No
existe fuerza más pura y poderosa que la del Espíritu en nosotros…
![]() |
| Addkm | Shutterstock |
Para
tener una relación cada vez más íntima con Dios es importante buscar conocerlo
en su totalidad, en cada una de sus personas: Padre,
Hijo y Espíritu Santo.
Usualmente
llevamos la imagen del Padre Dios desde la cuna. Se nos ha enseñado en las
familias cristianas, a agradecer a Dios por la vida, el pan, el techo, el
abrigo, etc.
Luego somos introducidos en
la historia de Cristo, con las Navidades y las catequesis, pero la
experiencia del Espíritu Santo sigue siendo distante a nuestra conciencia
durante gran parte de nuestra vida.
Sin embargo, es por este
espíritu que llegamos a conocer y a reconocer a la Trinidad, a reconocer a Dios
como Padre. Es el Espíritu de Dios que va cerniendo todo el conocimiento de las
cosas divinas en lo más profundo de nuestro ser, convirtiendo la duda en
certeza.
Cuán poco sabemos de la
belleza de su presencia, de la calidez de su actuar, de la experiencia que se
encarna en cada uno de nosotros.
Dios es una trinidad de
personas: Padre creador que engendra a su Hijo amado, Cristo y la efusión de
ese amor entre ambos genera la presencia de una tercera persona, que procede
del Padre, toma a Cristo y gracias a Él, a su pasión, muerte y resurrección, es
derramado en cada uno de nosotros.
Recordemos que, en el
Evangelio de San Juan, Cristo nos dice: “Si guardan mi palabra, mi Padre y yo
vendremos y haremos morada en ustedes” (Jn 14, 23)
La figura del Espíritu Santo
es una presencia activa, que da vida, que
renueva, que fortalece, que ilumina, que no se detiene nunca; podría decirse
como una madre, que no se cansa, que actúa sin descanso.
Que cuando le damos el espacio, y tomamos
conciencia de su presencia, toma lo que somos y nos modela a la imagen de
Cristo, haciéndonos “cristianos”, acercándonos a la perfección de ese Dios,
quien nos llama a cada uno de nosotros a ser perfectos, perfectos como Él es perfecto.
El Espíritu de Dios recorre
la historia, desde el libro del Génesis en el que vemos como “aleteaba” sobre
las aguas, hasta nuestra historia personal, tuya y mía, hoy. Es presencia
que inspira y expira.
La presencia del Espíritu
Santo es algo que se atesora, es la presencia divina que hace posible que
nosotros, criaturas de Dios, imperfectas, limitadas y miserables podamos ser
más bellas y puras, podamos desplegar nuestras alas y acercarnos a la plenitud
de la vida en Dios, empezar en nuestra historia a transformarnos en aquel
proyecto de Dios al que somos llamados de manera particular.
Dios nos vio perfectos desde
el principio, pero esa perfección hay que conquistarla y solo es posible
hacerlo en esta persona que nos
enseña, nos inspira, nos trata cual hijos suyos, alimentando nuestro corazón y
nuestra conciencia de modo que, sin alterar nuestra voluntad, queramos formar
parte, voluntariamente, de aquel proyecto de Dios.
No
existe fuerza más pura y poderosa que la del Espíritu en nosotros.
Este espíritu toma forma de
hombre para hacernos desde adentro modelos de Dios transformando y sanando
pedacito a pedacito nuestra naturaleza herida. Esta fuerza hace que alcancemos
la perfección cual planta alcanza su madurez en la primavera.
El Espíritu Santo además nos
da impulsos para buscar a Dios, nos da dones para alcanzarlo y produce frutos
para que sepamos que aquel acontecimiento fue obra de la presencia de ese
Espíritu en nosotros.
El
Espíritu Santo nos hace fortaleza, nos edifica desde adentro, nos levanta de
los escombros, nos engrandece, nos cuida y nos
embellece el
alma.
Le da
coherencia a nuestra vida, delicadeza y humildad a nuestras palabras. Pero también provoca,
envía y arroja nuestras debilidades lejos consiguiendo que tomes actitudes
impensables cuando se trata de abrirse a la vida y al prójimo.
“Dejarse
hacer, dejarse deshacer por Él” -me decía alguien-, que sea mi
voluntad puesta a sus pies para que se
haga como Él quiere. Qué más podemos pedir a Dios que si hemos de vivir en
esta vida, que sea una vida en el espíritu, ¡que la vivamos plenamente sin que
nada nos falte!
Lorena
Moscoso
Fuente: Aleteia






