El amor al tú divino y humano pueden confluir en un único
torrente
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El que ama es más feliz que el que no ama. El que
ama encuentra un motivo para luchar, para trabajar, para sobrevivir. Porque
alguien le espera para recibir su amor.
El que no ama se seca como una planta que
no recibe agua. Dice la Biblia:
«Sabemos que a los que aman a Dios todo les
sirve para el bien».
Al que ama a Dios todo le sirve para un bien
en su vida. Es
curioso. ¿Será siempre así? Quizás el amor a Dios, el amor de Dios, cambia la mirada.
Es como el amor humano de una madre que
sostiene al hijo en la adversidad. O el amor del cónyuge que mantiene con
esperanza al que ha sido condenado a la muerte.
El amor recibido, el amor dado, sostiene mi
ánimo. Y el mal se torna
en un bien tangible. ¿Cómo puede ser eso? La mirada del
amor cambia mi propia mirada.
¿Vale todo amor humano? No lo sé. Puede que
haya amores que no me dan paz y me dejan un gusto amargo como decía el padre
José Kentenich:
«Todo amor que no sea de alguna manera amor
a Dios deja tras de sí un sabor amargo. Deja el alma interiormente insípida y
vacía. En modo alguno da respuesta a la tendencia innata del alma hacia el
infinito, hacia el amor infinito. Tal respuesta sólo puede esperarse en cuanto
y en la medida en que el amor humano sea amor a Dios, en cuanto y en la medida
en que el
amor al tú divino y humano confluyan en un único torrente«[1].
Un único torrente que une mi amor a Dios y
mi amor a esa persona que me ama, a la que amo. Mi amor humano me lleva con la fuerza del
viento a lo más alto de mi vida, a lo más sagrado. Amo en el otro a Cristo.
Es lo que espero y sueño. Que al amar a
alguien o al ser amado en la misma o mayor medida, sienta que en ese amor está
Dios bendiciendo lo que amo, acariciando mi entrega, validando mi sí torpe y a
menudo mezquino.
Miro la calidad de mis amores. Miro la hondura de mis raíces. Miro
la altura de mi mirada. Más alto, más lejos, más dentro.
Sueño con ese amor humano en el que
confluye el amor a Dios. Sueño
con un abrazo de carne que me hable del abrazo de Dios.
Con una palabra torpe, con los límites que
tienen las palabras, que me evoque esa palabra de Dios que atraviesa con su
ímpetu el alma.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia