Sólo bastó una cosa para que desapareciera la oscuridad que
rodeaba a la mujer y Dios abriera paso a una fe luminosa
La
primera estación de este camino de luz, de este camino pascual, le tocó vivirla
a María Magdalena. Son tantas las leyendas que envuelven su vida, que nos
impiden valorarla como se merece, tal vez por miedo al escándalo, como nos dice
Martín Descalzo:
“Pero ¿por qué tener miedo a
reconocer que la vida de Jesús estuvo rodeada de amor, que Él era infinitamente
amable y que esta mujer le amó con todo su corazón de mujer? ¿Es que todo amor
es sucio y habría que recortar sus puntas por miedo a la suciedad? ¡Pobres
los que no crean que puede existir otro amor que el de la carne! El de Magdalena era
limpio. Pero no por limpio era menos total. Más bien habrá que decir que era
total porque no se detenía en la carne. Y llenaba hasta los bordes su corazón.
Por
eso, tras la muerte del Maestro amado, andaba como muerta. Había perdido su
razón de vivir. Se la había perdonado mucho porque había amado mucho y ahora
—muerto él— ya no sabía qué hacer con su amor y con su vida. (…) Por eso, cuando
supo que el sepulcro estaba vacío, no pudo esperar. Los ángeles habían
dicho que le verían en Galilea. Pero ¿qué sabían los ángeles? ¿Cómo podía ella
abandonar la tierra en que había muerto su amado? ¿Y
quién nos asegura que no fue este amor desatinado quien hizo cambiar los planes
de Jesús para encontrarse cuanto antes visiblemente con los suyos?”.
Juan y Pedro, tras comprobar
que la tumba está vacía, pero sin haber visto a Jesús, regresan a casa
impresionados. Aún no han comenzado a creer en la resurrección.
Pero
María, que tal vez los ha seguido de lejos, no se resigna. No le basta la tumba
vacía. Le busca a Él. Aún no se imagina que ha resucitado, pero
necesita su cuerpo muerto que es lo único que le queda en el mundo.
El
evangelista nos narra lo que María les dice a los ángeles y al “hortelano”:
¿por qué se han llevado a mi Señor?
Y aunque al principio no
reconoce a Jesús, el amor aclara sus ojos, se arrodilla a sus pies y se levanta
con prisa a anunciar a los discípulos que ha visto al Señor (Jn 20, 11-18).
Ella se empeña en quedarse
allí, no porque espere algo concreto, sino porque desea. Simplemente se queda ahí,
llorando. No busca, no indaga, en realidad no sabe bien qué esperar.
Su cabeza está vacía de
tanto llorar y no piensa en absoluto en la resurrección. Es solo un
corazón sensible y apasionado hundido en la oscuridad. No ve. O cree no ver.
Por eso Jesús
se muestra, porque se conmueve: María necesita verlo, tocarlo, despedirse.
Y basta
con que Jesús diga su nombre: María. Al sonido de ese nombre desaparecen las
tinieblas que la rodean. Desaparecen los miedos y se abre paso una fe luminosa.
“Qué gozo descubrir que
Cristo reserva la primicia de su gran noticia para esta pecadora de la que tuvo
que arrancar siete demonios. ¡Qué largo camino el recorrido por esta mujer que
un día abrazó y regó con sus lágrimas los pies de Cristo y que ahora vuelve a
abrazarlos resucitados! «No me toques» le dijo Jesús. O más bien, como gustan
de traducir ahora los especialistas: Deja ya de tocarme. Y entonces Magdalena
descubre que, definitivamente, su amor es ya un amor por encima de este mundo y,
como concluye Bruckberger, deja alejarse a su Amado, y en esa
privación está el más hermoso homenaje de amor que una mujer haya hecho a un
hombre”
(Martín Descalzo).
Luisa
Restrepo
Fuente:
Aleteia