Falta una presencia que lo ilumine todo llenándolo de esperanza
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Este tiempo de
Pascua que vivo es un regalo de Dios. Un regalo de un amor que me desborda y
supera. Llevo ya cuarenta días de luz, de Resurrección, de hogar santificado
con su presencia.
Durante estos
días se me ha presentado Dios en mi día, en mi vida. Ha venido a mi casa, a los
míos. Y me ha dicho cuánto me ama.
Me ha dado
señales de que está vivo. ¿Dónde está vivo en medio de una pandemia que
huele a muerte, a miedo, a parálisis, a lejanía, a soledad, a incertidumbre? ¿Cómo
puede estar vivo Dios en medio de mis rutinas y días aburridos?
Jesús está vivo
paseando en medio de mi hogar, de los míos. Se ha aparecido en ese amor
humano que me ha tocado recibir y dar. Se ha manifestado en un reino
de Dios que ha surgido como la más pequeña de las semillas en mi corazón.
Es la Pascua un
tiempo de alegría desbordante y contenida. De alegría honda y misteriosa. ¿Tengo
razones para reír en medio de tantos miedos y angustias?
Jesús
resucitado llena mi día de esperanza. Lo llena de vida. Es una fuente de agua
viva que lo llena todo. El tiempo de Pascua tiene mucho de luz:
“Ilumine los
ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os
llama”.
En tiempos de
oscuridad como los que vivo falta luz. Falta una presencia que lo
ilumine todo llenándolo de esperanza. ¿Dónde está la luz de Jesús
resucitado? Los templos vacíos. Los sagrarios llenos de su presencia y su luz.
¿Y mi casa?
Allí tiene que surgir la luz verdadera. Yo estoy llamado a ser la luz. No puedo
esperarlo de otros. Luz en medio de un mundo en tinieblas. Luz que
ilumine el camino y dé alegrías.
A menudo me
puedo convertir en el que ilumina los defectos de mi prójimo. Los señalo, los
hago visibles. Soy luz que despeja la sombra que cubre con pudor la debilidad.
Y la expongo, la cuento, la muestro. No quiero ser ese tipo de luz. No pretendo
levantar el pudor del que se cubre en su pobreza. No es esa mi misión.
Quiero ser una
luz que desvele la belleza escondida. Allí donde
aparece un rostro oscuro y sin belleza yo quiero ser la luz que desentierra un
rostro maravilloso escondido.
Quiero ese don
de desvelar la belleza que el mundo no ve. La alegría escondida en
ese pozo del que saco el agua que acaba con la sed.
La Pascua ha
traído luz a mi vida en medio de la noche. No comprendo
todo lo que significa este tiempo que vivo. Pero sí me ha enseñado a valorar
los momentos, los instantes.
Me ha iluminado
en mis horas que han corrido con rapidez ante mis ojos. He desvelado el sentido
de estar en mi casa recluido. Es un tiempo de Pascua en mi hogar.
Vivo como los
discípulos justo después de la resurrección. Esperando la venida del Espíritu
para siempre. Pero algo se ha encendido muy dentro de mí.
Brota una luz
de esperanza para tantos que viven sin ella. Me gustan las palabras del
testamento espiritual que un padre le dejó a su hija monja en la comunidad Iesu
Comunio:
“Querida hija,
no estéis tristes porque lo que vais a enterrar no es más que mi cuerpo. Ya que
mi alma estará gozando del rostro de Dios. Y digo esto no porque haya sido
mejor o peor que otros sino porque confío plenamente en la misericordia del
Señor. Toda nuestra vida ha sido una manifestación del inmenso amor que Dios
nos tiene. No estés triste. Reza para que me perdone todas mis culpas. Al
despertar me saciaré de su semblante. Busca al Señor todos los días de tu vida.
Manteneos unidos y perdonad al que nos hizo mal. Os espero en el cielo”.
Es la mirada de
la Pascua. La muerte ha sido vencida. No debo tener miedo,
aunque no lo pueda evitar a veces. Creo en la misericordia de ese amor
que me ama en lo más profundo.
Creo en el
poder del amor que enciende una luz poderosa dentro del alma. Tanto el amor que
recibo, como el amor que torpemente entrego.
La Pascua ha
despertado en mí el ansia de vivir para siempre, de subir más alto, de llegar a
las cumbres. Quiero ser testigo de una esperanza que nunca muera.
He puesto mi
confianza en ese rostro que me ama como soy y saca lo mejor que hay en mi alma.
Goethe escribe:
“En nuestro
pecho nace una pura aspiración hacia algo elevado, limpio, desconocido: hacia
algo que es un eterno enigma, y a eso nos entregamos atendiendo la voz del
agradecimiento. Yo comprendo la grandeza sagrada de ese anhelo cuando me es
permitido contemplar su imagen”.
He contemplado
el rostro de Jesús vivo entre los míos, en mi hogar, en mi cuarto, en mis miedos,
en mis angustias. Lo he contemplado diciéndome que no tema, que lo ame, que
confíe.
Hace ya tiempo
que no me preocupan las cosas poco importantes. No sé si estaré madurando en mi
fe o es efecto de este confinamiento.
Pero quiero que
sea verdadera la luz que ilumina ahora mis pasos y enciende mis palabras para
dar luz a otros. ¿Será posible? Sólo Él puede evitar que mi voz sea un humo que
sofoca.
Miro a lo alto,
al misterio escondido dentro de mi alma, de los míos. Guardo silencio y
contemplo a ese Dios que me llama por mi nombre.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






