Esta
ha sido la última audiencia del Santo Padre antes del receso estivo, que durará
todo el mes de julio
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| Audiencia General, 24 junio 2020 (C) Vatican Media |
El
Papa Francisco ha pronunciado la octava catequesis sobre la oración,
titulada “La oración de David” (Sal 18,2-3.29.33), en la audiencia general celebrada hoy,
miércoles 24 de junio de 2020, en la biblioteca del Palacio Apostólico del
Vaticano.
Esta
ha sido la última audiencia del Santo Padre antes del receso estivo, que durará
todo el mes de julio. En el mes de agosto se reanudarán las audiencias
generales de los miércoles.
Sobre
David, el Santo Padre destaca que fue “predilecto de Dios” y cómo en el
Evangelio se llama a Jesús “hijo de David” porque según las promesas, de la
descendencia de este rey venía el Mesías.
De
la historia de David, en primer lugar, Francisco destaca que esta comienza en
las colinas de alrededor de Belén, donde pastorea el rebaño su padre, Jesé.
David, “es ante todo un pastor: un hombre que cuida de los animales, que los
defiende cuando llega el peligro, que les proporciona sustento” y cuando, por
voluntad de Dios deberá preocuparse del pueblo, “no llevará a cabo acciones muy
diferentes respecto a estas”, aprendió mucho de su primera ocupación.
Alma de poeta
El
Papa destacó también “el alma de poeta” de David, una persona sensible que
ama la música y el canto y para quien el mundo “no es una escena muda: su
mirada capta, detrás del desarrollo de las cosas, un misterio más grande”.
Y
es de ahí desde donde nace la oración, “de la convicción de que la vida no es
algo que nos resbala, sino que es un misterio asombroso, que en nosotros
provoca la poesía, la música, la gratitud, la alabanza o el lamento, la
súplica”. Esta es la razón por la que tradición desea que David sea “el gran
artífice de la composición de los salmos”.
Ser buen pastor
El
sueño de David, continuó relatando el Pontífice, era el de ser buen pastor y
alguna vez será capaz de estar a la altura de esta tarea y otras veces, menos,
“pero lo que importa, en el contexto de la historia de la salvación, es que sea
profecía de otro Rey (Jesús), del que él es solo anuncio y prefiguración”.
Así,
invitó a mirar a David, “santo y pecador, perseguido y perseguidor, víctima y
verdugo, que es una contradicción” ya que, “en la trama de la vida, todos los
hombres pecan a menudo de incoherencia”.
No
obstante, en la trayectoria de este rey hay un solo hilo conductor, la oración:
“Esa es la voz que nunca se apaga: tanto si asume los tonos del júbilo, como
los del lamento siempre es la misma oración, solo cambia la melodía”. De este
modo, “David nos enseña a poner todo en el diálogo con Dios”, pues “todo puede
convertirse en una palabra dirigida al ‘Tú’ que siempre nos escucha”, apuntó el
Obispo de Roma.
La oración da nobleza
David,
que conoció la soledad, en realidad nunca estuvo solo. “Y en el fondo esta es
la potencia de la oración, en todos aquellos que le dan espacio en su vida. La
oración te da nobleza, y David es noble porque reza”, apuntó el Papa
Francisco,
“La
oración nos da nobleza: es capaz de asegurar la relación con Dios, que es el
verdadero Compañero de camino del hombre, en medio de los miles avatares de la
vida, buenos o malos: pero siempre la oración”, añadió.
Es
tanta la confianza de David, “que cuando era perseguido y debió escapar, no
dejó que nadie lo defendiera: ‘Si mi Dios me humilla así, Él sabe’, porque la
nobleza de la oración nos deja en las manos de Dios. Esas manos plagadas de
amor: las únicas manos seguras que tenemos”, concluyó Francisco.
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En
nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, hoy encontramos al rey
David. Predilecto de Dios desde que era un muchacho, fue elegido para una
misión única, que jugará un papel central en la historia del pueblo de Dios y
de nuestra misma fe. En los Evangelios, a Jesús se le llama varias veces “hijo
de David”; de hecho, como él, nace en Belén. De la descendencia de David, según
las promesas, viene el Mesías: un Rey totalmente según el corazón de Dios, en
perfecta obediencia al Padre, cuya acción realiza fielmente su plan de
salvación (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2579)
La
historia de David comienza en las colinas entorno a Belén, donde pastorea el
rebaño su padre, Jesé. Es todavía un muchacho, el último de muchos hermanos.
Así que cuando el profeta Samuel, por orden de Dios, se pone a buscar el
nuevo rey, parece casi que su padre se haya olvidado de aquel hijo más joven
(cf. 1 Samuel 16,1-13). Trabajaba al aire libre: lo imaginamos amigo del
viento, de los sonidos de la naturaleza, de los rayos del sol. Tiene una sola
compañía para confortar su alma: la cítara; y en las largas jornadas en soledad
le gusta tocar y cantar a su Dios. Jugaba también con la honda.
David,
por lo tanto, es ante todo un pastor: un hombre que cuida de los animales,
que los defiende cuando llega el peligro, que les proporciona sustento. Cuando
David, por voluntad de Dios, deberá preocuparse del pueblo, no llevará a cabo
acciones muy diferentes respecto a estas. Es por eso que en la Biblia la imagen
del pastor es recurrente. También Jesús se define como “el buen pastor”, su
comportamiento es diferente de aquel del mercenario; Él ofrece si vida a favor
de las ovejas, las guía, conoce el nombre de cada una de ellas (cf. Juan 10,11-18).
David
aprendió mucho de su primera ocupación. Así, cuando el profeta Natán le
recrimina su grave pecado (cf. 2 Samuel 12,1-15), David
entenderá inmediatamente que ha sido un mal pastor, que ha depredado a otro
hombre de la única oveja que él amaba, que ya no era un humilde servidor sino
un enfermo de poder, un furtivo que mata y saquea.
Un
segundo aspecto característico presente en la vocación de David es su alma de
poeta. De esta pequeña observación deducimos que David no ha sido un hombre
vulgar, como a menudo puede suceder a los individuos obligados a vivir durante
mucho tiempo aislados de la sociedad. Es, en cambio, una persona sensible, que
ama la música y el canto. La cítara lo acompañará siempre: a veces para elevar
a Dios un himno de alegría (cf. 2 Samuel 6,16), otras veces para
expresar un lamento o para confesar su propio pecado (cf. Salmos 51,3).
El
mundo que se presenta ante sus ojos no es una escena muda: su mirada capta,
detrás del desarrollo de las cosas, un misterio más grande. La oración nace
precisamente de allí: de la convicción de que la vida no es algo que nos
resbala, sino que es un misterio asombroso, que en nosotros provoca la poesía,
la música, la gratitud, la alabanza o el lamento, la súplica. Cuando a una
persona le falta esa dimensión poética, digamos que cuando le falta la poesía,
su alma cojea. La tradición quiere por ello que David sea el gran artífice de
la composición de los salmos. Estos llevan, a menudo, al inicio, una referencia
explícita al rey de Israel, y a algunos de los sucesos más o menos nobles de su
vida.
David
tiene un sueño: el de ser un buen pastor. Alguna vez será capaz de estar a la
altura de esta tarea, otras veces, menos; pero lo que importa, en el contexto
de la historia de la salvación, es que sea profecía de otro Rey, del que él es
solo anuncio y prefiguración.
Miremos
a David, pensemos en David. Santo y pecador, perseguido y perseguidor, víctima
y verdugo, que es una contradicción. David fue todo esto, junto. Y también
nosotros registramos en nuestra vida trazos a menudo opuestos; en la trama de
la vida, todos los hombres pecan a menudo de incoherencia. Hay un solo hilo
conductor, en la vida de David, que da unidad a todo lo que sucede: su oración.
Esa es la voz que no se apaga nunca. David santo, reza; David pecador, reza;
David perseguido, reza; David perseguidor, reza; David víctima, reza. Incluso
David verdugo, reza. Este es el hilo conductor de su vida. Un hombre de
oración. Esa es la voz que nunca se apaga: tanto si asume los tonos del júbilo,
como los del lamento siempre es la misma oración, solo cambia la melodía. Y
haciendo así, David nos enseña a poner todo en el diálogo con Dios: tanto la
alegría como la culpa, el amor como el sufrimiento, la amistad o una
enfermedad.
Todo
puede convertirse en una palabra dirigida al “Tú” que siempre nos escucha.
David,
que ha conocido la soledad, en realidad nunca ha estado solo. Y en el fondo
esta es la potencia de la oración, en todos aquellos que le dan espacio en su
vida. La oración te da nobleza, y David es noble porque reza. Pero es un
verdugo que reza, se arrepiente y la nobleza vuelve gracias a la oración. La
oración nos da nobleza: es capaz de asegurar la relación con Dios, que es el
verdadero Compañero de camino del hombre, en medio de los miles avatares de la
vida, buenos o malos: pero siempre la oración. Gracias, Señor. Tengo miedo,
Señor. Ayúdame, Señor. Perdóname, Señor. Es tanta la confianza de David, que cuando
era perseguido y debió escapar, no dejó que nadie lo defendiera: “Si mi Dios me
humilla así, Él sabe”, porque la nobleza de la oración nos deja en las manos de
Dios. Esas manos plagadas de amor: las únicas manos seguras que tenemos.
Larissa
I. López
© Librería
Editorial Vaticana
Fuente:
Zenit






