“Por amor se vive y se muere. El
Amor es Dios, y Dios es Amor”: lo dijo Einstein
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¿Qué significa
realmente ser generoso? ¿Significa ser capaz de dar aquello que me sobra o dar
mejor aquello que yo necesito? ¿Soy más generoso cuando doy lo que no me
hace falta o cuando me privo de lo que yo mismo quiero?
¿Soy más
generoso cuando acepto un trabajo sólo porque me gusta sobresalir y ser tomado
en cuenta o cuando lo hago movido por mi deseo de ser corresponsable con el
bien común?
Son importantes
las intenciones que motivan mis actos. Una generosidad
centrada en el propio interés, ¿vale menos a los ojos de Dios?
No lo tengo tan
claro. ¿Importa el acto mismo o la motivación escondida? ¿El hecho
objetivo o las razones subjetivas que me mueven a hacerlo?
Me gustaría
tener motivaciones totalmente puras. Pero no es así. Me encuentro
mendigando cariño y aceptación en todo lo que hago.
Deseo ser
reconocido. Tengo ansia de valer. Como si al escuchar halagos por mi
generosidad una herida oculta sanara. Miro mi corazón para ver lo que realmente
lo mueve. ¿Es el amor puro y grande a Dios y a los hombres? Ya lo decía
Einstein:
“El Amor es
gravedad, porque hace que unas personas se sientan atraídas por otras. El Amor
es potencia, porque multiplica lo mejor que tenemos, y permite que la humanidad
no se extinga en su ciego egoísmo. El amor revela y desvela. Por amor se vive y
se muere. El Amor es Dios, y Dios es Amor”.
El amor debería
ser la razón única de mi existencia. El amor
que recibo o el que reclamo. El amor que doy o el que me guardo. Todo es amor
al final del camino.
El amor me
mueve en una dirección o me retiene en el espacio cerrado de mis miedos, cuando
no me dejo amar, o me niego a amar a otros.
No es fácil
percibir la diferencia entre actos similares. Pueden ser totalmente los mismos.
Las horas que paso junto al enfermo. El pan que doy al hambriento. El abrazo
que entrego al que me lo pide. Las horas que invierto en cuidar a los míos.
El dato frío es
el mismo. Son las mismas horas, los mismos gestos, los mismos resultados. ¿Y
las motivaciones? ¡Quién soy yo para juzgar lo que mueve el corazón humano!
La intención
puede ser pura, o no serlo. O puedo estar enfermo en la raíz y los frutos que
surgen del alma no ser puros. Puede ser que mi vida parezca una ofrenda
gratuita a los ojos de los hombres. O puede no serlo en su apariencia y serlo
en lo escondido para Dios.
Lo que tengo
claro es que quiero ser generoso con mi vida, en mis
criterios, en mi forma de pensar. Luego la vida con su ritmo y
exigencia parece pedirme más de lo que puedo dar.
Y entonces me
siento sobrepasado. O veo que la generosidad que me piden no es la que Dios
desea para mí. ¿Cómo distingo? O veo que la generosidad no puede ser el único
criterio para tomar decisiones.
Seguir el
camino de la vida consagrada abrazando en intimidad al Señor no puede basarse
solo en un acto de generosidad. Puede haber una cierta cuota de egoísmo en mi
sí generoso.
Detrás de mi
entrega puede haber la búsqueda de un hogar, la necesidad de sentirme querido,
el deseo de dignidad. Y tampoco me vale como único criterio pensar en lo más
generoso para decidir dar la vida.
¿Es más
generosa una vida consagrada que una vida matrimonial? ¿Por generosidad tengo que decidirme a dárselo todo a Dios? No es el
único criterio.
Jesús me
promete la alegría de estar con Él. Y una vida
plena. ¿Es generosa esta elección? No totalmente. En ella estoy renunciando a
lo que no deseo.
No quiero
llevar una vida mediocre, triste, solitaria. Todo se confunde en el alma. Lo
que Dios me pide simplemente es que escuche en el silencio del corazón su
llamada para saber qué pasos dar. Sólo quiere que mi vida sea plena. Sor
Verónica, fundadora de la comunidad religiosa Iesu Comunio, comenta:
“Padecemos
cuando desertamos de llegar a ser hombres en la plenitud que anhelamos. Tenemos
miedo a vivir, a no encontrar el sentido de la vida ni su valor. Y no somos
capaces de enfrentar los acontecimientos diarios. El hombre si no vive
abrazado a Dios y su voluntad está desorientado. No sabe reconocer quién es ni
a dónde va. Estamos bien hechos. La sed es el grito del Espíritu en el corazón
del hombre para que no se conforme con una vida mediocre. La sed del hombre
sólo en Jesús, el mendigo sediento, calma el corazón”.
Soy un
sediento. Y muchos de mis actos los mueve el egoísmo. Ese egoísmo de
querer saber a dónde voy y llevar una vida plena y lograr una felicidad soñada.
Puede parecer
egoísta esta búsqueda. Es tan humana… Quiero ser feliz para poder hacer felices
a los demás. Es cierto. La santidad es el camino en el que Dios va haciéndome
de nuevo para que tenga vida, para que dé vida con generosidad a muchos.
El amor a Dios
me lleva a ser generoso y a renunciar a mí mismo. Creo que mi
generosidad es más pura en la renuncia. Soy generoso cuando renuncio a
la búsqueda de mí mismo. Cuando dejo de perseguir sólo mis deseos. Y renuncio
incluso a saciar mi propia sed para que otros tengan agua.
Esa renuncia es
más generosa. Es más de Dios. Porque es una entrega en gratuidad sin
esperar nada a cambio. Es el desbordamiento del amor que habla de una
generosidad sin compensaciones, ni retribuciones.
Darlo todo sin
esperar el pago por lo entregado. Ni cielo, ni paraíso, ni halagos, ni abrazos. Un amor que renuncia en la oscuridad sin que nadie sepa, sin que
nadie lo vea.
No todo tiene
que saberse. La mayoría de los santos, aquellos a los que admiro, algunos aún
vivos, son los que se dan sin buscarse y se entregan renunciando a lo que les
corresponde.
No hablan de
justicia. No exigen compensaciones. Dan sin llevar cuenta de lo que hacen. No esperan que nadie reconozca su vida generosa.
Seguramente
nadie los recordará como santos dignos de ser recordados. No estarán en las
listas de los santos. Brillarán ocultos en lo escondido.
Y su vida será
como la semilla que muere bajo tierra sin que nadie lo vea. Sonreirán
felices por haber podido dar la vida. Y sabrán que todo tiene un sentido en
lo más oculto.
Admiro esa
generosidad sin segundas intenciones. Me conmueve esa vida entregada por amor.
Aceptando la renuncia como parte del camino. Sin buscar compensaciones
ni premio alguno.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia