Jesús
quiere que ayude a mi hermano a ser mejor
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J.K. Califf-(CC BY-SA 2.0) |
Jesús me pide que ablande
mi corazón para que sepa amar a mi prójimo. Quiere que él esté en el centro de mi
corazón caritativo: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el
que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el no
cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás
mandamientos que haya, se resumen en esta frase: – Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la
ley entera».
Y tiene razón Jesús. Si lo
amo a Él en el prójimo tendré vida para siempre.
Leía el otro día algo muy
verdadero: «La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación
con Dios es reunir y revisar todas nuestras relaciones humanas. Lo que existe
en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios. Esta
identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de
saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida».
La forma que tengo para
relacionarme con mi prójimo tiene mucho que ver con la forma que tengo para
estar cerca de Dios. Pienso en todos los aspectos que marcan mis relaciones.
Peco de egocéntrico y dejo de mirar a los demás.
Se me olvida que soy
familia, que tengo hermanos, que amo de forma concreta al que vive a mi lado.
Sus problemas son mis problemas. Sus preocupaciones son las mías. Sus miedos
los comparto.
¿Cómo cuido a mi hermano? A
ese que está a mi lado y me cuesta por detalles pequeños. Lo ignoro y no me
pregunto qué siente, qué le pasa, qué le preocupa, qué le alegra. No sé cuáles
son sus sueños en estos momentos. Desconozco dónde residen sus miedos más
profundos. No quiero deber nada más que amor. No quiero dar nada más que mi
vida.
Pero mis relaciones humanas
se centran a veces en la utilidad. Las ventajas que me da la amistad de una
persona, o su amor conyugal. El beneficio que saco, el bien que me hace. Alejo
de mí a los que no son tan válidos, a los que no me aportan tanto, a los que no
me benefician. Y busco al que todos buscan, al exitoso, al que produce y hace
las cosas bien, al eficiente.
Hoy Jesús va más allá y
quiere que en mis relaciones aprenda a ser sincero y a ayudar a crecer a los
que Dios me confía. Me lo dice con palabras duras que me resultan difíciles de
entender. Hoy Jesús quiere que ayude a mi hermano a ser mejor.
No se trata de que pretenda
que sea como a mí me gustaría que fuera. No se trata de eso. Sólo quiere que le
diga lo que sería bueno mejorar. A veces hay personas empeñadas en que yo sea
como ellos desean.
Leía el otro día: «Deberías
ser como yo, me dicen. Cuando muestro mi verdad todos quieren controlar mi
comportamiento. Investigan cómo convencerme para hacer lo que ellos quieren.
Son capaces de llegar a donde sea para controlarme». Eso no lo quiero. No
deseo controlar a los demás ni decirles lo que tienen que hacer. Ellos harán su
camino.
Pero sí lo que Jesús quiere
es que no me calle, que hable, que le diga, que rece por él, que le acompañe,
cuando siento que tengo que hacerlo. Tendré que verlo en mi corazón. Miro a mi
hermano y si veo que peca, que sigue un mal camino y se va a perder.
En ese caso puedo hacer lo
que hoy escucho: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos.
Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a
otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres
testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano».
Jesús quiere que no me calle
lo que veo que mi hermano puede mejorar. El profeta me decía que yo era como
una atalaya: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de
Israel». Me ha colocado en lo alto para que vea cómo educar a los que
pone en mis manos. Es verdad que mi religión me une con mi hermano, no me
aísla.
Por eso entiendo cómo es mi
amor a Dios: «¿Qué religión es la nuestra?, ¿hace crecer nuestra
compasión por los que sufren o nos permite vivir tranquilos en nuestro bienestar?,
¿alimenta nuestros propios intereses o nos pone a trabajar por un mundo más
humano?».
Puedo callar para caer bien.
Puedo ser cobarde y no decir lo que pienso para que no me hieran, para que no
me ataquen. Puedo no exponerme ni arriesgarme callando lo que muchos piensan.
Es cobardía quizás.
Otras veces puede ser
prudencia cuando sé que mi hermano no va a aceptar mi comentario. No va a ver
en mis palabras una buena intención. Pero tengo claro que soy parte de un todo.
Y lo que le afecta a mi hermano me afecta a mí. Sus caídas son las mías. Y sus
errores se adentran también en mi piel.
Jesús lo expresa con
claridad: «Os aseguro, además, que, si dos de vosotros se ponen de
acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde
dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
¡Qué importante es aceptar
que soy parte de una comunidad de cristianos que aspiran a la santidad!
Nuestras vidas están unidas en solidaridad. Todo lo de mi prójimo tiene que ver
conmigo. Vivir en comunidad es el camino para vivir en Dios. No estoy solo. El
amor me une al que está a mi lado y formo entonces parte de una gran familia.
Esta conciencia me gusta.
Donde dos o más se reúnen en
el nombre de Jesús, Él está en medio. Allí donde dos o tres lloran y claman al
cielo. El dolor de mi hermano es mío y también su alegría. Por eso no me es
indiferente su pecado ni su mal. Tampoco su mentira, su orgullo o vanidad. Todo
tiene que ver conmigo. Mi lucha por la santidad afecta a todos.
Rezaba el P. Kentenich en
una oración del Hacia el Padre: «Así el amor de la Familia nos da alas
para refrenar con ahínco las malas pasiones y esforzarnos por la más alta
santidad, con vigoroso espíritu de sacrificio y sencilla alegría».
El amor de la familia me da
fuerzas para luchar. Igualmente, el pecado y la debilidad de los míos, de los
que amo, tira de mí hacia abajo, abandonándome si rumbo. Mi vida
está tan unida a la vida de los que forman parte de mi camino.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia