amar a Dios sólo mientras Él cumple sus
deseos? ¿Soy de esos que luego se molestan y alejan cuando las cosas
son diferentes?
¡Cuántas
personas pierden esa fe que parecía tan sólida cuando la realidad no es la que
esperaban!
Quieren seguir
sus caminos y se alejan de Dios temiendo que les pida lo que no desean. O huyen
cuando no se cumple lo que esperan.
Pierden su fe
tan inmadura. Dejan de alabar, de agradecer, de creer. Desconfían de
ese Dios que dice amarlos con locura y permite tanto dolor.
Pierden la
esperanza en un mundo mejor, en un tiempo bendecido. No se sobreponen a
las cruces que conlleva amar, vivir, dar la vida.
Esa fe en Dios
tan débil suele estar en relación con una fe muy pobre en los hombres. Lo que les sucede con Dios les sucede también en sus relaciones humanas.
Les cuesta
renunciar a sus propios caminos. No les gusta otra voluntad que no
sea la suya. Y a menudo no se dan cuenta de su tendencia a no acoger la
voluntad de los demás.
¿Me sucede a mí
lo mismo? Deseo tanto que se cumplan todos mis sueños que no estoy
abierto a lo que los demás desean y me piden.
Hay personas
obsesionadas con hacer siempre lo que ellos quieren. Desean que se cumplan sus
planes y no otros. Mueven los hilos para que se hagan realidad sus deseos y los
demás hagan lo que ellos quieren.
No se dan
cuenta. Viven diciendo que siempre hacen lo que los demás desean. ¿Se
autoengañan? Tal vez no se ven a sí mismos como en verdad son. No tienen una
mirada sana sobre su corazón.
Puede que yo
sea igual. Me da miedo hacer lo mismo que ellos.Deseo
hacer las cosas a mi manera. Me falta libertad para ceder, para renunciar a mi
orgullo, para abrirme a otros caminos posibles.
Necesito un
corazón más dócil. San Agustín comenta:
“¿Pues qué cosa es la
miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo, y
que, ya que no quiso lo que pudo, quiera lo que no puede?”.
Lo que no me
hace bien, lo que no me construye, es lo que acabo haciendo al no obedecer a
Dios. Y me dejo llevar por mis pasiones. Me debilito en mi fuerza de voluntad.
Sé que necesito aprender
a obedecer. Es lo que me construye por dentro. Renunciar a mis
deseos por amor a los deseos de Dios. Comenta el padre José Kentenich
al hablar de los jóvenes con los que comenzó a trabajar siendo un joven
sacerdote:
“La tarea consistía en
canalizar el afán de conquista que subyacía en la rebelión, y atarlo al carro
de la obediencia. Había que señalar que la obediencia no equivalía a
debilidad, sino que suponía una fuerza mayor, cumbre de una sana energía;
que suponía señalar que, en el caso de los jóvenes, dominar los instintos
significaba un pleno desarrollo de las fuerzas la obediencia”.
Cuando obedezco no me
vuelvo débil. Me hago más fuerte. Acojo los deseos de aquel que sabe mejor que
yo lo que me conviene. Aunque no lo entienda ni desee.
Obedezco y no me
equivoco. Asumo un deseo de Dios que se manifiesta en personas, en
sucesos o dentro de mi alma en una moción del Espíritu. Esa forma de
vivir obedeciendo me hace más de Dios, más niño.
La desobediencia
constante me vuelve caprichoso y lábil. Querer que siempre se haga lo que yo
quiero acaba siendo algo enfermizo y me aleja de las personas, me
debilita. Nadie quiere compartir la vida con personas caprichosas, y
volubles.
Obedecer es una
actitud que me sana. Obedezco y avanzo en el camino de la vida, en mi madurez.
Me hago más niño, más hijo, más dócil.
Me gusta esa forma de
ver la vida. Quiero seguir los caminos de Dios. Hacer lo que otros me piden.
Renunciar a lo mío por amor a los demás.
No es fácil esa actitud
que me cambia por dentro. La obediencia a lo que no comprendo ni comparto. Es
una actitud que es madura y grande, no sumisa. Le pido a Dios que me haga más
hijo suyo. Que me desprenda de mi orgullo enfermizo y me haga más
humilde.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia