Atrevámonos a considerar la evangelización no como una culminación, sino como la fuente de nuestra relación con el Señor
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© fizkes |
Hay quienes se sienten incómodos con la evangelización por
diversas razones. Sin embargo, al rechazar lanzarse en esta aventura
extraordinaria, dejan de lado la fuente misma de la vida cristiana. ¡Y es que
implicarse en el camino de la misión es el mejor medio de progresar
espiritualmente!
Estamos tentados de considerar la evangelización
como la actividad del cristiano de enfrente, del otro, de alguien que esté más
avanzado que nosotros en el recorrido de la fe o alguien más joven o más maduro
o más disponible o más experto. Atrevámonos a considerar la evangelización no
como una culminación, sino como la fuente de nuestra relación con el Señor. No
tenemos más que decir una palabra: “Abre mis labios, Señor, y mi boca
proclamará tu alabanza”.
Una fuente de alegría
Evangelizar es desplegar en uno la
presencia del Espíritu Santo. Él nos hace decir “Padre”, nos hace reconocer que
Jesús es Dios, sólo Él abre nuestros labios y eleva la alabanza en nuestra
boca. Sin embargo, dar a conocer al Señor a las naciones es proclamar la
alabanza de su nombre. El Espíritu Santo nos da entonces su fuerza para
atrevernos a hablar a alguien que no conocemos y decirle: “¿Conoces a Jesús? Es
tu Salvador”. Él nos da su inteligencia y su sabiduría para hablar con
delicadeza, viene a hacerse presente en nosotros y nos inspira, desde el
momento en que hacemos un llamamiento a sus dones.
Evangelizar
no es solamente dar a alguien la oportunidad de conocer al Señor y la Iglesia;
es también revitalizarnos nosotros mismos en nuestro interior. Por eso la
evangelización por anuncio es una fuente de alegría tan grande. El deseo de
evangelización también ahonda en nosotros el deseo de intimidad con el Señor.
Si nos acercamos a transmitir la fe a un grupito de niños, de jóvenes, de
transeúntes, ¿vamos a balbucear un discurso precocinado que finalmente se
transformará en la aplicación mecánica de recetas publicitarias? ¡Seguro que
no! Es la persona viva de Jesús la que mostrará su rostro si, cerca de
nosotros, el corazón de Jesús también late un poco. Ese corazón de Jesús –del
que queremos dar a conocer su dulzura, su inmensa misericordia, su poder
salvador– se acercará a ellos si todavía nos habla, nos maravilla y nos
sorprende a nosotros.
Anunciar a Cristo resucitado
Por eso la evangelización es un motor de la
oración, porque da ganas de pasar tiempo con el Señor: ¿qué diríamos del Señor
si no Le conociéramos? Por eso habrá que conocerle. Y alimentar nuestra fe,
nutrir la inteligencia de nuestra fe, si queremos tocar también la inteligencia
de la persona a quien nos dirijamos. Es entonces cuando la teología ya no
quiere decir discurso para iniciados, sino tesoro inmenso que despliega ante
nosotros la coherencia de los misterios de los que queremos dar testimonio.
Entramos en el inmenso proyecto de Dios sobre nosotros, comprendemos cuál es la
salvación que nos promete y por qué anunciamos a Cristo resucitado.
Evangelizar
no es la última etapa de la vida del cristiano, más bien al contrario: es la
fuente. Es una escuela de humildad –porque entonces todos nuestros defectos nos
saltan a la vista–, pero también de santidad, porque la fe que proclamamos solo
conmoverá a los corazones si nosotros mismos la ponemos en práctica.
Por Jeanne Larghero
Fuente:
Aleteia