Vivir vacío de uno mismo y lleno de Dios, eso es la pobreza de espíritu
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| Cathopic |
Cada vez que
intento ser feliz me veo deseando lo que no poseo, envidiando lo que otros
tienen, anhelando lo que nunca llega. Y se introduce en mi ánimo
una tristeza extraña que me quita la paz.
Cada vez que me
lleno de bienes pensando que con ellos voy a ser más pleno, de nuevo me siento
vacío.
Cuando me creo
en posesión de la verdad y lucho por imponerla, después de tanto esfuerzo una
desazón cubre mi alma. Cuando aspiro a altos honores y deseo cargos de
prestigio o misiones dignas de gloria, vivo frustrado con lo que tengo, con lo
que vivo. Jesús dice: “Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el
Reino de los Cielos”.
¿Qué quiere
decir ser pobre de espíritu? ¿A quién se refiere Jesús cuando le habla a esa
multitud desde el monte de las bienaventuranzas?
Se refiere a
mí. A mí que he saboreado la amargura de la derrota y he sufrido la incapacidad
para llegar a la cumbre. Habla de mí que he vivido la pobreza de no poseer
todas las respuestas y la humillación de las críticas por no ser tan capaz como
quería.
La felicidad
tiene que ver con mi mirada. Con mi capacidad para alegrarme con lo que poseo.
Vivir en presente, sin desear futuros mejores, pasados gloriosos. La alegría
del que se posee a sí mismo y ha comprobado la pequeñez de su alma.
Así me veo yo
después de recorrer un largo camino. Pobre de espíritu. ¿Cuáles son mis
pretensiones? ¿Cómo aspiro a ser feliz? Miro mi vida conmovido y me alegro.
Sonrío al
pensar en lo que he hecho, en lo que vivo. Corro por esos caminos que Dios pone
ante mis ojos sin miedo. No quiero vivir comparándome, porque me enveneno. Ni
deseando aquello que escapa a mi capacidad.
Callo y acepto
como un niño lo que mi Padre bueno quiere darme. En su obra Los
miserables, Víctor Hugo habla de ese amor primero de los enamorados. Y
escribe:
“Es un error
creer que la pasión, cuando es feliz, conduce al hombre a un estado de
perfección; lo conduce, simplemente, al estado de olvido. En esta situación, el
hombre se olvida de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El
agradecimiento, el deber, los recuerdos desaparecen. Es una extraña pretensión
del hombre querer que el amor conduzca a alguna parte”[1].
Habla de ese
amor aún inmaduro. Ese amor virgen que sueña con ideales altos. El amor que se
centra en la posesión del amado, pero no se proyecta, ni une en una sola
dirección ambas miradas.
Ese amor
pasional de los enamorados puede no llevar a ninguna parte si no madura. El
amor crece con el tiempo, con las pruebas, con la entrega.
Pierde quizás
la algarabía de los primeros pasos. Pero se llena de una serenidad y de una paz
que cautivan el alma. El amor que ha pasado por la prueba es más hondo, más
libre, más sufrido. También está más purificado.
Porque las
humillaciones purifican. Igual que las derrotas y las caídas. Las
infidelidades me hacen ver lo frágil de mi voluntad herida. Y mis sueños
incumplidos me muestran los límites de todas mis ansias.
Pero ese amor
maduro renovado con el paso de los años tiene un olor a vino bueno,
perfeccionado con el tiempo. Es mejor que el vino primero.
Ha pasado por
etapas diversas y ha aprendido en todas ellas. Ese amor de ahora no pretende demostrarle
nada a nadie. Y ya no cree, como antes, tener respuestas para todo.
No quiere
cambiar el mundo con habilidades propias. Y no desprecia con desdén esas
opiniones que no comparte. Ese amor maduro cree en el poder de
la semilla enterrada en el corazón del hermano. Y ve la belleza oculta en el
hijo que comienza a dar sus primeros pasos.
Ya no destruye
nada cuando cae derrotado. Porque sabe que la vida no se compone sólo de
victorias. Ha aprendido a llorar cada vez que ha perdido. Y ha sabido sonreír
en seguida, dando nuevos pasos, soñando nuevos sueños.
Ese amor maduro
es el que deseo. Seguro que con él seré más feliz y estaré más lleno. Dejaré
de temer la posibilidad de ser ignorado. Y no me amargaré al no
saborear el éxito. No me importará no ser tomado en cuenta. Y me alegraré con
las victorias de mi hermano.
Quiero esa
capacidad de amar que posee el pobre de espíritu. Vivir vacío de mí
mismo y lleno de Dios. Quiero el amor que sueña confiado con el
amor de Dios y se alegra después de perderlo todo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






