¿Qué
hacer con las distracciones en la oración? No darles demasiada importancia y
percibirlas como una oportunidad para volver a elegir a Dios
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Las distracciones afectan a todas las formas de
oración (misa, oración comunitaria, rosario, adoración).
Varían según
el carácter de cada uno, su situación vital, sus circunstancias: el filósofo
razona, los padres piensan en sus hijos, el rencoroso rumia, el ambicioso
construye su futuro…
Su naturaleza
informa al orante sobre sí mismo: sus inquietudes, afectos, pasiones,
tentaciones.
¿Quién escapa
a las distracciones en la oración? Nadie, ¡ni siquiera los santos!
Santa Teresa
de Ávila habla de ello como una auténtica “imperfección”, tan dolorosa como
incontrolable.
La santa
cuenta que, a veces, “me hallo que tampoco cosa formada puedo
pensar de Dios ni de bien que vaya con asiento, ni tener oración, aunque esté
en soledad”, y que su espíritu parece “un loco furioso que nadie le puede atar”.
Confiesa que
no piensa en ninguna “cosa mala, sino indiferentes”. De este modo se sorprendió
un día contando las tachuelas del zapato de la religiosa que rezaba delante de
ella.
Nada grave,
considerando algunas distracciones mucho menos honrosas. Esta “imperfección”,
¿cómo la comprendemos?
Los 5 sentidos y la imaginación que nos impiden concentrarnos
Las distracciones espirituales son
inherentes a nuestra condición de seres encarnados. Explicación: el ser
humano no es solamente espíritu.
Y mientras
que ese espíritu busca la unión con Dios, sus esfuerzos se ven contrariados por
el peso de la “materia” que lo sobrecarga.
¿La
“materia”? Para empezar están los cinco sentidos, que no cesan su actividad y
que perciben, sin pretenderlo, “todo lo que pasa”: un ruido (el
sonido del teléfono móvil que el vecino olvidó apagar), una imagen (el
nuevo peinado de mi vecina), un olor…
Los sentidos,
auténticos “impedimentos a la oración”, alimentan sin cesar a la mente con
aquello que captan, impidiéndole así concentrarse en las verdades
sobrenaturales que, sin embargo, intenta buscar.
Respuesta de
santa Teresa de Jesús: las “potencias”, es decir, “la memoria o
imaginación” (la “loca de la casa”) y el “entendimiento” (facultad de razonar),
que no dejan de vagabundear, y desvían a la voluntad de su objetivo: fijarse en
Dios.
Frente a la experiencia a menudo dolorosa y
desconcertante de las distracciones, podemos vernos tentados por el desánimo.
En efecto, cuando tenemos demasiadas distracciones, podemos pensar que “esto de
rezar no es lo mío”.
La tentación
puede llevarnos entonces a abandonar del todo la oración. ¡Jamás hay que hacer
esto! Si dejáramos de rezar porque tenemos distracciones, ¡no rezaríamos nunca!
Las
distracciones solo afectan a la parte periférica del ser. Sin embargo, Dios se
nos da en las profundidades del alma, allí donde las distracciones no entran,
donde lo sensible no tiene acceso. Por tanto, las distracciones no impiden a Dios
trabajar en el alma y transformarla.
Las distracciones, oportunidad de volver a elegir a Dios
Entonces, ¿qué deberíamos hacer? ¡Perseverar,
por supuesto! Y no darles demasiada importancia a las distracciones, y menos
aún dramatizarlas.
Sin embargo, tampoco
hay que regodearse en ellas. La tentación sigue existiendo y
es fuerte.
Mientras no
permanezcamos dentro de ellas voluntariamente, las distracciones espirituales
no son un pecado. “¡Son incluso una gracia!”, afirma alto y claro un sacerdote.
“Porque son
la oportunidad de volver a elegir al Señor, que había quedado desatendido
momentáneamente. Es una oportunidad de volver hacia Él en
la forma de oración en la que estábamos. Abandonar una distracción que nos
complace para volver a Cristo es realizar un acto de amor”.
Las
distracciones] «nos acostumbran a vivir de pan seco y negro en la casa de
Dios”, leemos también bajo la pluma del teólogo y obispo francés François
Fénelon.
¿El interés
de una pitanza tan exigua? Al dificultar la oración, las
distracciones permiten a la persona buscar a Dios por Sí mismo y no por los
sensibles consuelos que pueda dar.
De igual
modo, a causa del esfuerzo que supone deshacerse de ellas, fortalecen
la voluntad de encontrar y avivar el deseo de unirse a Él.
Una gracia
más: nos
aproximamos a nuestra pobreza. Sin embargo, “cuanto
más pobre se es (…), se es más propio a las operaciones de
este amor que todo lo consume y transforma”, escribe Teresa de
Lisieux.
La joven
doctora de la Iglesia plantea, no obstante, dos condiciones: consentir
permanecer pobres y amar nuestra pobreza.
San Pablo
sigue la misma línea: “Me gloriaré de mis debilidades para que el
poder de Dios pueda habitar en mí”.
Consecuencia
inesperada: vividas en la alabanza, la aceptación y la acción de gracias,
las distracciones espirituales permiten a Dios establecer su reino en el
corazón de la persona. Se convierten entonces en un camino, más
que un obstáculo, para ir hacia Dios con humildad.
Por Élisabeth de Baudöuin
Fuente: Aleteia






