¿Cómo estar en paz y plenitud?
![]() |
| Shutterstock |
La respuesta de la
Biblia: “Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin
techo; si cubres al que veas desnudo y no te preocupas por tu propia carne,
entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar.”
Cuando pienso en mi vida me doy cuenta del peligro
que corro cuando vivo con egoísmo. Pienso en mí, en lo que yo necesito. Me
olvido de los demás y de sus problemas.
Busco el
placer de forma obsesiva. Quiero descansar, cuidarme, estar yo bien, aunque los
demás sufran. Dejan de importarme los problemas ajenos. Y paso a ser yo el
centro de todo.
Acabo
pensando que bastante he hecho yo por el mundo. Que ahora me toca descansar y
estar yo tranquilo. La búsqueda enfermiza de mi felicidad me
vuelve infeliz. Es una paradoja.
Quiero ser
feliz y me obsesiono. Busco poner todos los medios a mi alcance para
conseguirlo. Pero estoy enfermo y acabo buscando egoístamente que todo me salga
bien y esté a mi antojo. Dice la Biblia:
“Si compartes tu pan con el hambriento y
albergas a los pobres sin techo; si cubres al que veas desnudo y no te
preocupas por tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora y tu
llaga no tardará en cicatrizar”.
La condición
es no preocuparme de mi propia carne. Me parece imposible. Mi carne es lo que
más me preocupa. Si estoy cansado, si estoy contento, si tengo paz, si duermo
bien, si me resultan mis proyectos.
Dejar de
preocuparme por mi propia vida me parece una utopía. Vivo centrado en lo mío,
en lo que me gusta, en mis planes y sueños. Y además todos me lo dicen:
“La emoción retenida –esa que, si no la
descargamos, nos hace caer en excesos que destruyen nuestra salud mental,
afectiva, física, y hacemos daño a otros– se descarga de tres formas básicas:
con el ejercicio físico agotador, con la risa y con el llanto”[1].
La introspección es importante. Conocer mis desórdenes interiores. Saber
de las batallas que libra mi alma en silencio. Es importante descargar
esas emociones retenidas sin nombre. Esos dolores que me agotan
y acaban quebrando mi salud.
Quiero
reconocerlos para poder vivir de manera más ordenada y sana. Tengo
que mirarme, contemplar cómo está mi alma y saber descansar.
¿Entonces? Parece contradictorio.
Por un lado,
sé que tengo que cuidarme para poder darme con generosidad a los demás. Por
otro lado, Jesús
continuamente me pide que no viva centrado en mis preocupaciones,
egoísmos y placeres.
Un corazón
que se cierra en su carne es un corazón enfermo. Parece contradictorio, pero no
lo es. Jesús quiere que sea generoso sin llegar a quebrarme.
Por eso me
pide que amplíe mi mirada y abra mis entrañas. Si vuelvo mi mirada hacia el
indigente, y me fijo en el necesitado, seré más feliz, mi vida estará más
colmada.
Cuando deje de lado mis egoísmos y vuelque
mi vida en un servicio desinteresado al hermano que sufre, todo fluirá desde mi
interior como un río de agua viva. Y sé que entonces, sólo entonces, brillará
la luz en mi interior.
Tendré paz y podré darla a muchos.
Dándome
seguiré teniendo agua en mi corazón y podré entregarla. Y además, al mismo
tiempo, quedarán sanadas todas mis heridas. Cicatrizará mi llaga. Mi dolor será
curado.
Pienso en los
dolores de mi alma y en los del cuerpo. El otro día leía: “Ahora
veo que en el dolor hay más sabiduría y verdad que en toda la serenidad de los
sabios. Todo lo que sé lo he aprendido de los desdichados”[2].
En el dolor hay más verdad. Aprendo más de mis dolores y angustias.
De mis heridas profundas. En ellas bebo de un agua viva. Pienso en todo lo que
me duele por dentro. De las derrotas he aprendido tanto. Escribe Jorge Luis
Borges:
“De tanto perder aprendí a ganar; de tanto
llorar se me dibujó la sonrisa que tengo. Conozco tanto el piso que sólo miro
el cielo. Toqué tantas veces fondo que, cada vez que bajo, ya sé que mañana
subiré. Me asombro tanto como es el ser humano, que aprendí a ser yo mismo.
Tuve que sentir la soledad para aprender a estar conmigo mismo y saber que soy
buena compañía. Intenté ayudar tantas veces a los demás, que aprendí a que me
pidieran ayuda. Traté siempre que todo fuese perfecto y comprendí que realmente
todo es tan imperfecto como debe ser (incluyéndome)”.
He aprendido
a sonreír desde mis tristezas. Y desde mis caídas aprendí a levantarme.
Sé entonces que tengo que partir de mis heridas para acercarme al
herido. Y me alegra saber que curándolos seré curado.
He
descubierto que, mientras no sane mi dolor, mientras no cuide mi alma rota, no
seré feliz. Y al mismo tiempo entregándome con alegría a mi hermano sanaré yo
mismo.
Dejo entonces
de buscarme a mí en medio de mi barro. Me decido a mirar fuera de mí, en lugar
de vivir centrado en lo que me angustia.
Cuando lo
haga así sé que estaré sanando mi propia alma. Mi dolor pasará a un segundo plano
cuando me vuelque en el dolor de mi hermano. Mi herida no será
tan grande, ni mi angustia tan profunda.
Soy más libre
cuando más me doy, incluso cuando piense que no tengo nada que dar. En ese
momento desaparece la necesidad de vivir pensando en mí. En mi
entrega tengo más paz.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






