Puedes ver la luz de la presencia de Dios en ellos,
aman y creen, y aprenden a vivir alegres en medio de tantas torpezas…
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By YAKOBCHUK VIACHESLAV/Shutterstock |
¿Cómo puedo saber si alguien es verdaderamente de Dios, si le pertenece
totalmente? ¿Dónde puedo ver la luz de la presencia divina en su interior?
¿Cómo mido la santidad de las personas o su mundanidad?
Pues no lo sé… Me cuesta fiarme de mis propios ojos. No sé si distingo tan
bien a las personas que son de Dios y las diferencio claramente de las que no
lo son. Tengo mis dudas.
A veces me equivoco y me dejo llevar por las apariencias o
por mis propios prejuicios. No logro distinguir la luz en la
oscuridad ni las sombras en medio del resplandor.
No sé bien si brillan sus talentos humanos o es la gracia de Dios actuando
en sus obras y palabras. O soy yo el que no tiene a Dios y por eso no lo
reconozco en otros.
Conocidos… o no
La fama de santidad es una voz que grita en boca de muchos, pero no por eso
me acaba de convencer. Me cuesta creer, me falta fe. La fama
es algo tan efímero.
Jesús tuvo mucha fama, miles siguieron sus curaciones, sus milagros y
bebían con pasión sus palabras. Y acabó muriendo solo en la cruz.
La fama es algo pasajero, mientras que la santidad es algo
permanente. No basta con tener fama de santo para serlo de verdad.
¿Cuántas voces hacen falta para declarar la santidad de alguien por
aclamación? No se mide así. La santidad va por dentro, no es necesario que
otros la reconozcan y la señalen como verdadera.
Además, ¿de qué vale esa fama en la vida del hombre? ¿Para qué sirve creer
o no en la santidad de una persona? Sólo Dios conoce el corazón del
hombre. Sólo Él sabe la verdad de cada uno, la acaricia, la palpa, la ama.
Discretos pero llenos de luz
La santidad no es un estado del alma, un punto de llegada, una meta
lograda. No es algo estático, es más bien un camino que se va recorriendo día a
día en medio de aciertos y desaciertos.
La santidad es un don oculto, una luz que brilla en medio de la noche e
ilumina los pasos de los que caminan confusos, llenos de miedos.
Me gusta saber distinguir a personas llenas de luz a mi alrededor. Son
personas que no llaman la atención a todos, sólo a algunos pocos.
Son «los santos de la puerta de al lado», a los que hace
mención el papa Francisco. Son santos ocultos en medio de la
noche, sin fama de santidad.
Reconozco que son los santos que más me gustan, los sencillos, los sin
nombre, los tapados. No los siguen las masas, no son aclamados por sus obras,
no recitan de memoria sus palabras.
De ellos nadie espera un milagro verdadero. Nadie quiere que hablen, que
digan, nadie quiere tocarlos para que se obren milagros de sanación. Me gusta
esa santidad discreta y callada. El otro día leía:
«Santificar la vida no es moralizarla, sino vivirla desde el Espíritu
Santo, es decir, verla y amarla como Dios la ve y la ama: buena, digna
y bella, abierta a la felicidad eterna«[1].
Es ese el concepto de santidad que me llega al alma y me alegra en lo más
hondo. Yo a veces me quedo y me pierdo en conceptos moralizantes.
Pienso en una santidad de porcelana, blanca y perfecta. Una santidad en la
que no cabe el pecado ni la falta. Una vida donde no hay error ni caída.
No me gusta esa mirada tan pobre que tengo de la santidad. Una santidad así
me parece algo frío, demasiado perfecto e inhumano.
Un regalo
Es por eso por lo que prefiero ver la santidad como un don del
Espíritu Santo en mi vida. Es Él quien me libera y sana por dentro, me
llena de luz y belleza, me hace abierto y puro.
Ese Espíritu me regala una forma muy diferente de caminar por la vida. Hace
posible en mi alma una manera sabia de hacer las cosas.
Me gusta pensar que nada sucede por obra de mi comportamiento
ejemplar. Dios me utiliza para sanar los corazones. Y no soy yo con
mis talentos, con mis fuerzas, con mi carne enferma.
Me gusta pensar en esos santos anclados en el cielo y con los pies firmes
en la tierra. Aman a Dios con locura. Y en Él aman la tierra que pisan. Comenta
san Francisco de Sales:
«Creo que todo lo que no sea Dios ya no me significa nada; pero, en Él y
por Él, amo todo lo que amo con más ternura que nunca»[2].
Me gusta esa mirada. Es la de los santos que tienen el alma atada a
lo humano. Y al mismo tiempo descansan en el corazón de Dios.
Inspiradores
Se dejan tocar por esa presencia amorosa de Dios en sus vidas. Y confían, y
creen, que van seguros en ese abrazo eterno. Y al mismo tiempo viven cada
momento de sus vidas como un regalo.
Aman y sufren. Ríen y lloran. Se equivocan y aciertan. Corren y se
detienen. Dan la vida y se cansan de darla. Susurran con temor palabras
sagradas y gritan por los caminos las alegrías que Dios les ha dicho al oído.
Son felices, no porque todo les vaya como ellos desean, sino porque
aprenden a disfrutar la vida que tienen sin echar de menos la que un día
pensaron.
No se ofuscan con sus obsesiones. Se aceptan como son. Conocen sus límites
y aprenden a vivir alegres en medio de tantas torpezas.
Esos santos me gustan. Quiero ser uno de ellos. Beber su Palabra cada día y
hacerla mía. Soñar con estar con Jesús amando todo lo que amo. Y ser
feliz sin pretender que mis planes coincidan siempre con sus sueños.
[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio
Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia