“Dolor, gratitud, ánimo y alabanza”
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El Papa
Francisco retoma las “cuatro palabras clave —dolor, gratitud, ánimo y alabanza
—” de la vocación utilizadas en la Carta a los sacerdotes publicada en agosto de 2019 y
las dirige a todo el Pueblo de Dios, “a la luz” del pasaje evangélico que
cuenta la experiencia de Jesús y Pedro durante una noche de tempestad en el
lago de Tiberíades (cf. Mt 14,22-33).
Con motivo de
la 57ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebra el 3 de
mayo, cuarto domingo de Pascua, la Oficina de Prensa de la Santa Sede ha
publicado hoy, 24 de marzo de 2020, el Mensaje del Santo Padre para la ocasión.
No estamos
solos
“Después de la
multiplicación de los panes, que había entusiasmado a la multitud, Jesús ordenó
a los suyos que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla,
mientras Él despedía a la gente”, describe el Papa. Y agrega que la imagen de
esta travesía “evoca de algún modo el viaje de nuestra existencia”.
“La barca de
nuestra vida avanza lentamente, siempre inquieta porque busca un feliz
desembarco, dispuesta para afrontar los riesgos y las oportunidades del mar,
aunque también anhela recibir del timonel un cambio de dirección que la ponga
finalmente en el rumbo adecuado”. Pero, a veces, “puede perderse, puede dejarse
encandilar por ilusiones en lugar de seguir el faro luminoso que la conduce al
puerto seguro, o ser desafiada por los vientos contrarios de las dificultades,
de las dudas y de los temores”, como les sucedió a los discípulos con la
tempestad.
No obstante,
prosigue Francisco, el Evangelio nos dice que, “en la aventura de este viaje
difícil, no estamos solos”, el Señor “caminó sobre las aguas agitadas y alcanzó
a los discípulos, invitó a Pedro a ir a su encuentro sobre las aguas, lo salvó
cuando lo vio hundirse y, finalmente, subió a la barca e hizo calmar el
viento”.
Gratitud
Es por ello que
la primera palabra de la vocación es “gratitud”, pues “navegar en la dirección
correcta no es una tarea confiada solo a nuestros propios esfuerzos”, es Dios
“quien, cuando nos llama, se convierte también en nuestro timonel para
acompañarnos, mostrarnos la dirección, impedir que nos quedemos varados en los
escollos de la indecisión y hacernos capaces de caminar incluso sobre las aguas
agitadas”, explica el Pontífice.
“La vocación,
más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del Señor”
(Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019); por eso, llegaremos a descubrirla y a
abrazarla cuando nuestro corazón se abra a la gratitud y sepa acoger el paso de
Dios en nuestra vida”, aclara.
Ánimo
En segundo
lugar, el Santo Padre propone la palabra “ánimo”, pues reconoce que “lo que a menudo
nos impide caminar, crecer, escoger el camino que el Señor nos señala son los
fantasmas que se agitan en nuestro corazón”.
No obstante,
también señala que Dios “sabe que una opción fundamental de vida —como la de
casarse o consagrarse de manera especial a su servicio— requiere valentía.
Él conoce las preguntas, las dudas y las dificultades que agitan la barca de
nuestro corazón, y por eso nos asegura: ’No tengas miedo, ¡yo estoy contigo!’”.
La fe en su
presencia “nos libera de esa acedia que ya tuve la oportunidad de definir como
‘tristeza dulzona’ (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019), es decir,
ese desaliento interior que nos bloquea y no nos deja gustar la belleza de la
vocación”, remarca.
Fatiga
Después, el
Obispo de Roma alude al término “dolor”, aunque matiza que conviene referirse a
él como “fatiga”, pues: “Si dejamos que nos abrume la idea de la
responsabilidad que nos espera —en la vida matrimonial o en el ministerio
sacerdotal— o las adversidades que se presentarán, entonces apartaremos la mirada
de Jesús rápidamente y, como Pedro, correremos el riesgo de hundirnos”.
Sin embargo, a
pesar de nuestras fragilidades y carencias, “la fe nos permite caminar al
encuentro del Señor resucitado y también vencer las tempestades” y Él “nos
tiende la mano cuando el cansancio o el miedo amenazan con hundirnos”, dando
“el impulso necesario para vivir nuestra vocación con alegría y entusiasmo”.
Alabanza
Al mismo
tiempo, el Santo Padre afirma: “Conozco vuestras fatigas, las soledades que a
veces abruman vuestro corazón, el riesgo de la rutina que poco a poco apaga el
fuego ardiente de la llamada, el peso de la incertidumbre y de la precariedad
de nuestro tiempo, el miedo al futuro. Ánimo, ¡no tengáis miedo!”, pues Jesús
nos tiende la mano y nos sujeta para salvarnos.
“Y entonces,
aun en medio del oleaje, nuestra vida se abre a la alabanza. Esta es la
última palabra de la vocación, y quiere ser también una invitación a cultivar
la actitud interior de la Bienaventurada Virgen María. Ella, agradecida por la
mirada que Dios le dirigió, abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó
con valentía la llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al
Señor”, expuso.
Finalmente,
Francisco desea “que cada uno pueda descubrir con gratitud la llamada de Dios
en su vida, encontrar la valentía de decirle ‘sí’, vencer la fatiga con la fe
en Cristo y, finalmente, ofrecer la propia vida como un cántico de alabanza a
Dios, a los hermanos y al mundo entero”.
A continuación
sigue el mensaje completo del Papa.
Mensaje del
Santo Padre
Las palabras de
la vocación
Queridos
hermanos y hermanas:
El 4 de agosto
del año pasado, en el 160 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, quise
ofrecer una Carta a los sacerdotes, que por la llamada que el Señor les hizo, gastan
la vida cada día al servicio del Pueblo de Dios.
En esa ocasión,
elegí cuatro palabras clave —dolor, gratitud, ánimo y alabanza— para
agradecer a los sacerdotes y apoyar su ministerio. Considero que hoy, en esta
57 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, esas palabras se pueden
retomar y dirigir a todo el Pueblo de Dios, a la luz de un pasaje evangélico
que nos cuenta la singular experiencia de Jesús y Pedro durante una noche de
tempestad, en el lago de Tiberíades (cf. Mt 14,22-33).
Después de la
multiplicación de los panes, que había entusiasmado a la multitud, Jesús ordenó
a los suyos que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla,
mientras Él despedía a la gente. La imagen de esta travesía en el lago evoca de
algún modo el viaje de nuestra existencia. En efecto, la barca de nuestra vida
avanza lentamente, siempre inquieta porque busca un feliz desembarco, dispuesta
para afrontar los riesgos y las oportunidades del mar, aunque también anhela
recibir del timonel un cambio de dirección que la ponga finalmente en el rumbo
adecuado. Pero, a veces puede perderse, puede dejarse encandilar por ilusiones
en lugar de seguir el faro luminoso que la conduce al puerto seguro, o ser
desafiada por los vientos contrarios de las dificultades, de las dudas y de los
temores.
También sucede
así en el corazón de los discípulos. Ellos, que están llamados a seguir al
Maestro de Nazaret, deben decidirse a pasar a la otra orilla, apostando
valientemente por abandonar sus propias seguridades e ir tras las huellas del
Señor. Esta aventura no es pacífica: llega la noche, sopla el viento contrario,
la barca es sacudida por las olas, y el miedo de no lograrlo y de no estar a la
altura de la llamada amenaza con hundirlos.
Pero el
Evangelio nos dice que, en la aventura de este viaje difícil, no estamos solos.
El Señor, casi anticipando la aurora en medio de la noche, caminó sobre las
aguas agitadas y alcanzó a los discípulos, invitó a Pedro a ir a su encuentro
sobre las aguas, lo salvó cuando lo vio hundirse y, finalmente, subió a la
barca e hizo calmar el viento.
Así pues, la
primera palabra de la vocación es gratitud. Navegar en la dirección
correcta no es una tarea confiada sólo a nuestros propios esfuerzos, ni depende
solamente de las rutas que nosotros escojamos. Nuestra realización personal y
nuestros proyectos de vida no son el resultado matemático de lo que decidimos
dentro de un “yo” aislado; al contrario, son ante todo la respuesta a una
llamada que viene de lo alto. Es el Señor quien nos concede en primer lugar la
valentía para subirnos a la barca y nos indica la orilla hacia la que debemos
dirigirnos. Es Él quien, cuando nos llama, se convierte también en nuestro
timonel para acompañarnos, mostrarnos la dirección, impedir que nos quedemos
varados en los escollos de la indecisión y hacernos capaces de caminar incluso
sobre las aguas agitadas.
Toda vocación
nace de la mirada amorosa con la que el Señor vino a nuestro encuentro, quizá
justo cuando nuestra barca estaba siendo sacudida en medio de la tempestad. «La
vocación, más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del
Señor» (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019); por eso, llegaremos a
descubrirla y a abrazarla cuando nuestro corazón se abra a la gratitud y sepa
acoger el paso de Dios en nuestra vida.
Cuando los
discípulos vieron que Jesús se acercaba caminando sobre las aguas, pensaron que
se trataba de un fantasma y tuvieron miedo. Pero enseguida Jesús los
tranquilizó con una palabra que siempre debe acompañar nuestra vida y nuestro
camino vocacional: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27). Esta
es precisamente la segunda palabra que deseo daros: ánimo.
Lo que a menudo
nos impide caminar, crecer, escoger el camino que el Señor nos señala son los
fantasmas que se agitan en nuestro corazón. Cuando estamos llamados a dejar
nuestra orilla segura y abrazar un estado de vida —como el matrimonio, el orden
sacerdotal, la vida consagrada—, la primera reacción la representa
frecuentemente el “fantasma de la incredulidad”: No es posible que esta vocación
sea para mí; ¿será realmente el camino acertado? ¿El Señor me pide esto justo a
mí?
Y, poco a poco,
crecen en nosotros todos esos argumentos, justificaciones y cálculos que nos
hacen perder el impulso, que nos confunden y nos dejan paralizados en el punto
de partida: creemos que nos equivocamos, que no estamos a la altura, que
simplemente vimos un fantasma que tenemos que ahuyentar.
El Señor sabe
que una opción fundamental de vida —como la de casarse o consagrarse de manera
especial a su servicio— requiere valentía. Él conoce las preguntas,
las dudas y las dificultades que agitan la barca de nuestro corazón, y por eso
nos asegura: “No tengas miedo, ¡yo estoy contigo!”. La fe en su presencia, que
nos viene al encuentro y nos acompaña, aun cuando el mar está agitado, nos
libera de esa acedia que ya tuve la oportunidad de definir como «tristeza
dulzona» (Carta a los sacerdotes, 4 agosto 2019), es decir, ese
desaliento interior que nos bloquea y no nos deja gustar la belleza de la
vocación.
En la Carta
a los sacerdotes hablé también del dolor, pero aquí quisiera traducir
de otro modo esta palabra y referirme a la fatiga. Toda vocación
implica un compromiso. El Señor nos llama porque quiere que seamos como Pedro,
capaces de “caminar sobre las aguas”, es decir, que tomemos las riendas de
nuestra vida para ponerla al servicio del Evangelio, en los modos concretos y
cotidianos que Él nos muestra, y especialmente en las distintas formas de
vocación laical, presbiteral y de vida consagrada. Pero nosotros somos como el
Apóstol: tenemos deseo y empuje, aunque, al mismo tiempo, estamos marcados por
debilidades y temores.
Si dejamos que
nos abrume la idea de la responsabilidad que nos espera —en la vida matrimonial
o en el ministerio sacerdotal— o las adversidades que se presentarán, entonces
apartaremos la mirada de Jesús rápidamente y, como Pedro, correremos el riesgo
de hundirnos. Al contrario, a pesar de nuestras fragilidades y carencias, la fe
nos permite caminar al encuentro del Señor resucitado y también vencer las
tempestades. En efecto, Él nos tiende la mano cuando el cansancio o el miedo
amenazan con hundirnos, y nos da el impulso necesario para vivir nuestra
vocación con alegría y entusiasmo.
Finalmente,
cuando Jesús subió a la barca, el viento cesó y las olas se calmaron. Es una
hermosa imagen de lo que el Señor obra en nuestra vida y en los tumultos de la
historia, de manera especial cuando atravesamos la tempestad: Él ordena que los
vientos contrarios cesen y que las fuerzas del mal, del miedo y de la resignación
no tengan más poder sobre nosotros.
En la vocación
específica que estamos llamados a vivir, estos vientos pueden agotarnos. Pienso
en los que asumen tareas importantes en la sociedad civil, en los esposos que
—no sin razón— me gusta llamar “los valientes”, y especialmente en quienes
abrazan la vida consagrada y el sacerdocio. Conozco vuestras fatigas, las
soledades que a veces abruman vuestro corazón, el riesgo de la rutina que poco
a poco apaga el fuego ardiente de la llamada, el peso de la incertidumbre y de
la precariedad de nuestro tiempo, el miedo al futuro. Ánimo, ¡no tengáis miedo!
Jesús está a nuestro lado y, si lo reconocemos como el único Señor de nuestra
vida, Él nos tiende la mano y nos sujeta para salvarnos.
Y entonces, aun
en medio del oleaje, nuestra vida se abre a la alabanza. Esta es la
última palabra de la vocación, y quiere ser también una invitación a cultivar
la actitud interior de la Bienaventurada Virgen María. Ella, agradecida por la
mirada que Dios le dirigió, abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó
con valentía la llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al Señor.
Queridos
hermanos: Particularmente en esta Jornada, como también en la acción pastoral
ordinaria de nuestras comunidades, deseo que la Iglesia recorra este camino al
servicio de las vocaciones abriendo brechas en el corazón de los fieles, para
que cada uno pueda descubrir con gratitud la llamada de Dios en su vida,
encontrar la valentía de decirle “sí”, vencer la fatiga con la fe en Cristo y, finalmente,
ofrecer la propia vida como un cántico de alabanza a Dios, a los hermanos y al
mundo entero. Que la Virgen María nos acompañe e interceda por nosotros.
Roma, San Juan
de Letrán, 8 de marzo de 2020, II Domingo de Cuaresma.
Francisco
Larissa I.
López
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Fuente:
Zenit