¿Acaso no perdimos la vida divina? Necesitamos que Cristo nos
vuelva a poner en contacto con Dios
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¿Sabes
cómo el Génesis relata el primer pecado? En ese libro, la Biblia trata de
explicar cómo se produjo esa rotura con la que nazco, esa incapacidad que tengo
desde que adquiero uso de razón, para no hacer el bien, lo que me propongo y
ser fiel.
Explica cómo el corazón
humano no logra resistir la tentación, no como el de Jesús. Y me dice que la
primera tentación, la más fuerte, es la de querer ser como Dios. Y es cierto, así lo siento
yo:
“La
serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había
hecho. Y dijo a la mujer: – ¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún
árbol del jardín? La mujer contestó a la serpiente: – Podemos comer los frutos
de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del
jardín nos ha dicho Dios: – No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario
moriréis. La serpiente replicó a la mujer: – No, no moriréis; es que Dios sabe
que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en
el conocimiento del bien y el mal”.
La serpiente le hace ver a
Eva que pueden ser dioses si desobedecen, si hacen lo que se les antoja, si
siguen sus caminos sin escuchar a Dios. ¿No es esa también mi tentación?
Quiero ser como Dios. Dudo
de su amor por mí. Si me amara, pienso, me daría más poderes. Y como
me siento impotente, dudo de sus intenciones. No me ama tanto.
Y yo quiero ser como Dios. No
quiero sufrir necesidad. No quiero necesitar a nadie. Quiero ser
autosuficiente. No quiero sufrir, porque detesto el dolor.
Quiero
saberlo todo, estar en todo, controlarlo todo. No quiero ni el tiempo ni el espacio
como límites de mi cuerpo y de mi alma. No quiero el deterioro de mi vida, ni
el mal que me hace daño.
“Entonces
la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos
y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se
lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y
descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las
ciñeron”.
Peco
yo y me creo Dios y convenzo a otros para que también pequen conmigo, para que sean
colaboradores del mismo mal que yo elijo. Y mi pecado me hace sentir indigno.
Elijo
alejarme de ese Dios al que le he fallado. Es mi elección, mi camino. La
tentación es grande.
Tengo muchas tentaciones en
mi vida. Algunas las resisto, otras son muy poderosas. Puede
ser la tentación que me hace pensar que puedo vivir feliz sin Él, sin su amor,
sin su presencia. Puedo
ser libre y autónomo. Puedo vivir alejado de Él y de sus normas. Puedo hacer lo
que quiero.
Pero
luego, cuando caigo y peco, me siento desnudo y vacío. Es la peor
consecuencia de mi pecado. Percibo mi fragilidad, me doy cuenta de mi
impotencia.
No soy como Dios. Soy hombre débil
e impotente. Estoy
desnudo. Y un hombre desnudo necesita cubrirse con pudor. La consecuencia de mi
pecado es la culpa, siempre que mi alma esté sana.
Cuando me corrompo dejo de sentir hasta
la misma culpa. Pero si tengo un corazón más o menos ordenado y noble, sí que
siento que podía haberlo hecho todo mejor. Palpo mi pecado, mi fragilidad, mi
caída y veo mi desnudez.
Y pienso entonces que no soy
digno de estar con Dios. Él no se va a abajar para mirarme, para abrazarme. Me
alejo y me escondo para
que no me mire con ojos de acusación.
El
pecado me aísla. Me
lleva a mi cueva. La cueva del oprobio donde puedo vivir escondido. El
pecado inicia una cadena de mal en mi vida.
Se
debilita mi voluntad y me veo descendiendo sin freno por los escalones que bajan
a lo más hondo y me denigran. Esa escalera del mal en la que me
siento el más indigno de los mortales.
Porque
yo en mi orgullo pensé que nunca iba a fallarle a Dios ni iba a incumplir sus
órdenes. Yo no iba a hacer las cosas mal porque me sentía perfecto.
El pecado me hiere en mi
orgullo y al mismo tiempo me aísla del amor de los que me rodean. Pienso que ya
no me merezco nada.
Porque sigo
creyendo que el amor se gana, se debe. Y si lo hago mal ya nadie me lo
deberá. Esta visión tan equivocada del amor me lleva a la soledad y es cuna de nuevos
pecados.
Aislado, sin ayuda, no puedo
salir del barro del pecado por mis propias fuerzas. Necesito
la mano de Cristo que
me salve y me eleve por encima de mi miseria. Decía el padre José Kentenich:
“Lo
que la gracia de Dios regaló a la naturaleza y a la comunidad en el estado
anterior al pecado original, es ahora una permanente
tarea en la nueva redención, en la redención a través de Cristo, que
nos devuelve la vida divina y la posibilidad de entrar en contacto con Dios”.
Jesús me devuelve la vida
divina y me hace tocar el amor de Dios. La misericordia en la confesión es el
mayor regalo que me hace Jesús. El perdón por todas mis faltas y pecados, sin
condiciones.
Soy un pecador amado. Me perdonan. Caigo y me levanto.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






